viernes, 26 de octubre de 2018

Cien años de soledad (6) Gabriel García Márquez. Hombres que mandan.




"Pietro Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo consigo la prosperidad."

Cien años de soledad (6) 
Gabriel García Márquez 

La pasión desaforada que estalla entre José Arcadio y Rebeca atropella la razón, los lleva ante el altar de don Nicanor sólo tres días después del primer encuentro amoroso. Pasando por encima de la lealtad debida, la palabra dada, de la degradación que conlleva la endogamia y la descendencia disminuida como consecuencia de la consanguinidad. Úrsula condena el pecado entre hermanos; promete que no volverán a pisar su casa, como si hubieran muerto para ella. A Pietro Crespi que le vayan dando y si tanto le gusta la familia, puede pedir el sobrero; ahí le queda Amaranta sin usar. 

La pareja se va a vivir a una casa alquilada sin amueblar al lado del cementerio. Un alacrán pica a Rebeca en el pie la noche de boda, le adormece la lengua, pero no impide los gritos arrebatados de pasión sin abrir la boca, repetidos hasta ocho veces por noche y tres más a la hora de la siesta. Los vecinos ya temen que tantos gritos vayan a perturbar la soledad de los muertos. Aureliano es el único que se preocupa por la pareja cegada de deseo, hasta que José Arcadio aterriza y se pone a trabajar las tierras que lindan con la casa. 

En una casa amordazada por el luto, Úrsula no sabe qué pensar de la pedida de mano de Pietro Crespi a Amaranta. Para Aureliano no son horas de pensar en matrimonios, están en campaña electoral y suenan tambores de guerra. Su suegro le explica que los liberales son mala gente, partidaria de colgar a los curas, implantar el matrimonio civil y el divorcio, igualar los derechos de los hijos naturales y los legítimos y descuartizar el país en reinos de taifas. Por el contrario, los conservadores son gente de orden que defiende la autoridad, predicadores de la moral, misioneros de la fe de Cristo y dispuestos a mantener la unidad del país bajo una sola bandera. 

El día de las elecciones transcurre con normalidad. Aureliano y Apolinar vigilan para que nadie vote dos veces. Aureliano confiesa que si él fuera liberal, ese día habría ido a la guerra al ser testigo del pucherazo por la noche mientras juega con su suegro al dominó. Había en la urna tantas papeletas rojas como azules. Apolinar manda al sargento custodio que vacíe la urna, quite las papeletas rojas y la rellene con azules. Deja algunas rojas para evitar reclamaciones. Lo que realmente enfurece a la gente es que no devuelvan las escopetas de caza requisadas y los cuchillos de cocina decomisados para evitar altercados durante las elecciones. 




"El rigor del luto por la muerte de Remedios había sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la guerra"

Aureliano se pone en contacto con Alirio Noguera, un farsante homeópata, terrorista refugiado en Macondo y místico del atentado personal. Sostiene que en política lo único eficaz es la violencia. No le importa liquidar a los funcionarios del régimen con sus familias porque asesinar conservadores es un deber patriótico. Aureliano queda descartado como hombre de acción cuando le acusa de ser un matarife. La fiebre del liberalismo se extiende en Macondo con fuerza, no hay quien la apague. Ha prendido con brío en la escuela tutelada por Arcadio, ya un adolescente monumental. 

La guerra estalla a primeros de diciembre. Un pelotón con dos piezas de artillería entra en Macondo por la calle Mayor e impone el toque de queda. Fusilan a Alirio Noguera, descalabran a don Nicanor y matan a una mujer en plena calle. Aureliano organiza una operación descabellada. Junto a veintiún hijos varones de los padres fundadores desarman a la guarnición y fusilan al capitán y cuatro soldados; a continuación nombra a Arcadio jefe civil y militar de la plaza. Aureliano se nombra de golpe coronel y junto a su pequeño ejército de macondianos se echa al monte para unirse a las tropas revolucionarias de Victorio Medina. Salen al amanecer, sin tiempo siquiera de despedirse de sus mujeres. Se sabe cómo comienzan las guerras, no como acaban. 

Como buen perdedor Aureliano Buendía promueve treinta y dos alzamientos y los pierde todos. Son los focos insurreccionales de un hombre de acción que arriesga la vida, pero como juega a la chica, la puede perder por salvársela a los demás. Una guerra se declara para ganarla, si no la ganas, asumes que vas al talego como mal menor. Liga bien de semental, tiene diecisiete hijos con otras tantas mujeres distintas. Todos ellos malogrados por la guerra. A todos sobrevivió, se sobrepuso a emboscadas, fusilamientos y a envenenamientos con dosis capaces de matar a un caballo. Nunca permitió que le sacaran una foto. Lo único que recuerda su rebeldía es una placa envejecida en una calle de Macondo. La única herida que sufre es por accidente, después de firmar la paz. Muere de viejo. Bastante diferente a su sobrino Arcadio, hijo de su hermano José Arcadio, Maciste el coloso, y de Pilar Ternera, suministradora de hijos para el régimen, al que dejan en la retaguardia a salvo y bien protegido y se convierte en un cacique dictador que manda fusilar a los que faltan al respeto a la autoridad, obliga a llevar brazaletes rojos a todos los mayores de edad, prohíbe decir misa y tocar las campanas y aprieta los cepos a los presos. Cuando está a punto de dar la orden de fuego al pelotón que va a fusilar a Apolinar Moscoso, Ursula lo evita, se levanta como Agustina de Aragón contra la injusticia en un ataque de heroísmo, avergonzada de haber parido un fenómeno de circo. Lo destituye a latigazos y libera a los presos, como Espartaco

Úrsula toma el poder, restablece la misa de los domingos, suspende los brazaletes rojos, disuelve los partidos políticos, pero a cambio descubre la soledad del poder. Busca la compañía del marido atado al tronco del castaño, maldice la guerra que ha vaciado la casa, pero era como hablarle a un muerto. Decide soltarlo, el ya no se mueve del banquito, una fuerza superior lo mantiene amarrado al castaño. 




"Don Apolinar Moscote era otra vez una autoridad decorativa"

Pietro Crespi y Amaranta mantienen un noviazgo crepuscular, él acude todos los días al atardecer a la casa con una gardenia en el ojal. Le traduce sonetos de Petrarca mientras ella hace encaje de bolillos. Suspiran por las ciudades italianas antiguas “de cuya grandeza sólo quedaban los gatos entre los escombros.” Las urgencias del corazón de Pietro Crespi emergen con las lluvias aciagas de octubre. Le pide matrimonio a Amaranta y ésta lo rechaza con un garrotazo: “No seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo.” Pietro Crespi entra en un periodo de llanto y desesperación, recurre a todos los recursos de la súplica y la humillación, pero ninguno logra quebrantar la fortaleza de Amaranta. El dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano Bruno lo encuentra desangrado en la trastienda del negocio que ambos regentan con las muñecas abiertas. Úrsula dispone que se le vele en casa y  se le entierre al lado de Melquiades, a pesar de la oposición de don Nicolás a enterrarlo en tierra sagrada. Amaranta no le hace duelo, se encierra en casa. Se queda sin respirar hasta que cicatricen las úlceras del corazón. Para curar el arrepentimiento mete una mano en las brasas del fogón, una cura de burro. Una venda de gasa negra que llevará hasta la muerte es la única huella externa que le deja la tragedia. 

Úrsula comprende que a pesar de criar a Arcadio y a Rebeca sin privilegios ni discriminaciones por ser adoptados, lo empezó a perder desde que era niño, siempre solitario, solo se comunica con Visitación en su lengua. Únicamente Melquiades le echa el vistazo del gitano viejo, así que cuando un día en posesión del poder y enfrentado a la realidad de la vida adulta alguien en la tienda de Catarino le acusa de ser un lastre para el apellido Buendía no lo manda fusilar, algo que extraña a todos los acostumbrados a sus desafueros.

Yo sé que allí, 
 allí donde tu dices, 
no existen hombres que mandan, 
 porque no existen fantasmas 
 y amar es la flor 
 más perfecta que crece en tu jardín 
 en Albanta.
Luis Eduardo Aute




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

La pasión desordena el mundo, sus normas, el sentido común tradicional. La pasión, sin duda, tiene su propia forma de comprender las cosas. Pero luego viene la reacción de aquello que se ha roto. Ese es el núcleo de esta parte de la obra que tan bien comentas.

Paco Cuesta dijo...

Teniendo en cuenta circunstancias, lugar y tiempo, la consanguinidad debió ser algo "normal". La Iglesia no nos ha contado lo que pasó tras Adán y Eva.
Un abrazo