viernes, 26 de octubre de 2018

Cien años de soledad (6) Gabriel García Márquez. Hombres que mandan.




"Pietro Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo consigo la prosperidad."

Cien años de soledad (6) 
Gabriel García Márquez 

La pasión desaforada que estalla entre José Arcadio y Rebeca atropella la razón, los lleva ante el altar de don Nicanor sólo tres días después del primer encuentro amoroso. Pasando por encima de la lealtad debida, la palabra dada, de la degradación que conlleva la endogamia y la descendencia disminuida como consecuencia de la consanguinidad. Úrsula condena el pecado entre hermanos; promete que no volverán a pisar su casa, como si hubieran muerto para ella. A Pietro Crespi que le vayan dando y si tanto le gusta la familia, puede pedir el sobrero; ahí le queda Amaranta sin usar. 

La pareja se va a vivir a una casa alquilada sin amueblar al lado del cementerio. Un alacrán pica a Rebeca en el pie la noche de boda, le adormece la lengua, pero no impide los gritos arrebatados de pasión sin abrir la boca, repetidos hasta ocho veces por noche y tres más a la hora de la siesta. Los vecinos ya temen que tantos gritos vayan a perturbar la soledad de los muertos. Aureliano es el único que se preocupa por la pareja cegada de deseo, hasta que José Arcadio aterriza y se pone a trabajar las tierras que lindan con la casa. 

En una casa amordazada por el luto, Úrsula no sabe qué pensar de la pedida de mano de Pietro Crespi a Amaranta. Para Aureliano no son horas de pensar en matrimonios, están en campaña electoral y suenan tambores de guerra. Su suegro le explica que los liberales son mala gente, partidaria de colgar a los curas, implantar el matrimonio civil y el divorcio, igualar los derechos de los hijos naturales y los legítimos y descuartizar el país en reinos de taifas. Por el contrario, los conservadores son gente de orden que defiende la autoridad, predicadores de la moral, misioneros de la fe de Cristo y dispuestos a mantener la unidad del país bajo una sola bandera. 

El día de las elecciones transcurre con normalidad. Aureliano y Apolinar vigilan para que nadie vote dos veces. Aureliano confiesa que si él fuera liberal, ese día habría ido a la guerra al ser testigo del pucherazo por la noche mientras juega con su suegro al dominó. Había en la urna tantas papeletas rojas como azules. Apolinar manda al sargento custodio que vacíe la urna, quite las papeletas rojas y la rellene con azules. Deja algunas rojas para evitar reclamaciones. Lo que realmente enfurece a la gente es que no devuelvan las escopetas de caza requisadas y los cuchillos de cocina decomisados para evitar altercados durante las elecciones. 




"El rigor del luto por la muerte de Remedios había sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la guerra"

Aureliano se pone en contacto con Alirio Noguera, un farsante homeópata, terrorista refugiado en Macondo y místico del atentado personal. Sostiene que en política lo único eficaz es la violencia. No le importa liquidar a los funcionarios del régimen con sus familias porque asesinar conservadores es un deber patriótico. Aureliano queda descartado como hombre de acción cuando le acusa de ser un matarife. La fiebre del liberalismo se extiende en Macondo con fuerza, no hay quien la apague. Ha prendido con brío en la escuela tutelada por Arcadio, ya un adolescente monumental. 

La guerra estalla a primeros de diciembre. Un pelotón con dos piezas de artillería entra en Macondo por la calle Mayor e impone el toque de queda. Fusilan a Alirio Noguera, descalabran a don Nicanor y matan a una mujer en plena calle. Aureliano organiza una operación descabellada. Junto a veintiún hijos varones de los padres fundadores desarman a la guarnición y fusilan al capitán y cuatro soldados; a continuación nombra a Arcadio jefe civil y militar de la plaza. Aureliano se nombra de golpe coronel y junto a su pequeño ejército de macondianos se echa al monte para unirse a las tropas revolucionarias de Victorio Medina. Salen al amanecer, sin tiempo siquiera de despedirse de sus mujeres. Se sabe cómo comienzan las guerras, no como acaban. 

Como buen perdedor Aureliano Buendía promueve treinta y dos alzamientos y los pierde todos. Son los focos insurreccionales de un hombre de acción que arriesga la vida, pero como juega a la chica, la puede perder por salvársela a los demás. Una guerra se declara para ganarla, si no la ganas, asumes que vas al talego como mal menor. Liga bien de semental, tiene diecisiete hijos con otras tantas mujeres distintas. Todos ellos malogrados por la guerra. A todos sobrevivió, se sobrepuso a emboscadas, fusilamientos y a envenenamientos con dosis capaces de matar a un caballo. Nunca permitió que le sacaran una foto. Lo único que recuerda su rebeldía es una placa envejecida en una calle de Macondo. La única herida que sufre es por accidente, después de firmar la paz. Muere de viejo. Bastante diferente a su sobrino Arcadio, hijo de su hermano José Arcadio, Maciste el coloso, y de Pilar Ternera, suministradora de hijos para el régimen, al que dejan en la retaguardia a salvo y bien protegido y se convierte en un cacique dictador que manda fusilar a los que faltan al respeto a la autoridad, obliga a llevar brazaletes rojos a todos los mayores de edad, prohíbe decir misa y tocar las campanas y aprieta los cepos a los presos. Cuando está a punto de dar la orden de fuego al pelotón que va a fusilar a Apolinar Moscoso, Ursula lo evita, se levanta como Agustina de Aragón contra la injusticia en un ataque de heroísmo, avergonzada de haber parido un fenómeno de circo. Lo destituye a latigazos y libera a los presos, como Espartaco

Úrsula toma el poder, restablece la misa de los domingos, suspende los brazaletes rojos, disuelve los partidos políticos, pero a cambio descubre la soledad del poder. Busca la compañía del marido atado al tronco del castaño, maldice la guerra que ha vaciado la casa, pero era como hablarle a un muerto. Decide soltarlo, el ya no se mueve del banquito, una fuerza superior lo mantiene amarrado al castaño. 




"Don Apolinar Moscote era otra vez una autoridad decorativa"

Pietro Crespi y Amaranta mantienen un noviazgo crepuscular, él acude todos los días al atardecer a la casa con una gardenia en el ojal. Le traduce sonetos de Petrarca mientras ella hace encaje de bolillos. Suspiran por las ciudades italianas antiguas “de cuya grandeza sólo quedaban los gatos entre los escombros.” Las urgencias del corazón de Pietro Crespi emergen con las lluvias aciagas de octubre. Le pide matrimonio a Amaranta y ésta lo rechaza con un garrotazo: “No seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo.” Pietro Crespi entra en un periodo de llanto y desesperación, recurre a todos los recursos de la súplica y la humillación, pero ninguno logra quebrantar la fortaleza de Amaranta. El dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano Bruno lo encuentra desangrado en la trastienda del negocio que ambos regentan con las muñecas abiertas. Úrsula dispone que se le vele en casa y  se le entierre al lado de Melquiades, a pesar de la oposición de don Nicolás a enterrarlo en tierra sagrada. Amaranta no le hace duelo, se encierra en casa. Se queda sin respirar hasta que cicatricen las úlceras del corazón. Para curar el arrepentimiento mete una mano en las brasas del fogón, una cura de burro. Una venda de gasa negra que llevará hasta la muerte es la única huella externa que le deja la tragedia. 

Úrsula comprende que a pesar de criar a Arcadio y a Rebeca sin privilegios ni discriminaciones por ser adoptados, lo empezó a perder desde que era niño, siempre solitario, solo se comunica con Visitación en su lengua. Únicamente Melquiades le echa el vistazo del gitano viejo, así que cuando un día en posesión del poder y enfrentado a la realidad de la vida adulta alguien en la tienda de Catarino le acusa de ser un lastre para el apellido Buendía no lo manda fusilar, algo que extraña a todos los acostumbrados a sus desafueros.

Yo sé que allí, 
 allí donde tu dices, 
no existen hombres que mandan, 
 porque no existen fantasmas 
 y amar es la flor 
 más perfecta que crece en tu jardín 
 en Albanta.
Luis Eduardo Aute




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


sábado, 20 de octubre de 2018

Cien años de soledad (5) Gabriel García Márquez. Aprender a matar.




"[...] y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dentro del vestido negro con mangas hasta los puños."


Cien años de soledad (5) 
Gabriel García Márquez 

Remedios llega a la pubertad una tarde de febrero y un domingo de marzo, apenas un mes más tarde, dice sí ante el altar levantado en casa de los Buendía por el cura don Nicanor Reyna. Dónde si no, si esta madriguera sirve para nacer, investigar, amar, odiar, matar o morir. Fue un mes de mucho ajetreo porque hubo que enseñarle a marchas forzadas a llevar un hogar, a lavarse sola, a quitarle la mala costumbre de orinarse en la cama y a inculcarle la obligación de guardar el secreto conyugal por mucho que el aturdimiento la convoque a aventar los secretos de alcoba. A partir del día del enlace se revela en ella el sentido de responsabilidad con las dos familias, la sencillez en el trato y el reposado dominio de sí misma que van a regir los escasos días que le restan por vivir, incluso en las circunstancias más adversas. Es Remedios la que tiñe de ocre el camino hasta José Arcadio Buendía atado al castaño como un galeote y le lleva el trozo más grande de la tarta nupcial. 

Rebeca es la única infeliz en la ceremonia. El domingo era también la fecha de su boda que hubo que aplazar porque el viernes anterior Pietro Crespi recibe una carta con la noticia de la muerte de su madre. Pero resulta ser una noticia falsa; su madre asiste a la boda, canta el aria triste preparada para su hijo en la boda de Aureliano. Pietro Crespi revienta cinco caballos para llegar a tiempo a su boda, pero sólo llega a las cenizas de la fiesta. Amaranta jura y perjura ante los evangelios que ella no ha tenido nada que ver con el desbarajuste que causa la noticia falsa. 

Don Nicanor tenía pensado regresar a la ciénaga después de la boda, pero decide quedarse en Macondo una semana más, espantado por la aridez de los habitantes que arreglan sus cosas con Dios directamente, sin necesidad de intermediarios en la tierra. Hay mucho que hacer para legalizar concubinatos, sacramentar moribundos o acristianar recién nacidos. Como nadie le hace caso y harto de predicar en el desierto, decide poner la primera piedra de un templo. Recorre las calles pidiendo en un platillo de cobre. Le dan mucho, pero quiere más, así que un domingo reúne a medio pueblo en torno a una misa al aire libre. Al podéis ir en paz y demos gracias a Dios, cuando los fieles se desparraman para volver a las ocupaciones cotidianas, sucede el prodigio de la levitación. Don Nicolás se eleva unos doce centímetros del suelo después de tomarse una taza de chocolate. Todos se asombran del carácter divino de la ascensión, todos menos José Arcadio Buendía atado al castaño. Para él la presencia de Dios entre los hombres se escapa a la razón, sólo creerá en su existencia si lo puede ver y tocar plasmado en un daguerrotipo de los suyos. En vano intenta evangelizarlo el padre Nicanor, para él creer es ver y no hay quien lo saque de ahí. Toma la iniciativa con sus martingalas racionalistas bien engrasadas, como “el granito bien engrasado” de la ministra que no quiere reñir con las piedras, que habla despacio y acentuando las sílabas. Don Nicanor, preocupado por su propia fe, deja de visitarlo, continúa tocando el tambor, dedicado en cuerpo y alma a la construcción del templo en un pueblo en el que nadie se había preocupado de construir uno. No lo habían necesitado, como no habían precisado de cementerio hasta la muerte de Melquiades




"Úrsula impuso un duelo de puertas y ventanas cerradas"

 Sólo Remedios se comunica con José Arcadio Buendía en un latín rudimentario recién aprendido. Lo cuida, le arregla la choza y se entretiene en quitarle los piojos y las liendres de los pelos y la barba. Torturando, aplastando animales pequeños con las uñas como dirían los padres predicadores contemporáneos. Hasta que un día muere ella “envenenada en su propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre.” El culpable es un chorro de láudano que Amaranta había destinado a Rebeca. Se conoce que Remedios es un personaje incómodo que a García Márquez se le agranda entre las manos y que al cortarle la retirada, le da inmortalidad. Un soldado raso en mitad de generales que perdurará jovencita en la memoria colectiva del hogar de los Buendía.  

El porvenir de Rebeca queda vinculado a la construcción del templo. La boda con Pietro Crespi coincidirá con la inauguración. Úrsula contribuye generosamente para acelerar los trabajos. Calculan que tardarán tres años en terminarlo, los mismos que Amaranta no tendrá que preocuparse en matarla. Pietro Crespi, que no acepta la propuesta de Rebeca de fugarse juntos, hace otra aportación importante para la iglesia. Sigue convencido de la lealtad y confía en la palabra empeñada como un capital que no puede dilapidar. Remedios se encarga de los cuidados de Aureliano José, otro Buendía nacido de la relación extra conyugal de Aureliano con Pilar Ternera. 

Aureliano y su suegro, Apolinar Moscoso, juegan interminables partidas de dominó mientras Remedios habla de las cosas serias de la vida con su madre y sus hermanas. El vínculo con los Buendía afianza la autóritas de Apolinar que consigue una escuela del gobierno para que Arcadio ejercite su vocación de maestro. Desplaza el garito de Catarino a las afueras y clausura otras casas de escándalo. A través de la persuasión consigue que la gente vaya pintando de azul las casas del pueblo. Incluso la llegada de soldados armados deja de alzar en armas a la población. Aureliano se muestra orgulloso de la eficacia del corregidor. 




"Puso el daguerrotipo de Remedios en el lugar en  que se veló el cadaver"

La nueva pareja se hace querer en las dos familias. Consigue que Amaranta y Rebeca, recalcitrantes en su enemistad tejan juntas los vestiditos de la criatura cuando ella anuncia que está embarazada. Úrsula impone un duelo riguroso de casa cerrada a cal y canto cuando Remedios muere. Silencio cartujano durante un año y daguerrotipo de Remedios colgado en la pared con divisa negra terciada y velas que las generaciones posteriores mantienen encendidas, la santita de Macondo. Amaranta adopta a Aureliano José para compartir la soledad y aliviarla del láudano involuntario que mató a Remedios

El noviazgo de Pietro Crespi y Rebeca se convierte en costumbre y cansancio. Rebeca vuelve a comer tierra y a chuparse el dedo. De esta atmósfera viciada emerge la figura única de José Arcadio descomunal. Su entrada en la casa a la hora de más calor es un movimiento sísmico que sacude los cimientos de la casa. Saluda uno por uno a todos los presentes con un escueto, “Buenas,” y se tumba en la hamaca en la que duerme durante tres días seguidos. Al despertar engulle dieciséis huevos duros y se va a la tienda de Catarino donde levanta admiración entre las mujeres de tolerancia que se subastan sus favores. Su ritmo de vida no se acompasa con la familia, duerme de día y se pasa las noches en la tienda de Catarino exhibiendo su fuerza extraordinaria. Las mujeres exhiben su cuerpo poblado de tatuajes. Deja boquiabiertos a los parroquianos cuando dibuja un fresco de las hazañas sobrenaturales que le acontecieron. Ha comido a compañeros muertos en alta mar para sobrevivir, como los lestrigones en la Odisea,  derrotado a dragones que tenían en su vientre la armadura y las armas de un cruzado y ha visto la nave corsaria de Víctor Hughes “con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe.” 

Qué diferencia entre el muchacho que se fue con los gitanos al grandullón que come medio tostón para el almuerzo, se tira unas ventosidades que marchitan las flores o lanza unos eructos bestiales a la mesa. Salud en estado gaseoso. Rebeca sucumbe al primer encontronazo con aquella fuerza salvaje de la naturaleza. Al lado del protomacho Pietro Crespi es “un currutaco de alfeñique.” Cualquier pretexto es bueno para buscar la proximidad del hermano adoptivo. Un día, a la hora de la siesta, pasó lo que tenía que pasar entre dos fuerzas que se atraen con la fuerza de un ciclón, porque Rebeca es también muy mujer.


Se me esta acabando lo buena que soy 
Y me esta llegando lo malo por dentro 
Yo no se matar pero quiero aprender 
Para disipar todo el mal que me has hecho 
Y si llego ser asesina por ti 
Bajaras por esto 
Derechito al infierno
Felipe Gómez "Indio" Jiménez/María Jiménez





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 11 de octubre de 2018

Cien años de soledad (4) Gabriel García Márquez. Dedícate a mí.





"Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde"

Cien años de soledad (4) 
Gabriel García Márquez 

Amparo Moscote se acerca a la casa agrandada y recién restaurada con la excusa de visitar las reformas. Aprovecha un momento de ausencia de Amaranta para pasarle una carta Rebeca. Ella enseguida descubre que es de Pietro Crespi porque reconoce que la letra es de la misma mano que  las instrucciones de la pianola. Aureliano ve en la repentina amistad de Amparo y Rebeca una esperanza de alivio a su corazón por la ausencia de Remedios. Prendado de los ojos verdes, piel de lirio y la voz que le decía señor con el mismo respeto que a su padre la primera vez que acompañó a su madre en la visita a la casa de todos. 

Un mar de desolación arrasa el corazón febril de Rebeca como un tsunami descontrolado. Cae en el manglar del delirio. Aureliano, acompañado de sus amigotes, Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez, ahoga sus penas en guarapo fermentado en la tienda de Catarino que ya no es tienda sólo, ha prosperado con Macondo. Ahora es una galería de cuartos de madera con “mujeres solas olorosas a flores muertas.” Beben con las mujeres sentadas sobre las piernas. Aureliano navega en una reverberación radiante. Pierde la memoria como en los tiempos de la peste del olvido y flota. Toma tierra en una madrugada ajena, en el cuarto de Pilar Ternera. Ella le lava la cara con estropajo y le quita la ropa embadurnada de fango y vómito “con una destreza reposada, sin el menor tropiezo, dejó atrás los acantilados del dolor y encontró a Remedios convertida en un pantano sin horizontes, olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada.” Después se vacía en un manantial desatado que rompe las compuertas de interior. Pilar le promete servirle la niña en bandeja. La espina del amor solitario quiebra la armonía en la casa de los Buendía

Amaranta respira sin permiso, está también enamorada de Pedro Crespi. Su madre lo descubre en una pila de cartas sin mandar en el fondo de un baúl. Úrsula interviene para poner orden en aquel desbarajuste amoroso. Urge una aplicación de un 155 riguroso, una especie de duelo sin muerto hasta que las hijas desistan de sus esperanzas. José Arcadio Buendía tercia entre las partes, ya Pietro Crespi le parece un partido aprovechable desde el día que arregló la pianola que él había desbaratado. Como patriarca respetado de la casa de todos, José Arcadio Buendía toma una decisión salomónica: Pietro Crespi para Rebeca y accede al compromiso de Valeriano con una de las siete hijas de su enemigo Apolinar Moscoso. Además, Úrsula se llevará a Amaranta a la capital hasta que se le pasen las calenturas amorosas. Ella finge aceptar, pero en el fondo piensa que “Rebeca se casaría solamente pasando por encima de su cadáver.” 




"Remedios en la callada respiración de las rosas."

El asunto de Aureliano presenta contornos  menos épicos porque puede esperar a que a Remedios le llegue la edad. La muerte de Melquiades rompe la frágil armonía en la casa de los Buendía. Un buen ejemplo de la magistral técnica narrativa de Gabriel García Márquez, narración en estado salvaje, que repite una y otra vez a lo largo de Cien años de soledad. Primero nos cuenta el final para extenderse a continuación en el camino de agua que lleva a la tumba al primer muerto de Macondo. Melquiades viene a Macondo a buscar la muerte, como Juan Preciado fue a Comala. Busca el agua para morir en soledad porque somos agua. Narrado todo con su peculiar sentido del humor. Evita dramatismos y aspavientos trágicos al describir el deterioro físico progresivo que lleva a la muerte como acabamiento de la vida. Qué manera de describir la merma de las facultades físicas. Cómo la ceguera y la sordera le van retrayendo y arrinconando en la soledad de sus pergaminos. Cómo su porte de gitano viejo va degenerando “al aspecto desamparado propio de los vegetarianos.” Y deja indicios, antes de que sus allegados den tierra al patriarca gitano, del camino que seguirá la novela con esos pergaminos misteriosos que escribe y la declaración amorosa de Amaranta a Pietro Crespi, comprometido con Rebeca. Porque como sentenciaba Cervantes: “Donde una puerta se cierra, otra se abre.” Deja planteado un auténtico culebrón colombiano cuando Amaranta amenaza  a Rebeca, su hermana adoptiva, con  impedir el casamiento aunque la lleven al fin del mundo. En definitiva, estamos ante una breve pieza de brillantez cervantina, a la altura de la muerte de don Quijote. 

La ausencia de Úrsula y la presencia invisible del olor a Melquiades saturan la casa con la densidad del hueco y la soledad. Pietro Crespi la llena de juguetes de cuerda automáticos. José Arcadio Buendía regresa a sus viejos tiempos de alquimista, empeñado en inventar un mecanismo, basado en las leyes del péndulo, que los mantenga en movimiento permanente. José Arcadio Buendía ocupa el taller que Aureliano ha abandonado porque ahora dedica el tiempo a enseñar a Remedios a leer y a escribir. La llegada de aquel hombre le molesta al principio porque la aparta de sus juegos y muñecas. Luego queda seducida por las explicaciones sobre el sentido de las palabras. Le fascina dibujar casas y soles amarillos apareciendo detrás de las lomas. 




"Remedios en la clépsidra secreta de las polillas"

La amenaza bíblica de Amaranta acobarda a Rebeca. Las cartas echadas de Pilar Ternera hablan y dicen que no será feliz mientras sus padres sigan insepultos. José Arcadio Buendía corre en su ayuda, mueve Roma con Santiago hasta dar con la taleguita de los huesos que no veía desde los tiempos de la reconstrucción. Le dan tierra junto a Melquiades en una tumba improvisada y sin lápida por si después hay que exhumar y volver a enterrar, para que sea más fácil. La amistad con Rebeca le abre las puertas de la casa. Entra por la puerta principal como un tropel de cabras, pero se gana las bendiciones de los moradores porque echa mano en los trabajos más fatigosos, como Nadal en las inundaciones baleares. La resolana de su piel, la risa desordenada, atarantan a los jóvenes de la casa. Le dice a Aureliano con misterio: “Que eres bueno para la guerra-dijo- donde pones el ojo pones el plomo.” Y a Aureliano no le queda más remedio que reconocer al Buendía que está por venir, otro más a pesar en el suelo de la casa. 

Sin la vigilancia y cuidados de Úrsula, José Arcadio Buendía pierde la noción del tiempo y se levanta de la cabeza. Son necesarios una docena de hombres para reducirlo y atarlo al castaño del patio para que deje de destrozar el laboratorio, el taller y la casa. Cuando Úrsula y Amaranta regresan, lo encuentran en un estado de inocencia total, lo liberan de pies y manos y le hacen un chozo de palma, allí mismo al amparo del árbol, para protegerle de la intemperie.

El tiempo que te quede libre 
si te es posible, 
dedícalo a mí. 
A cambio de mi vida entera 
o lo que me queda 
y que te ofrezco yo.
José Ángel Espinosa/María Dolores Pradera



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



sábado, 6 de octubre de 2018

Cien años de soledad (3) Gabriel García Márquez. Brindar con el diablo.




"Y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas."

Cien años de soledad (3) 
Gabriel García Márquez 

La gente de Macondo celebra entusiasmada la reconquista de los recuerdos. José Arcadio Buendía y Melquiades sacan brillo a su antigua amistad. El patriarca gitano se queda en el pueblo, nada mejor que un pueblo que aún no conoce la muerte para quien la parca ha olvidado. Se establece en la casa de los Buendía, la casa de todos, la casa del pueblo. Aureliano le ofrece un espacio de su taller para que instale allí su disparatado laboratorio de daguerrotipia. De esa época data la única foto que se conserva de los Buendía, de todos menos de Úrsula que de ninguna manera quiso quedar plasmada para burla de los nietos. Aureliano se consagra al trabajo en el laboratorio con tanta dedicación que en poco tiempo gana más dinero que Úrsula con su producción de la deliciosa fauna de caramelo, pero tanto trabajo perjudica la berrea del joven: no se le conoce mujer, lo cual extraña en un hombre hecho y derecho. 

Francisco el Hombre, anciano de casi doscientos años de edad, “así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos,” brindó con el diablo a su salud, era una especie de CM de los pueblos de la ciénaga. Como los ciegos, se ganaba la vida cantando coplas de un lado a otro. Semejante a los pliegos de cordel o el más reciente intercambio de novelas del oeste en los quioscos que extendían las noticias y la literatura popular. A dos centavos la pieza añadía la letra de las noticias que la gente quería a sus composiciones musicales. Con su voz descordada y acompañado de un viejo acordeón desgranaba las canciones que llevaban las noticias de pueblo en pueblo. Úrsula se enteró de la muerte de su padre por este medio. 

Aureliano se dispone a abandonar la tienda de Catarino porque ese día ninguna noticia cantada por Francisco el Hombre interesa a la familia Buendía. Catarino aprovecha la ocasión para acercarse a los hombres y ponerle la mano donde no debe. La matrona invita a Aureliano a entrar con una mulata adolescente por veinte centavos y hacer el número sesenta y cuatro que pasa por el cuarto. La abuela la lleva de aquí para allá hasta que pague la casa que ardió por quedarse dormida con la vela encendida. Según sus cálculos aún le quedan unos diez años a setenta hombres la noche para saldar la deuda con la abuela. Aureliano no hace nada con ella y sale de allí después de pagar cuarenta centavos con “una necesidad irresistible de amarla y protegerla.” Cuando acude la mañana siguiente a cumplir sus deseos de salvamento y solidaridad, ella ya ha desaparecido.


Mientras Aureliano aprende el arte de la platería y enseña a Rebeca y Amaranta a leer y a escribir, Melquiades, fascinado por lo local, plasma en sus placas todo lo plasmable en Macondo, José Arcadio Buendía, un descolocado de la vida, intenta mediante una serie de exposiciones superpuestas registrar el daguerrotipo de Dios con el que obtendría la prueba definitiva de su existencia. Buena gana de andar con chiquitas.   Pero Dios no juega a los dados en la Tierra como afirmaba Einstein y el fracaso es de estruendo.


"Había estado en la muerte, en efecto, pero  había regresado porque no pudo soportar la soledad."


Rebeca y Amaranta son ya dos adolescentes hermosas. Sobre todo con el alivio del color de la ropa tras los tres años de luto riguroso por la muerte de la abuela. Úrsula trata de poner sentido común en esa casa extraña que se llena de gente y que ve que los hijos crecen y están a punto de casarse y multiplicar la casta de los Buendía. Se pone manos a la obra, al mando de un ejército de operarios para construir la casa más hospitalaria y fresca de toda la ciénaga. José Arcadio Buendía continúa con su intento de pillar desprevenida a la Divina Providencia en mitad de aquel cataclismo. 

La llegada a Macondo del corregidor, don Apolinar Moscoso, como delegado del gobierno, coincide con el final de las obras en la casa. Desbarata la convivencia que tanto cuesta tejer metiéndose con la gente, como todos los políticos que se encaraman al sillón con ínfulas. La primera orden que emite el incorregible es pintar de azul todas las casas del pueblo. Pero ahí estaba José Arcadio Buendía para enmendarle la plana; él quiere su casa nueva como la quiere Úrsula, blanca como una paloma. Le advierte que es bienvenido si viene en son de paz, como cualquier ciudadano del común, pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente a pintar las casas de azul, puede largarse por donde vino, en Macondo no se necesita corregidor porque no hay nada que corregir. Cuando le advierte que está armado y que cuenta con el respaldo poderoso del gobierno, lo coge por la solapa, lo zarandea y lo pone mirando a la ciénaga. A la semana siguiente reaparece con seis soldados armados, una carreta de bueyes y siete hijas. Los padres fundadores y los hijos varones se ofrecen a José Arcadio Buendía para expulsar a los forasteros invasores, pero él prefiere arreglarlo por las buenas y en su casa. Le autoriza a quedarse, pero no los soldados y siempre que cada cual pueda pintar la casa como le dé la gana como siempre ha sido en Macondo. Lazos de todos los colores y medidas para todos. El corregidor accede, firman la paz, pero siguen de enemigos. La guerra comienza fumando la pipa de la paz. Quien no queda en paz es Aureliano porque la imagen de Remedios, hija menor de Apolinar, le quema en algún lugar del corazón como una brasa homicida en el zapato.

La inauguración de la casa nueva –blanca como una paloma blanca- es un acontecimiento en Macondo. Úrsula trabajó en las reformas como un galeote. Manda traer lo mejor de lo mejor para amueblarla, sin reparar en costes, con la avidez de gastar por gastar de un nuevo rico. El artículo estrella es una pianola. La casa exportadora italiana manda por su cuenta a Pietro Crespi para que la instale, la afine y les enseñe a bailar los ritmos de moda. La pianola venía por partes, desarmada como los muebles de Ikea. Pietro Crespi se tira varias semanas enteras encerrado en la habitación con el instrumento hasta que lo hace funcionar. El automatismo del aparato fascina tanto a José Arcadio Buendía que intenta captar con la máquina aparatosa de Melquiades una placa de las manos invisibles que sacan melodías y armonías perfectas de la pianola. 

Las gráciles maneras de bailar de Pietro Crespi, sus formas de vestir y la fluidez con la que maneja los cubiertos a la mesa, intimidan a Rebeca y Amaranta, las mujercitas de la casa. Úrsula vigila los movimientos del italiano. José Arcadio Buendía no lo ve peligroso, “Es un marica”, Úrsula puede relajar la vigilancia. 


"Conversaba de otros hombres que no merecían el sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes."

José Arcadio Buendía destripa la pianola para descifrar su magia secreta. A dos días de la fiesta de inauguración la pianola es un revoltijo de clavijas y martinetes sobrantes esparcidos por el cuarto que a duras penas consigue componer para el día D. Cuando quitan la sábana que lo esconde, el fantasma desnudo se resfría, el mecanismo no funciona. Gracias a la antiquísima sabiduría de Melquiades, ya un viejo ángel de la guarda desmigajándose de decrepitud, y a que José Arcadio Buendía mueve por equivocación un mecanismo atascado, la música sale a borbotones sin orden ni concierto. No obstante el desconcierto, los descendientes de los veintiún padres fundadores de Macondo eluden los escollos y bailan hasta el amanecer. 

Irse Pietro Crespi, que había regresado a reparar la pianola, y llenarse la casa de ausencia y desamor es todo uno. Sobredosis del fuego sagrado que se rebosa. Rebeca vuelve a chuparse el dedo a escondidas y a comer tierra. A recuperar el gusto de los minerales primarios como las plantas y el castaño del patio que crece sin control. Pietro es el único hombre sobre la tierra que compensa el sacrificio de comer la cal de las paredes. A través de la tierra comida Pietro le trasmite el peso de la sangre dejándole “un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el corazón.” 



 Allons enfants de la patrie 
Maldito mayo de París 
Vendí en Portobello los clavos de mi cruz 
Brindé con el diablo a su salud
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.