sábado, 29 de diciembre de 2018

Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Vicente Blasco Ibáñez. Grito de guerra.




"El valenciano Blasco Ibáñez es fuerte, enérgico, sencillo como un árbol, lleva como esencia de su tierra, y en el rostro el reflejo de un atávico rayo morisco"
Rubén Darío. 
Dibujo de Ramón Casas propiedad del Museo de Arte Moderno de Barcelona

Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Vicente Blasco Ibáñez

Enredarse en la búsqueda de algo sobre la biografía de Vicente Blasco Ibáñez es como ver una película de acción trepidante. Nada es de extrañar que los críticos de diversas épocas no se pongan de acuerdo y duden en el intento de clasificarlo en la historia de la política, el periodismo o la literatura española, porque de todo fue y de todo quiso ser el número uno, “el puto amo” que diría un castizo. A menudo se le ha catalogado como una especie en sí mismo, un ejemplar único que resiste etiquetas, quizás porque su cosmopolitismo casa mal con el retraimiento nacionalista de sus compañeros de generación, dolidos por la humillación de Cuba y el hundimiento de todos los barcos con honra ante el poderío emergente del imperialismo yanqui. De hecho ha permanecido el blanquismo como una forma de hacer política, como se habla del gilismo o del torerismo y el torismo en la fiesta de los toros en la que no se pone el sol.

 Vicente Blasco Ibáñez nace en Valencia en 1867 y muere en Menton (Francia) en 1928. Su paisano Joaquín Sorolla, pintor valenciano ilustre, desarrolla sus capacidades para plasmar la luz y la riqueza ornamental entre 1863 y 1923. Unamuno da el primer llanto en la calle Ronda del barrio de Las Siete Calles de Bilbao en 1864, Valle Inclán en 1866, Pio Baroja y Azorín no verán la niebla  hasta 1872 y 1873 respectivamente. Emile Zola tenía ya veintisiete años y Gustave Flauvert ya había escrito Madame Bovary (1856) y Salambó (1862), por citar dos de sus influencias y referentes reconocidos por él mismo. Nace en un momento de crisis, de grave inestabilidad política por la pugna entre liberales y conservadores y la tercera Guerra Carlista (1872-1876). Las lecturas de adolescencia le van perfilando su visión del mundo y de la sociedad del momento. Sus primeros relatos escritos en valenciano aparecen publicados en una revista local en 1883. Vicente Blasco Ibáñez se decanta en política por la democracia, el federalismo y la república. Vive y trabaja en Madrid durante parte de los años 1888-1890. Regresa a Valencia y ese mismo año tiene que huir a París por haber escrito algunos artículos encendidos contra Cánovas y por su activismo político contra el gobierno. En París sigue escribiendo, desde allí manda artículos más atemperados que revelan madurez y la fluidez creciente de su estilo y tono literario que continuará durante toda su carrera periodística.

De vuelta en Valencia, de regreso a los naranjales, funda el diario El Pueblo. Estamos en 1894 y el periódico dura hasta 1906. La vida de Blasco Ibáñez y su criatura van unidas, estos años coinciden con los años de mayor fecundidad literaria y periodística, también de compromiso político. Gracias al periódico es siete veces elegido diputado. Allí publica sus mejores novelas por entregas, como era costumbre en la época, durante los años de entre siglos: Amor y tartana, 1894; La barraca, 1898; Cañas y barro, 1905. El Pueblo es el trampolín que le abre horizontes a empresas de mayor calado. En él se refleja la pluma afilada de un luchador incansable, perseguidor implacable que se corresponde con ser perseguido y que le conduce a la cárcel varias veces por sus ideas enemigas de la monarquía que identifica con la opresión. Se confiesa revolucionario: “Soy un propagandista, un modesto sembrador de rebeldías contra lo existente, un enamorado de la revolución”. En 1909 viaja a América. En Buenos Aires es recibido como un héroe. Ahora sólo reciben así a los futbolistas que ganan copas. Desengañado de la inutilidad de los políticos, cansado de batallar, hastiado de los insultos, mentiras y ataques furibundos contra su persona se retira de la política.




La época aparece dañada por la pugna entre aliadófilos y germanófilos. El encontronazo se manifiesta en una lucha de propaganda que echa la culpa al otro de la carnicería de las trincheras donde se entierra una generación completa de jóvenes europeos, semilla que germina en los nacionalismos radicales y el comunismo más excluyente. La propaganda hace un trabajo de blanqueo que justifica la masacre de corazones inflamados de patriotismo. Blasco Ibáñez, conocido germanófobo, simplifica la complejidad del conflicto dividiendo de forma maniquea a los contendientes de la Primera Guerra Mundial en buenos y malos. En esencia, en sus reflexiones hay un victimario supremacista y víctimas humilladas, siempre se defiende mejor la idea desde el victimismo. La cuestión es que ellos lean lo que uno escribe, por eso huye de complejidades que hagan reflexionar, también es un arte saber crear literatura digerible, fácil de consumir. 

Escribir siempre es difícil, hacerlo y que además te lean es un milagro sólo al alcance de los elegidos. Blasco Ibáñez escribe Los cuatro jinetes del Apocalipsis en París con los alemanes a unas docenas de kilómetros de la ciudad en situación precaria, azotada por las penalidades de la guerra: frío, hambre, ausencia de servicios públicos esenciales dados por supuesto en tiempos de paz como la recogida de la basura o la limpieza de las calles. Todo para ganar la guerra y la banda sonora de una música monótona de cuatro pianos tocados por cuatro aprendices desde primeras horas de la mañana en su bloque de viviendas. Blasco vive en París durante toda la Primera Guerra Mundial. París es la retaguardia, pero está mucho más cerca del frente que otros que escriben de oídas desde sus lugares seguros, alejados de las bombas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis se publica en El Heraldo de Madrid a lo largo de 1916 sin mucho éxito. Ya había dejado de existir su portalillo tal como él lo concibió y le dio vida, El Pueblo. Ese mismo año comienza su éxito mundial en libro de papel.

Blasco Ibáñez demuestra que está bien armado intelectualmente, que conoce los fundamentos teóricos que justifican el militarismo de unos y otros. Refleja en Los cuatro jinetes sus conocimientos y lecturas sobre las corrientes intelectuales que preocupan como el marxismo, el darwinismo o el cristianismo; explora los diferentes campos y lo explica con habilidad para caracterizar a los personajes que hilvanan el relato, no sólo los personajes principales, también los secundarios de calado como el ruso Tchernoff o el español Argensola. En general los personajes hablan a quemarropa, los argumentos que defienden están cargados de sectarismo y carencia de inteligencia. Defienden sus tesis como una verdad revelada. Vendedores de pócimas milagrosas dispuestos a morir por la idea como héroes envilecidos y sobrepasados por los acontecimientos.

El autor usa la conocida estructura narrativa de contar el pasado hasta un punto, en este caso la cita del protagonista, Julio Desnoyers, con Margarita, para después avanzar la historia narrando el presente en guerra desde ese momento en adelante.




"No es una guerra como las otras; con enemigos leales: es una cacería de fieras..."
Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Alberto Durero.

Julio Desnoyers es un joven pintor argentino de veintisiete años (la edad en la que mueren los roqueros que dejan un bonito cadáver) que vive en París. Tiene una cita con Margarita a las cinco (en sombra) de la tarde en los jardines de la Capilla Expiatoria. Está recién llegado en barco de Buenos Aires y han pasado cinco meses desde la última vez que se vieron. París había pasado de “una primavera tímida y pálida, empezaba a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las ultimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos” a pertenecer al verano.

“Todo París habla de la posibilidad de la guerra”. Allí cuenta con la ayuda de su fiel escudero español Pepe Argensola, “mezcla de amigo y de parásito”. Él es optimista, las cosas se arreglarán como otras veces, la gente no es tan bestia como antes. “Las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto”, se dice a sí mismo para espantar el malaje de la guerra. Además, acaba de atravesar el océano en un barco de bandera alemana, veinte días de agua sin tregua. El barco es un ensayo sobre la concordia en un mundo pequeño, en escala reducida, en el que conviven sin matarse gentes y animales de variadas razas y nacionalidades. Incluso celebran el rito de la sagrada bandera el catorce de julio francés. Había que ver a los súbditos del káiser festejando la revolución, la guillotina de los monarcas y cantando La Marsellesa como  un coro de agradadores ingenuos.

Para que haya narración, tiene que haber alguien que narre la historia. En Los cuatro jinetes del Apocalipsis esta función la cumple un narrador en tercera persona sin complicaciones que recorre los distintos escenarios por los que transcurren los hechos protagonizados por tres generaciones de la familia Desnoyers. El autor narra la parte final de la novela, la guerra cruda, mediante un viaje del padre, Marcelo Desnoyers, al corazón de los acontecimientos bélicos durante la batalla del Marne, seguramente para compensar un poco la deserción de sus deberes patrióticos al tomar las de Villadiego en la guerra de 1870. La espeluznante narración de los horrores de la guerra es, a mí juicio, la parte más pedagógica de la historia. Los campos teñidos de sangre seca, la carne talada de las docenas de miles de soldados usados como carne de cañón por los señores de la guerra, señores feudales de horca y cuchillo dispuestos a cambiar la historia a bombazos pone a los lectores a reflexionar. Una historia de amor secundaria y sin final feliz se diluye en las trincheras embarradas de la Primera Guerra Mundial. 



 Un clarin se oye 
peligra la patria 
y al grito de guerra 
los hombres se matan 
cubriendo de sangre 
los campos de Francia
Carlos Gardel




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.




jueves, 13 de diciembre de 2018

Cien años de soledad (12). Gabriel García Márquez. Cuando te vas.





"Todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora"


Cien años de soledad (12) 
Gabriel García Márquez 

El matrimonio entre Aureliano Segundo y Fernanda del Carpio está a punto de naufragar a los dos meses de casarse. Cuando ella se entera de que él se ha hecho una foto con Petra Cotes vestida de reina de Madagascar, le entran los siete males de los celos, hace los baúles y se vuelve a la ciénaga. Aureliano Segundo tiene que prometerlo todo y abandonar a la concubina para que ella vuelva con el corazón herido y las maletas. Petra Cotes no muestra signos de preocupación porque él la abandone, ya volverá. Adopta la postura de una fiera en reposo. Conoce su fuerza porque ella lo hizo hombre, lo sacó del taller de Melquiades y lo moldeó a su gusto, como un ser vital y desabrochado, propenso a la juerga permanente y al despilfarro. Al calor de la parranda organizada por los amigotes la coronan soberana vitalicia de Madagascar. Ella experimenta el placer frío de la venganza consumada al tenerlo postrado a sus pies momentáneamente. Organiza un plan de espera sin desesperación; ante la resistencia masculina ella aparenta sumisión de pobre mujer abandonada, digna de lástima. 

Aureliano Segundo comprende pronto que Fernanda es una mujer perdida para el mundo; viene de una ciudad cerrada por cuyas calles aún traquetean las carrozas de los virreyes y el aire muere en los cipreses altos de los patios. No sale de su casa hasta los doce años cumplidos para entrar en el convento. Los padres venden hasta el colchón para pagar los gastos de una educación de reina durante ocho años seguidos. Cuando regresa de la burla del carnaval de Macondo, llora desconsoladamente encerrada en su cuarto hasta que Aureliano Segundo la encuentra, siguiendo el rastro del oficio de sus padres: tejedores de palmas fúnebres y su perfecta dicción del páramo, extraviado por desfiladeros de nieblas y laberintos de desilusión. El encuentro es para ella la fecha de su nacimiento; para él significa el principio y fin de la felicidad. 

Fernanda trae consigo un calendario con los días hábiles para el contacto sexual anotados. No pasan de cuarenta y dos al año una vez descontados los domingos, las fiestas de guardas, los primeros viernes, los sacrificios y los impedimentos cíclicos. A Aureliano le queda la esperanza de que el tiempo que todo lo cura, acabe por romper la alambrada hostil. No le permite el primer acercamiento hasta dos semanas después. En lugar de los pantalones de lona de velero que Úrsula había llevado al lecho nupcial, Fernanda, la mujer más bella de la tierra, se pone un camisón blanco, largo hasta los tobillos y mangas cerradas hasta los puños, “con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado a la altura del vientre”. Sólo con la fiebre de la reconciliación cede a los apremios varoniles, pero no consigue el reposo que Aureliano Segundo sueña cuando va a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios. 





"Se dolió de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el último vestigio del régimen conservador"


Aureliano Segundo admite que visita a Petra Cotes, pero sólo para que sigan pariendo los animales. Fernanda lo acepta, finge que no conoce la realidad, con la condición de que no muera en la cama de la otra. Así se asienta el trío, sin estorbarse, durante años y años. 

Amaranta se incomoda con Fernanda por la dicción perfecta, esmerada, el uso de eufemismos políticamente correctos, el odioso lenguaje inclusivo para todo. Ella le habla en jerigonza:  
-Esfetafa -decía- esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa mifierfedafa. Desde ese día se retiran el saludo y la palabra. 

Poco a poco Fernanda va cambiando las costumbres de la casa a pesar de la oposición de los Buendía. El acto cotidiano de la comida a la mesa adquiere la rigidez y solemnidad de una misa mayor. El rezo del rosario antes de cenar es obligatorio, liquida el negocio de los animalitos de caramelo, cierra las puertas de la casa siempre abiertas desde los años de la fundación y cambia el ramo de sibila y el pan candeal de la puerta por un nicho del Sagrado Corazón. Tan sólo permite al verso suelto de Aureliano Buendía, al que considera un animal apaciguado por los años, la costumbre de sentarse al atardecer a la puerta de la calle. 

Al primer hijo lo llaman José Arcadio y a la primera hija la bautizan Renata Remedios. Consideran al abuelo Fernando como un ser legendario que cada Navidad les envía un gran cajón de regalos que nunca son para jugar. Son los restos empaquetados del patrimonio familiar que poco a poco va trasladando el esplendor funerario, el cementerio familiar, de una casa a otra. El décimo envío es el último, cuando el pequeño José Arcadio está listo para ingresar en el seminario. En él viaja el cadáver del abuelo Fernando pestilente, ya mordido por los gusanos de la putrefacción e invadido por las moscas de los muertos. 

El gobierno organiza un acto para celebrar el tratado de paz de Neerlandia. Aureliano rechaza los honores porque el jubileo no puede ser más que una burla al coincidir con el carnaval. Lo único que quiere es que lo dejen con su paz de artesano humilde que fabrica pececillos de oro. Amenaza con pegarle el tiro que no le dio al presidente cuando debió hacerlo si aparece por Macondo, dolido porque hasta Gerineldo Márquez abandone por un rato su silla de paralítico y que intente convencerle de que aceptar la medalla de manos del presidente no debe ser tan malo. 




"Había pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último animal..." 

Admite una excepción, recibe en su taller a los diecisiete mozos que se reúnen con su padre atraídos por el ruido del jubileo, venidos desde todos los rincones del litoral. En los tres días que pernoctan en la casa causan trastornos de guerra: “Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para torearlo, mataron las gallinas a tiro, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud”. Hasta José Arcadio Segundo les organiza una tarde de peleas de gallos y Aureliano Buendía se divierte con sus locuras y les regala un pescadillo de oro al marcharse de vuelta a sus quehaceres, pues todos son buena gente, hábiles artesanos y hombres de su casa. 

Aureliano Segundo ofrece trabajo a todos los primos al ver las perspectivas de parranda ofrecidas por tanto mocerío junto. Aureliano Triste se queda. Monta una fábrica de hielo, el sueño cumplido de José Arcadio Buendía. Como es el Miércoles de Ceniza, todos quedan marcados como las reses con una cruz de ceniza indeleble en la frente. Ese día van a misa por acompañar a Amaranta, antes de desparramarse por los pueblos del litoral. 

Aureliano Triste descubre que Rebeca aún vive medio momificada en la vieja casona desvencijada de la Plaza Mayor. Descubre cómo se las gasta cuando al ir a preguntar por el alquiler lo recibe a punta de pistolón militar, defendiendo el privilegio de la soledad. Por febrero vuelven los dieciséis hijos aurelianos. Le restauran por las bravas la fachada, puertas y ventanas en medio día de trabajo de manera atolondrada, pero no les permite tocar el interior. Rebeca les paga con monedas retiradas hace tiempo de la circulación. Entonces comprenden hasta qué punto vive desvinculada del mundo. 

De la segunda visita de los dieciséis aurelianos a Macondo, se queda Aureliano Centeno, uno de los mayores, marcado por la viruela y dotado de un pavoroso poder destructor. Fernanda le compra vajilla de peltre para que no acabe con todos los platos de la casa. Trabaja como un burro sin conocimiento y en poco tiempo la producción de hielo inunda el mercado local. Aureliano Triste piensa en extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Aureliano Segundo le financia y se marcha a traer el ferrocarril mientras Aureliano Centeno diversifica el negocio del hielo e introduce la fabricación de helados. Aureliano Triste aparece el invierno siguiente en una máquina de tren lanzando alaridos y saludando con la mano a la muchedumbre que le recibe. El tren que tantas calamidades y nostalgias traería a Macondo


 When you leave 
There's cordite in the air 
A ringing in the stillness 
Smoke drifting up the stair
Mark Knopfler





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cien años de soledad (11). Gabriel García Márquez. El tiempo me va matando.




"Ya esto me lo sé de memoria. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio"


Cien años de soledad (11) 
Gabriel García Márquez 

José Arcadio Segundo detesta la guerra y las maniobras militares desde el día que ve la sonrisa triste y los ojos sorprendidos del fusilado al meterlo, medio vivo, en la caja de madera rellena de cal. La visión lo empuja a la iglesia. Entra de monaguillo, de ayuda de Petronio, el sacristán. Le echa una mano a tocar las campanas y ayudar a la misa del titular de la parroquia, don Antonio Isabel. Cuida también de los gallos de pelea del cura en el patio de la casa parroquial, para disgusto de Gerineldo Márquez que ve cómo el pequeño Buendía aprende oficios repudiados por los liberales. A Úrsula no le parece mal que se meta cura, ya es hora de que entre un poco de Dios en la casa de locos. 

Don Antonio Isabel le enseña el catecismo mientras afeita el pescuezo a los gallos. José Arcadio Segundo aprende los trucos de los galleros junto a las martingalas teológicas que confunden al diablo y al Dios de los altares. Dos días antes de la primera comunión lo confiesa con la ayuda de una lista larga de pecados, le sorprende que le pregunte si ha cometido actos impuros con los animales, sabedor de su afinidad con Petronio que hace sus cosas con las burras. Los martes por la tarde lo acompaña, a él y su banqueta, en la visita semanal a los jumentos. Se aficiona tanto que no se le ve por la tienda de Catarino en mucho tiempo. Úrsula no le deja tener los gallos en la casa, pero tiene a su disposición la de Pilar Ternera, la otra abuela, que se la deja con tal de tenerlo cerca. Pronto gana con los gallos suficiente dinero para aumentar la ganadería gallinácea y procurarse satisfacciones de hombre. 

Aureliano Segundo se enclaustra en el cuarto de Melquiades hasta que Petra Cotes, “una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor”, lo saca a empujones del ensimismamiento de los libros antiguos. Los dos gemelos comparten la mujer durante un tiempo. El trío comparte también la enfermedad de la mala vida que se pegan mutuamente y que curan por separado durante tres meses de sufrimientos secretos. 

Aureliano Segundo se convierte en un virtuoso del acordeón que le toca en una rifa amañada por Petra Cotes, la vendedora de los cupones. Los sonidos desafinados ocupan el patio de la casa, para disgusto de Úrsula que considera el acordeón un instrumento propio de mendigos herederos de Francisco el Hombre. Consigue el perdón de su hermano por compartir la mujer a escondidas, se casa con ella y están juntos hasta la muerte. 




"Nadie supo entonces en que momento empezó a tocar las campanas en la torre"

Cuando llega el primer hijo, Úrsula, ya centenaria y ciega de cataratas, se ofrece a cuidar al tataranieto. Hará de la criatura el hombre nuevo que regenere a la estirpe degradada. Si Dios le da vida suficiente, será Papa; lo alejará de las cuatro calamidades culpables de la decadencia de la familia: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de vida alegre y las empresas delirantes. 

Las celebraciones se hacen corrientes en la casa de los Buendía desde que Aureliano Segundo se hace cargo del hogar. Nada en la abundancia desde que se empareja con Petra Cotes. La mantiene de concubina con el consentimiento de Fernanda, convencido de las dotes mágicas que hace parir trillizos a las yeguas, poner dos huevos diarios a las gallinas y a los cerdos engordar del aire, sin gastar en comida. Su preocupación es gastar la riqueza acumulada y acompañar a Petra Cotes en el paseo entre los animales para que sucumban a la peste de la proliferación sin freno. 

Aureliano Segundo conoce a Petra Cotes por casualidad, como le ocurren todas las cosas extraordinarias de su larga vida. Forman una pareja frívola sin más preocupación que acostarse todas las noches y retozar hasta el amanecer. Se emboba tanto que sólo piensa en buscarse un trabajo que le permita mantenerla y “morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril”. Rechaza dedicarse a fabricar pescaditos de oro como el coronel Aureliano Buendía en su pacífica vejez; carece de la paciencia necesaria para convertir las monedas de oro que consigue con la venta en nuevos pececitos y así sucesivamente en un círculo vicioso de engarzar, incrustar láminas, montar, vender y vuelta a fundir sin conseguir beneficio, sin más recompensa que el trabajo de fabricar pececitos. 

Un día se da cuenta de que la gente de Macondo, harta ya de las rifas de conejos de Petra Cotes cuyo crecimiento incontrolado ha devenido en plaga, cambia los conejos por vacas que empiezan a parir trillizos y entra en un proceso de prosperidad delirante, llena de caballerizas, de pocilgas desbordadas y grandes extensiones de terreno y ganados. Como consecuencia, Macondo naufraga en un periodo de milagrosa bonanza económica. Las viejas casas de los fundadores fabricadas de barro y cañas son reemplazadas por casas de ladrillo, ventanas con persianas y pisos de cemento que hace más llevadero el calor del mediodía. 

José Arcadio Segundo lleva una existencia oscurecida, de bajo perfil, sin destacar en ningún cometido, ni siquiera como alborotador de gallera. No se le conoce mujer salvo la aventura precaria con Petra Cotes. Hasta que un día Aureliano Segundo le cuenta la historia fantástica del costillar carbonizado del galeón español encallado en el río. El galeón es una epifanía porque desde ese día se empecina en hacer el río navegable hasta Macondo. Vende los gallos, compra herramientas y recluta gente. Su hermano gemelo le financia la empresa descomunal de romper “las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, horadar montañas y nivelar cataratas. Al cabo de bastante tiempo aparece en una extraña balsa de troncos tirada desde las orillas por una veintena de hombres río arriba. Es la primera y última vez que una nave atraca en Macondo. Lo único ligeramente permanente que queda de aquella desventura, además de la llegada de Fernanda del Carpio, son las matronas francesas que alborotan con sus costumbres licenciosas a los varones del pueblo. La tienda de Catarino se vuelve vieja y cutre a ojos de la clientela. 





"Nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad"

La hermosura de Remedios, la bella, es legendaria, hasta los hombres menos piadosos, los que dicen misas sacrílegas en la tienda de Catarino, van a misa por contemplar su belleza aunque sólo sea un instante, pues Úrsula la obliga a taparse la cara con una mantilla negra. Los que lo consiguen, pierden el sueño de forma instantánea. 

Las páginas dedicadas a la descripción de Remedios, la bella, son otra pieza maestra de Gabriel García Márquez. Qué calidad de estructura narrativa, qué riqueza de crudeza léxica albergan estos párrafos que provocan la muerte por desamor junto a la ventana del comandante. El triunfo de la belleza sobrenatural, tema usual del Barroco, que tapa el retraso intelectual de la joven hasta los veinte años, no sólo en leer y escribir, hay que vestirla y lavarla hasta bien avanzada la pubertad. Expresión de la libertad natural, candidez pura, pureza excepcional. Naturaleza en estado de inocencia arbórea, como José Arcadio Buendía. Cómo su hermano Aureliano Segundo le recomienda al comandante que se olvide de ella, las Buendía hembras son peores que las mulas, entrañas de pedernal. La degradación del soldado hasta morir por ella y su corazón de mármol frío: “Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere”. 

La concentración exigida por la fabricación de pescaditos de oro avejenta a Aureliano Buendía más que todos los años de la guerra. Consciente de que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”, se desentiende de todos los asuntos de la guerra y la política. Sentadito en una piedra a esperar el paso de su entierro. No le inquieta ni el nombramiento de Remedios, la bella, como Reina del Carnaval, cuando en medio del jolgorio y explosión de alegría de la muchedumbre celebrando la belleza aparece una comparsa multitudinaria que acompaña a Fernanda del Carpio para proclamarla Reina de Madagascar. Aureliano Segundo equilibra las dos bellezas subiéndolas al mismo pedestal. El equilibrio se rompe al grito de ¡Viva el partido liberal! Unas descargas de fusilería ahogan el jolgorio y oscurecen los fuegos artificiales. La gente ve que los disparos salen de un escuadrón del ejército disfrazados de beduinos que acompañan a la reina, pero la verdad nunca se esclareció. Lo que queda en Macondo de aquella jornada es una fosa común con todos los cadáveres disfrazados de carnaval. Los dos hermanos gemelos ponen a salvo  a las dos reinas en medio de la confusión. Úrsula las cuida sin distingos. A los seis meses Aureliano Segundo la va a buscar donde vive con su familia y se casa con ella, las celebraciones duran veinte días.


El tiempo que va pasando, 
Como la vida, no vuelve más. 
El tiempo me va matando 
Y tu cariño será, será.
Jorge Cafrune



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.