domingo, 21 de abril de 2019

La saga/fuga de J.B. (43) Scherzo y fuga. Gonzalo Torrente Ballester. Otro tipo de amor.



"Tenemos que buscar el verdadero Cuerpo Santo. Está aquí, en esta esquina, tapado por esta piedra"

La saga/fuga de J.B. (43) 
Scherzo y fuga Capítulo 3 
Gonzalo Torrente Ballester 

Don Jacinto Barallobre y José Bastida se ayudan de pico y palanca para mover la losa del hueco en el que duermen el sueño eterno los restos de Santa Lilaila de Éfeso metidos en una caja de zinc. De la santa queda poco más que “una remota alusión a su forma corporal”, una grisura de cenizas y troncos de leña calcinados. Al pie del estuche funerario descansa el icono con el relato pintado del martirio de la muchacha a manos de los iconoclastas y la barca defendida de los ataques berberiscos por muros de lampreas. El misterio más insondable, el secreto mejor guardado de la esencia de Castroforte desvelado sin que se produzca un movimiento sísmico que rasgue las paredes de la cueva, ni un huracán vengador que borre del mapa a la ciudad de los dos ríos. 

No se le escapa a Barallobre que es la víspera de los Idus de marzo, la fecha de su fallecimiento prevista por los augures paganos. Como no quiere que le acusen de llevarse a la tumba el secreto de la santa, decide revelar a Clotilde cómo entrar y salir de la cueva, la única de la familia que le queda en el mundo. Suyos serán los beneficios que dejen los peregrinos cuando se sepa que las cenizas de Santa Lilaila han aparecido. Le queda además una renta mínima garantizada durante el resto de su vida a poco que salga en la prensa, medios de comunicación y primera página de Google en el siglo del prodigioso streaming en directo. Hasta puede que le salga un marido porque al parecer de Jacinto, Clotilde está aún de buen ver. Bajan las escaleras que parecen subir, entre paredes que tiemblan como cañaverales cuando les da el aire, voces premonitorias inaudibles y otras señales extrañas como los pechos rotos de la Venus de Milo y la cara de huevo quebrada de la Dama de Elche. El chorro de agua que mana de la entrepierna de la Venus Callipigia que la muchedumbre sedienta se lanza a beber como si se tratase de la Fuente de la Vida. Amén de otras señales premonitorias de estatuas sostenidas por pedernales carcomidos en cuyo hueco anidan los vermes que se trasmudan en falos de elefante o cuernos de Amaltea. Llegan a la sala de aspecto tétrico, con paredes de piedra desnuda porque no hay quien clave una punta en el granito duro. Un ara y dos sillas componen el mobiliario. Sentados en ellas hablan. Clotilde reparte pareceres: las cenizas le parecen asquerosas y el icono una mamarrachada, seguramente porque sus conocimientos sobre pintura bizantina sean más bien escasos. 

 En la soledad mística de la cueva, Barallobre le confiesa su dependencia: “Me hiciste la vida tan llevadera que hasta me ofreciste en la misma persona una madre, una hermana y un amante”. No es que Jacinto Barallobre esté en contra del incesto, a la vista está que la sociedad no se desmorona porque los padres se acuesten con las hijas y los hermanos se líen entre sí como ella admite. Jacinto la acusa de tramar con Bendaña la desaparición del libro de Góngora para que no pudiera entrar en Castroforte cuando las oposiciones. Ella se levanta de la silla dispuesta a armarle un escándalo a Jesualdo Bendaña delante de las Aguiar por el chivatazo. Jacinto se lo impide porque ante la inminencia de su muerte, “lo menos a que puede aspirar un moribundo es a llevarse consigo la verdad de su vida”. 


"De aquí a tu cuarto puede llegarme la muerte"

Las sospechas de que Jacinto y Clotilde no son hermanos se confirman cuando aquél descubre los retratos de su padre que Clotilde esconde, es su vivo retrato y ella no; seguramente ella sea hija del administrador, por eso su padre no la menciona en el testamento. Piensa que todo terminará cuando se case con Lilaila. Pero no, su carne le pertenece y eso le atormenta. Algo existe que le empuja a volver a Clotilde. Ella juega con ventaja; conoce los hechos desde siempre mientras que él sólo lo sabe desde el día anterior a través de uno de sus sueños reveladores, fundados en el Antiguo Testamento. Tuvo que dejar de creer para desembarazarse del sueño que le acusaba de acostarse con su hermana: el más tremendo pecado de los hombres. Ella también sufrió, fue víctima del amor, “como esas madres exclusivas que sólo saben manifestar su amor con una opresión servicial”. Su dedicación a la lingüística fue una liberación, por evitar esa ayuda atosigante porque ella no podía ayudarle al no saber francés ni alemán. Y ahora, una vez libre, siente revivir el deseo antiguo, la misma necesidad de ella que cuando llegaba de un viaje y la asaltaba para resarcirse de los días de ausencia. La quiere poseer sobre el mismo altar en el que la abuela engendró al padre. Las maniobras amorosas se desenvuelven entre el sí y el no y cuando ya ella está entregada como si hubiera un solo día para amar, la desprecia y le dice que se vista si no quiere pasar desnuda,“con el remangue encima de los huesos”, a la eternidad. 

Justo cuando va a tirar el cadáver a la fosa aparece la voz del narrador, la voz de la conciencia del coro de las tragedias griegas, para advertir que a la escena le falta consistencia. Barallobre le señala que “las pasiones son como granadas que, al estallar, desparraman los granos en todas direcciones”. La voz de Dios, de hondas resonancias bíblicas le insiste: “¿Por qué has matado a tu hermana?” Jacinto le contesta que estaba muerta desde el día que le tiró una plancha y falló, de eso hace ya diez años. Merece la muerte de un reptil por deshacer su noviazgo con Lilaila. El narrador le propone tachar y sustituir de los siglos lejanos de la máquina de escribir. Una lucha entre lo analógico y lo digital: tan fácil como un corta pega de los tiempos digitales. La gente tuerce el morro cuando huele en un libro el sesgo incestuoso de las relaciones. Un simple cambio de elementos narrativos y tenemos un relato distinto; hace que se pase de un incesto a un caso de amor exclusivo, tiránico. Como el que se da tantas veces entre muchas madres y hermanas. El narrador concluye que si en un texto no aparece la palabra incesto, nadie tiene derecho a una interpretación como tal. Propone la repetición de la escena de Clotilde en la cueva, en ella quedará retratada como una solterona virgen, una mujer normal algo rara. 

Entra de nuevo Clotilde en la sala de la cueva para repetir la escena después de arreglarse un poco y quitarse las huellas cárdenas del cuello. Las estatuas llenas de nidales de gallinas y huras de ratones le parecen horripilantes; las Venus desnudas, una porquería de solterones. Ya le gustaría a ella tener esos apolos con los atributos al aire. Pero se tiene que contentar con la Virgen del Perpetuo Socorro, para que luego digan que las mujeres imponen sus criterios. Clotilde se lleva una decepción al descubrir que el Santo Cuerpo no pasa de un montoncito de cenizas. ¡A ver cómo puede aquello desafiar la eternidad! Ahora comprenden cuando don Acisclo afirmaba que lo del Santo Cuerpo era una paparrucha, lo cual lleva a pensar, por analogía, que también el obispo Bermúdez y el Canónigo Balseyro sean un cuento chino. Sin embargo, fue Bastida el que sabía dónde estaba el Santo Cuerpo y lo sabía porque en alguna ocasión encarnó al Canónigo Balseyro y fue él mismo quien lo escondió. Por lo tanto fue también su abuelo el que engendró en Ifigenia a su padre en la cueva. 


"Quizá imaginara que el fuego de la pira que con tantos libros podía hacerse, llegaría al cielo como el humo de los holocaustos"

Clotilde le pide que no le recuerde la vergüenza de la familia, algo que no ha conseguido borrar durante toda su vida de decencia. Le ordena que al día siguiente le dé la cuenta a Bastida, no importa la mucha gramática que sepa. Como a las criadas: si no son de confianza, a la calle. Y sigue ordenando el cosmos. 

Durante poco rato porque cuando se agacha a mirar el cuadro, Jacinto le hunde el pico en el colodrillo. Acto seguido, intenta justificar el puntillazo certero haciéndose la víctima. Se declara sufridor de un acoso constante de ella que lo humillaba, comparándolo con la brillantez de Jesualdo. Le dice al narrador que matarla es excesivo; él la odia, pero no tanto como para escabecharla en la cueva. El intento de dulcificar  el castigo es inútil porque el odio sarraceno que le profesa le empuja a matarla. ¿Qué mejor momento que el día en el que puede morir? Morir matando es la venganza más completa. Morir después del crimen perfecto, una vez escondido el cuerpo del delito en el fondo del agujero donde se guardan las cenizas de Santo Cuerpo Iluminado.

If you want a lover 
I'll do anything you ask me to 
And if you want another kind of love 
I'll wear a mask for you 
If you want a partner, take my hand, or 
If you want to strike me down in anger 
Here I stand 
I'm your man
Leonard Cohen



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.




miércoles, 3 de abril de 2019

El color de los ángeles (y 3) Eva Díaz Pérez. Separar lo malo de lo bueno.




"El niño que pide un trozo de tarta a otros pícaros mientras lleva un cántaro a la fuente."

Dos golfillos y un negrito.  159 x 104 cm.
 Londres, Dulwich Picture Gallery. 


El color de los ángeles (y 3)
Eva Díaz Pérez

Los sevillanos celebran la beatificación de Fernando III el Santo un día de sol y moscas del mes de junio. Los caballeros maestrantes organizan corridas de toros y cañas en la plaza de San Francisco. Invitan a Murillo al palco de autoridades porque ha pintado el rostro del Rey Santo adivinando los rasgos del rostro por la momia reseca de siglos. El cuadro se convierte en un best seller, lo reproducen en estampas que el personal venera. Acude al espectáculo acompañado de Rodrigo con la intención de hacer acto de presencia y volverse a trabajar después de los primeros lances a la res. Allí se encuentra entre otros con el mercader flamenco Nicolás Omazur y con el canónigo Justino de Neve, mecenas y amigo, que le habla de un retrato y con quien se emplaza para comenzarlo sin dilación al día siguiente. El duque de la Florida le saluda efusivamente, personaje que cobra importancia de villano en la parte final de la novela, se completa así el amplio retrato de la sociedad sevillana del siglo XVII. El duque pertenece a la nobleza de más rancio linaje, no venida a menos porque se ha enriquecido en el comercio con Flandes.

La autora mueve los hilos narrativos con habilidad para contarnos cómo se conseguían encargos y se ganaban clientes sumergidos en la atmósfera de algarabía, entusiasmo o decepción de una corrida de toros y cañas. Es interesante la observación de los gustos del público a favor de los toreros a pie que se jugaban la vida cuerpo a cuerpo con el toro, en detrimento de los pomposos caballeros blindados que lidiaban a caballo y con rejones.

Juan es un esclavo singular, no lleva cadenas a la rastra, sabe leer, escribir y se distingue de los esclavos bozales, que apenas saben hablar, porque se expresa en castellano como un sevillano más. De lo conseguido con Rochela el Zurdo, trabajando en la picaresca, ahorra todo lo que puede para el día que su amo le conceda la carta de horro. Aspira a trabajar de criado para Rodrigo de Salazar cuando se independice del maestro Murillo. Por un lado está agradecido a Rochela el Zurdo porque consigue dinero fácil desplumando ricos incautos, pero por otro teme que su inclinación a hábitos sexuales torcidos pueda llevarlos al quemadero. Es un negocio peligroso y que mueve mucho dinero ya que está implicada gente principal. Tiene miedo a que lo pillen en algún renuncio o lo reconozcan por ser esclavo de Murillo.



"Era una anciana que representaba el invierno, pero una que no tenía que ver con las que había pintado en otras ocasiones, como la abuela que espulgaba a su nieto"

Vieja despiojando a un niño. 147 x 113 cm. 
Alte Pinakothek. Munich. 

Uno de los atractivos más destacables de la novela es la mezcla de tonos y estilos narrativos, junto a momentos de acción y de intriga semejante a una novela negra, hay paradas narrativas en las que la autora reflexiona sobre el arte de la pintura y su perduración en el tiempo. En efecto, cuando Murillo mejora un poco de lo suyo y puede bajar escaleras, se asoma al taller y a la cocina donde se le quitan las ganas de comer al ver a la esclava Juana que llora por su Juan. Se mira en el espejo que había regalado a Beatriz, el más lujoso que llegó en una galera de Venecia, se asusta un poco, allí ve reflejados los estragos de la edad. “Es un saco de huesos, un pellejo andante, un cuero viejo sin lustre, un odre vacío”. El paso del tiempo, la vida marcada en aquel rostro con arrugas y el miedo a mirarse por dentro. Será su tercer autorretrato, captará su propio fantasma para mirarse en el futuro.

Ya hemos visto que la novela tiene como escenario la ciudad de Sevilla. Se le puede considerar como un personaje más de la obra y no de los secundarios por el recorrido minucioso que la autora hace por todos los rincones. No podía faltar una descripción de la riqueza, representada por las casas en las que vive la nobleza clásica y la nueva clase aristocrática, proveniente de una burguesía enriquecida por la buena suerte en los negocios y el comercio con Flandes y ultramar. Eva Díaz Pérez nos la presenta en una visita que Murillo, acompañado de Rodrigo de Salazar, rinde al duque de la Florida. Poco se sospecha del lujo y esplendor interior al ver la austeridad de la fachada; de indudable influencia árabe son la sucesión de patios, jardines con cenadores, los templetes y las corrientes de agua constante procedente de los Caños de Carmona. Unos automatismos hidráulicos accionan las fuentes apagando las voces de la ciudad. Durante la fiesta se representan entremeses protagonizados por personajes ambiguos de dudosa moralidad para la época, pero que provocan carraspeos y carcajadas de complicidad en la audiencia. En este caso se presenta Juan Rana, famoso en la corte por divertir a los Austrias, el rey Felipe IV y su hijo Carlos. Murillo no se agota en el tópico de sus Inmaculadas como vamos viendo en esta novela.

Una visita del duque de la Florida al taller de Murillo desconcierta al maestro, al ayudante, a la criada y pone nervioso al esclavo Juan. El duque los sorprende por la hondura de sus comentarios sobre el arte de la pintura. El encargo de unos cuadros de ángeles disparan los sensores de las alarmas. Murillo considera que un cuadro sólo con ángeles es raro, resulta algo vacío, está acostumbrado a pintarlos como complemento de los cuadros religiosos, casi como orlas de sus lienzos. Que suenen los ángeles trompeteros.



"Moisés da de beber a su pueblo sediento gracias a la intercesión de Dios"

Moisés golpeando la roca de Horeb. 62,8 x 145,1 cm 
Hospital de la Caridad. Sevilla

La larga convalecencia da, además de resistir los dolores, para paseítos cortos por las dependencias de la casa y darle vueltas a la cabeza sobre asuntos del pasado. Recuerda la serie de ángeles pintados en aguada de tinta de bogallas guardados en el fondo de un baúl y los elogios vertidos por el duque erudito el día que fue a presentar los cuadros de santos para Marcela. Lo compara con los clásicos griegos, lo nombra Apeles sevillano, capaz de pintar seres divinos como simples mortales.

“En vuestros ángeles veo la belleza que duerme bajo la piel prohibida. ¡Qué hermosa carne la de los ángeles!”, le dice al maestro, poco consciente de la declaración de guerra que lleva implicita la frase. Murillo se niega a seguir pintando ángeles y anula el encargo. El duque se enoja y lo acusa de hipócrita y falso beato. Él no quiere más que besar los labios de los ángeles divinos. Desde entonces las aguadas descansan sin respirar en el fondo del baúl.

Lo que uno no quiere, ciento lo desea. Por trescientos ducados Rodrigo está dispuesto a pintar dónde, cuándo y lo que sea. Esa es la cantidad que le ofrece Juan, agente artístico, por acercarse a pintar al palacio del duque de la Florida. Recibe la oferta en el matadero de ganado donde ha ido a tomar nota del ambiente sórdido e irrespirable entre tripas, vísceras y desechos en el que trabajan los jiferos y atento a la suerte de los mozos en el toreo: apartan las reses recias para darle unos pases antes de pasar a manos de los matarifes. Juan y Rodrigo se presentan en los portalones del palacio del duque con los avíos de pintar cuando las campanas de San Marcos tocan a completas. El encargo consiste en pintar un mancebo afeminado de “delicado rostro lampiño, el cabello rubio y ensortijado, la piel blanquísima y el talle espigado”. Cuando Rodrigo ve la pluma del modelo, le dan ganas de salir corriendo, pero trescientos ducados y la promesa de más encargos le convencen de trabajar para esta gente principal que le gusta mirar. Al fin y al cabo él ya se ha definido como pintor de la Sevilla oscura.

Murillo decide cumplir con el encargo de Marcela a pesar del desencuentro con el marido. Ella acude a disculparse con el pintor e intiman un poco. Se cuentan cosas que rara vez han contado. Murillo la lleva por las iglesias y conventos donde cuelgan sus obras, se las explica y terminan en la iglesia de la Caridad en construcción, impulsada por Miguel Mañara, y donde tiene encargada una serie de lienzos sobre las obras cristianas de caridad.

Murillo vuelve a la iglesia de la Caridad cuando las obras están a punto de terminar. La iglesia es un puro contraste barroco entre el cielo poblado de ángeles de dos alas a punto de posarse en la tierra y el horror absoluto del pudridero de cuerpos agusanados después de la muerte en la silenciosa soledad de la cripta. Observamos de cerca los efectos de la competencia que estimula la creación de dos artistas sevillanos que en el fondo se admiran: Murillo y Valdés Leal. El mecenas capitalista es Miguel Mañara que ha cambiado la vida regalada que le corresponde de cuna por otra de mortificación en los frailes de la Caridad que se dedican a dar tierra a los despojos de los ahogados en el río y a los ajusticiados en los patíbulos. También recogen a los moribundos que agonizan en las calles para asistirlos en sus últimas horas en una enfermería que han habilitado en las antiguas atarazanas del puerto. Su presencia desprende santidad tras una vida disipada plagada de episodios pendencieros, adúltero aficionado al allanamiento de casas de virtud de doncellas hasta que un día ve desfilar su propio entierro como don Juan Tenorio.

El maestro pernocta en la celda contigua a la de Miguel Mañara, no pega ojo en toda la noche entre las disciplinas rigurosas que se aplica el santo y la obsesión por las pinturas de Valdés Leal, “maldito pintor del demonio”.




"Habéis pintado la Sagrada Cena y el pan ha dejado de ser pan de los apóstoles"

Sagrada Cena. 265 x 265 cm. 
Iglesia de Santa Maria la Blanca. Sevilla.

Rodrigo es especialista en pintar los ángeles del maestro. Luego pasa a la clandestinidad por miedo a que Murillo o alguien ajeno al negocio descubra sus mancebos galantes y angelitos de carnes mullidas. Juan entra de hoz y coz en el negocio turbio de Rochela el Zurdo porque le llena la faltriquera de maravedíes con poco esfuerzo.

Murillo se extraña de que Rodrigo no lo haya visitado en varios días, así que de paso para la fuente de la feria pasa por su obrador cerrado a cal y canto. No le da mayor importancia, piensa que estará enredado en el vicio de unos ojos de gata, como los gatos que desaparecen semanas enteras y aterrizan transidos, medio muertos. Sigue su paseo hasta la fuente de la feria para observar escenas de gente que bebe sedienta. Su objetivo es plasmar la contemplación en el cuadro de la peña de Horeb, fiel a su estilo de trasladar escenas cotidianas de la ciudad a sus cuadros de tema bíblico.

La novela se precipita hacia el desenlace final en capítulos breves que le dan vivacidad. Los corchetes aparecen por casa de Murillo preguntando por Juan de Santiago y Rodrigo de Salazar, acusados de un delito terrible. Han desaparecido sembrando inquietud en los de casa y dando motivos de cotilleo al implacable vecindario fisgón. Queman a Rochela y dos mozos doncellos en el campo de Tablada. Detienen a Juan en los cañaverales de Isla Mayor. Lo condenan a cien azotes de castigo; de verdad, no los de mosqueo de Sancho. Murillo le concede la libertad con la condición de que abandone Sevilla para siempre. Los duques desaparecen de Sevilla en vista de que la muchedumbre los busca para darles el merecido que su pecado nefando merece. Rodrigo se esfuma, nadie sabe nada de él. Lo encuentran ahogado en el río el día que inauguran la iglesia de la Caridad. Miguel Mañara se niega a enterrarlo en sagrado porque sospecha que ha cometido el peor de los pecados: “Se ha borrado a sí mismo, incapaz de soportar la vergüenza” de haber colaborado en la difusión del pecado. Mientras tanto la vida sigue en la ciudad, expectante por ver el ganador del derbi local entre Murillo y Valdés Leal, un Sevilla Betis del arte de la pintura

Los pasos cansados y temblorosos de anciano enfermo le llevan a la iglesia a rezar y servir a los pobres, a semejanza de Miguel Mañara, el primer día que sale de casa. Luego, si puede, quiere despedirse de sus cuadros, pero ya no tiene tiempo. Un perro que se espanta de un carruaje que va deprisa le golpea entre las piernas y cae. Un sudor frío se le apodera y entra en la nube negra entre dolores por la hernia agangrenada y el silencio. Él es el pintor del silencio que puebla sus obras, más difícil de captar que el ruido o el sonido. Nacer para perder o para disfrutar del silencio en un mundo en obras o ruido permanente. 

 Me hablas del ser humano, 
de Mr. Hyde y Dr. Jekyll cuerpo a cuerpo, 
dando paso a la ciencia 
capaz de separar lo malo de lo bueno; 
casi como los dioses 
que en él se miran como si fuera un espejo... 
pero a veces los mata 
y acaba convirtiendo el cielo en un infierno.
Luis Eduardo Aute



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.