lunes, 28 de enero de 2019

Cien años de soledad (16) Gabriel García Márquez. Prado mortal.






"En el cuarto de Melquiades, protegido por la luz sobrenatural, por el ruido de la lluvia, por la sensación de ser invisible, encontró el reposo que no tuvo un solo instante de su vida anterior"

Cien años de soledad (16) 
Gabriel García Márquez 

Cuando una monja deja en la casa al bebe Aureliano metido en una cestita como si fuera un regalo, ya se vislumbran los acontecimientos que habrán de dar el golpe mortal a Macondo. A Fernanda le entran ganas de ahogar a la criatura y ahorcar a la mensajera, pero al final prefiere esperar con paciencia a la providencia, a que la infinita bondad de Dios la libere del estorbo. El niño es como el regreso de una vergüenza que Fernanda ya creía haber desterrado cuando ingresó a Meme en el mismo convento en el que ella se había preparado para ser la reina del carnaval, en “la ciudad lúgubre en cuyos vericuetos de piedra resonaban los bronces funerarios de treinta y dos iglesias”. Fernanda soporta el oprobio del nieto no deseado toda la vida. Lo encierra en el taller de Aureliano Buendía y les dice a los de casa que lo ha recogido flotando en una cestita. Aureliano Segundo no descubre la existencia del nieto hasta que cumple tres años, cuando ve por casualidad a un ser fenomenal completamente desnudo, con un sexo de moco de pavo, greñas enmarañadas, más antropoide que humano. 

La acusada conflictividad pública tapa el escándalo privado, nadie vuelve a acordarse de salvar a la princesa. Meme muere de vieja en el convento, muda, sin volver a articular palabra, pensando en el aroma a aceite de mecánico y las mariposas amarillas que presentían a Mauricio Babilonio. 

Fernanda tiene una premonición, huele en el aire enrarecido del tren de vuelta a Macondo que algo grave va a ocurrir. Los vagones están tomados por policías armados y pasajeros en tensión. José Arcadio Segundo, el Buendía tapado, el gallero que remató a los gallos, el marcado por la sarna del banano y que había fracasado en la empresa de navegación, abandona el puesto de capataz y ahora es un sindicalista anarquista que llama a la huelga. Piden que la compañía respete el descanso dominical de toda la vida; se niegan a cortar y embarcar bananos el domingo. Apoyados por el clero, triunfan en sus demandas, pero más pronto que tarde es señalado como agente de una conspiración internacional (el contubernio judeo masónico exterior que atormenta a los dictadores). Sufre un atentado del que sale indemne de milagro y entra en la clandestinidad. Úrsula percibe en sus tinieblas la misma atmósfera enrarecida de aire espeso que impregnaba los tiempos de la guerra de Aureliano Buendía. 




"La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura" 

La tensión social estalla al año de llegar Aureliano en una canastilla. Los dirigentes sindicales salen de la clandestinidad un fin de semana y promueven manifestaciones en los pueblos bananeros. Protestan por la vivienda, la sanidad, las condiciones de trabajo y los vales con los que les pagan y que sólo pueden cambiar por jamón de Virginia en los economatos de la compañía. José Arcadio Segundo denuncia que así financian los barcos bananeros al no volver de vacío desde Nueva Orleans. El lunes por la noche los sacan de las casas arrastrando grillos de cinco quilos. Los liberan a los tres meses porque el gobierno y la compañía bananera no se ponen de acuerdo en el pago de los gastos de manutención de los presos. 

Ante la persistencia de las protestas míster Brown y los dirigentes de la compañía bananera desaparecen de Macondo. Los abogados se las arreglan para demostrar que los acuerdos firmados entre las partes son falsos. Según ellos, míster Brown muere atropellado en Chicago por un camión de bomberos. Mediante argucias judiciales convencen al tribunal de que los trabajadores no existen, que la compañía sólo contrata obreros con carácter temporal. 

La huelga grande estalla. No hay quien cultive la tierra, la fruta se echa a perder en los árboles. Los trenes se aparcan en las estaciones y los obreros ociosos desbordan los bares de los pueblos bananeros. El ejército llega para hacerse cargo de la situación. José Arcadio Segundo ve pasar a tres regimientos desde el hotel de Jacob. Tiene el presentimiento de que está jugando la última partida de billar. Los hombres de obediencia ciega y sentido del honor, “pequeños, macizos, brutos”, recogen la fruta y movilizan los trenes. Al tiempo que acaba la partida de billar presiente la tragedia como la presintió aquel día que Gerineldo Márquez lo llevó a ver la sonrisa fría de los fusilados. Los obreros se echan al monte con machetes, incendian los campos y los economatos. Los trenes se abren paso entre el vómito de fuego de las ametralladoras. Las acequias se visten de sangre. Más de tres mil, trabajadores con sus mujeres e hijos, se reúnen en Macondo respondiendo a la llamada del gobierno que manda al jefe civil y militar a mediar en la guerra civil. José Arcadio Segundo escucha la lectura de un decreto que los declara “cuadrilla de malhechores y facultaba para matarlos a bala” con un niño acabalgado en la nuca. Un capitán da a la muchedumbre cinco minutos para retirarse. A las cuatro José Arcadio Segundo grita con rabia por primera vez en su vida: “¡Cabrones! Les regalamos el minuto que falta”. El capitán ordena disparar sobre la multitud compacta a catorce nidos de ametralladoras. Les disparan desde todas las bocacalles cortándoles la retirada. “Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla”. 




"-Lo mismo que Aureliano -exclamó Úrsula-. Es como si el mundo estuviera dando vueltas".


José Arcadio Segundo despierta boca arriba con la mirada nublada por la tiniebla, acostado sobre montones de cadáveres en un tren interminable, doscientos vagones de muerte se deslizan en la oscuridad a velocidad nocturna. Salta al vacío en mitad de un aguacero torrencial. Empapado hasta los huesos desanda el camino del macabro tren de la muerte. Azotado por la lluvia, tarda tres horas en divisar las primeras casas de Macondo al amanecer. 

“Aquí no ha habido muertos. Desde los tiempos de tu tío, no ha pasado nada en Macondo” le dice una mujer que le ofrece su casa para secarse y le prepara una taza de café caliente sin azúcar. Ni rastro de la masacre de la estación. El aguacero ha borrado la huella de la sangre derramada sobre la arena. Las campanas tocan a misa primera en un pueblo sin vestigios de vida interior. En casa tampoco se creen “la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar”. La propaganda machacaba la versión oficial mil veces repetida: “No hubo muertos en Macondo”. Los trabajadores vuelven a sus casas en paz, no hay trabajo hasta que la lluvia amaine; los soldados,  acuartelados y ayudando en las inundaciones. Las sacas nocturnas y eliminación de los dirigentes es un sueño de la gente. Macondo es un pueblo feliz, proclama la versión oficial. 

José Arcadio Segundo, el único sindicalista superviviente, se encierra en la habitación de Melquiades. La noche que lo van a buscar, el oficial al mando registra la casa minuciosamente; lo mira, pero no lo ve. Se vuelve invisible, protegido por una luz sobrenatural y el ruido incesante de la lluvia que se convierte en una forma nueva de silencio. Su temor es que lo entierren vivo. Santa Sofía de la Piedad le promete luchar para estar viva el día que él muera y asegurarse de que lo entierran bien muerto. 

A los seis meses se van los militares y Aureliano Segundo abre la puerta de la habitación esclarecida de Melquiades para tener alguien con quien hablar y es agredido por el olor pestilente de las bacinillas extendidas por el suelo y varias veces ocupadas por los desechos de una especie de antropoide, casi humano. Descubre a José Arcadio Segundo, hecho resplandor, leyendo los pergaminos ininteligibles de Melquiades, atado al destino irreparable de Aureliano Buendía. 

“Eran más de tres mil”, lo único que los ojos desorbitados de miedo pueden articular.

"Canción de la muerte pequeña"
Prado mortal de lunas 
y sangre bajo tierra. 
Prado de sangre vieja. 

Luz de ayer y mañana. 
Cielo mortal de hierba. 
Luz y noche de arena.
Federico García Lorca/Miguel Poveda



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



martes, 22 de enero de 2019

Cien años de soledad (15) Gabriel García Márquez. Penetrante acero.




"Se hablaba en susurros, se comía en silencio, se rezaba el rosario tres veces al día"


Cien años de soledad (15) 
Gabriel García Márquez 

Fernanda de Carpio impone un estado de luto riguroso a la muerte de Aureliano Buendía junto al venerable castaño del patio. El coronel busca la querencia para morir, como un toro  herido de muerte por los aceros. De la muerte del coronel y del duelo severo que sigue brota Amaranta Úrsula, una nueva criatura para el mundo y renuevo para la estirpe de los Buendía, gracias al acercamiento de Aureliano Segundo y Fernanda durante las últimas vacaciones escolares de Meme. Fernanda, siempre dispuesta a decidir por los demás, decreta el final del duelo el día que Meme obtiene el diploma de concertista de clavicordio dando un concierto sobre temas populares del siglo XVII. 

El carácter autoritario, casi levítico de Fernanda impone respeto por su implacable marcialidad. Meme ha logrado la excelencia en el toque del clavicordio más por evitar el encontronazo con su madre que por una vocación definida. Considera que el diploma la libera de la exigencia extrema de un instrumento considerado un fósil de museo. Pero no es así porque Fernanda, orgullosa de las habilidades de su hija, la hace tocar para todo invitado capaz de apreciar la música. Sólo con el luto por Amaranta puede abandonar la disciplina del aparato musical y dedicarse a la felicidad que para ella son las fiestas ruidosas, herencia de su padre. Una borrachera de Meme y el posterior estado de postración impuesto por las medidas correctoras de Fernanda y el médico, despiertan el instinto protector de su padre. Así nace la creciente camaradería de padre e hija, él consagra las mejores horas a estar con ella y eso le restituye la jovialidad que se le ha agriado con el aumento de peso desmesurado que ya le impide atarse los cordones de los zapatos. 

Meme no es bella, pero es simpática y cae bien. Su padre la colma de regalos y la asignación abundante llena la habitación de artículos de belleza que a Fernanda se le asemeja al cuarto de las matronas francesas. La promesa de que nunca la llevará a casa de Petra Cotes, la amansa. Un recelo inútil porque la concubina no quiere ver a Meme ni en pintura, celosa de los cuidados que su padre le brinda. Meme retoma el sacrificio diario de dos horas de clavicordio a la hora de la siesta a sabiendas de que esa es la forma de que su madre afloje el control disciplinario. Quid pro quo, así paga su libertad creciente. Más ahora que Fernanda tiene que dedicar más tiempo a Amaranta Úrsula, la niña pequeña. 




"Se había enterado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias"

La amistad de Meme con tres jóvenes norteamericanas es motivo de polémica en la casa. Mientras que a su madre le parece fatal que franquee la malla electrificada del gallinero para trabar amistad con gringas, su tatarabuela Úrsula no ve nada reprochable siempre que no se convierta a la religión protestante. Ella capta el mensaje y desde ese día madruga más para asistir a misa primera. Fiel a su idea de dar para después recibir. La libertad no se genera por combustión espontánea. El clavicordio trae la paz doméstica el día que los yanquis la invitan a tocar y quedan entusiasmados del concierto. Fernanda derrite el hielo de las relaciones frías con los forasteros, orgullosa de mostrar las habilidades de su hija. 

En vista de que Meme se va desenredando en inglés, Aureliano Segundo le compra una enciclopedia británica de seis tomos. Ella dedica el tiempo que le queda libre a leer en lugar de comadreos de enamorados o encierros con los amigos. Aureliano Segundo le dedica más tiempo otra vez a Petra Cotes y vuelve a desenfundar el viejo acordeón a pesar de que el cuerpo ya no está para parrandas. Amaranta sigue bordando su mortaja y Fernanda consolida la autoridad, necesita una operación telepática de un tumor que oculta en las cartas a José Arcadio y a los médicos invisibles. La historia camina en círculos y una y otra vez vemos la introducción de elementos sobrenaturales de forma natural, nada forzada. 

La muerte de Amaranta rompe la cansada rutina doméstica. Ninguna de las generaciones de Buendías había conseguido abrir la lata hermética de sus pensamientos desde que el rechazo a Gerineldo Márquez secara el pozo de las lágrimas para siempre. Ni el exterminio de los Aurelianos ni la muerte de Aureliano Buendía fueron capaces de arrancarle una lágrima. A decir de Úrsula su catolicismo es “un ritual de la muerte o un prospecto de convencionalismos funerarios, nada que ver con la vida”. Amaranta sólo le pide a Dios morir después que Rebeca, para que ella le prepare unos funerales espléndidos y le dé a los gusanos un cadáver hermoso. Algo logra de la parca, consigue que le diga que morirá al anochecer del mismo día que termine de bordar la mortaja. Conocida la fecha con antelación, se dispone a alargar todo lo posible la tarea. Emplea cuatro años en tejer el propio lienzo. En vista de que ya no puede alargar más el bordado y de que Rebeca sigue entera, se apresura y da la última puntada al bordado más bello el cuatro de febrero. Amaranta presta un último servicio a la humanidad aún viva, se hace cartera; cree que llevando cartas a los muertos puede reparar un poco una vida de mezquindad. A las tres de la tarde la casa estalla de gente con las cartas escritas a los seres queridos que les han precedido en la gran marcha definitiva. Los que no han tenido tiempo de escribir le dejan recados de viva voz que ella anota para que no se le olviden. A las cuatro, Úrsula consigue echar de casa a los intrusos, temerosa de que la vayan a enterrar viva para que las cartas lleguen antes a su destino. 



"Vinieron luego el luto prolongado y el encierro obligatorio, y se separaron por un tiempo"

Para entonces, los carpinteros ya han fabricado un ataúd a medida y Amaranta ha repartido sus cosas entre los pobres. Aureliano Segundo y Meme le prometen celebrar una parranda de resurrección al sábado siguiente. A las cinco, aparece el padre Antonio Isabel con el viático que recibe sin confesión porque ella no la precisa, tiene la conciencia limpia. “Amaranta se va de este mundo como vino”, virgen como una vieja doncella, proclama Úrsula que la atiende en los últimos momentos cuando le pide un espejo para verse por primera vez los estragos del tiempo en su cara después de cuarenta años. Empezaba a oscurecer en la habitación. Amaranta se va sin despedirse de Fernanda porque ya no merece la pena el gesto de la reconciliación, desaparece del mundo de los vivos sin desprenderse de la venda negra de la mano y envuelta en la mortaja mejor bordada del mundo. 

Después de los nueve días por Amaranta, Úrsula se postra en cama. Construye un mundo pequeño al alcance de la mano. Santa Sofía de la Piedad la cuida. Con tanto tiempo libre y tanto silencio interior enseña a leer a Amaranta Úrsula y se da cuenta de que Meme tiene algo que esconder. Fernanda la descubre besándose con Mauricio Babilonio en un cine. Acto seguido, la saca del salón y la encierra con llave en el cuarto. Al día siguiente Mauricio va a verla y a Fernanda no le gusta porque sus “manos percudidas y las uñas astilladas por el trabajo rudo” delatan su condición de menestral y además tiene la piel marcada por la sarna de la compañía bananera. 

En efecto, Mauricio trabaja de mecánico en los talleres de la compañía bananera. Meme lo conoce un día que les hace de chófer a Patricia Brown y a ella. Le llama la atención su belleza varonil y su altivez. Él la sigue por los cines y conciertos, su relación no pasa de un saludo y ya sueña que él la salva en un naufragio. Desde el día que siente el sudor frío de las manos al saludarlo, no para hasta que Patricia y el pelirrojo norteamericano la llevan a conocer los nuevos modelos de coches donde trabaja Mauricio. La altivez de su porte la achicharra, lo cual la desespera porque le hace perder el control de la situación. Las mariposas amarillas preceden la aparición del hombre oloroso a taller y a aceite de motor. Se vuelve loca, por él pierde el sueño, el apetito y el sombrero. “La primera vez que se vieron a solas, en los prados desiertos detrás del taller de mecánica, él la arrastró sin misericordia a un estado animal que la dejó extenuada”. 

Meme tiembla por el futuro incierto, le pide a Pilar Ternera que le eche las cartas. La pitonisa le pronostica que su mal de amor sólo se cura en la cama, así que le ofrece su vieja cama de lienzo en la que ella había engendrado a Arcadio y a Aureliano José. Le enseña también cómo prevenir concepciones indeseadas a través de la vaporización de cataplasmas de mostaza. Tan pronto como puede escapar del luto de la casa, se entrega sin pudor ni formalismos a Mauricio. “Se amaron dos veces por semanas durante más de tres meses”. Durante el castigo impuesto por Fernanda cuando fue descubierta en el cine, a Úrsula le resulta sospechoso que Meme se bañe por la tarde y no por la mañana como todos los demás. Las mariposas amarillas invaden la habitación y Fernanda las fumiga con insecticida porque espesan el aire hasta no poder respirar. Fernanda pide al alcalde que vigile el traspatio porque sospecha que entran a robarle las gallinas. Esa misma noche mientras Meme espera “desnuda y temblando de amor, entre los alacranes y las mariposas”, Mauricio recibe un balazo en la columna vertebral que le deja postrado en la cama el resto de su vida. Muere de viejo en soledad, atormentado por las mariposas amarillas y repudiado como un vulgar ladrón de gallinas.

Tú nunca entenderás lo que te quiero 
porque duermes en mí y estás dormido. 
Yo te oculto llorando, perseguido 
por una voz de penetrante acero. 

Norma que agita igual carne o lucero 
traspasa ya mi pecho dolorido 
y las turbias palabras han mordido 
las alas de tu espíritu severo.
Federico García Lorca/ Miguel Poveda


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


martes, 15 de enero de 2019

Cien años de soledad (14) Gabriel García Márquez. Soy naturaleza.







"Le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar"


Cien años de soledad (14) 
Gabriel García Márquez 

La educación exige consenso entre las partes, la tarea de enseñar al que no sabe es ardua y está llena de incertidumbre. Eso le pasa a Úrsula en su cometido de educar a José Arcadio para Sumo Pontífice. Le asaltan las dudas de la eficacia de su método educativo a pesar de su dedicación sin tregua a la formación papal del tataranieto. Le echa la culpa de sus dudas a la mala calidad de los tiempos modernos. Ahora el tiempo vuela, se le escapa de las manos cuando antes pasaban muchas cosas en la lentitud de las horas. Le molesta dejar las cosas a medias, ahora que ha perdido la cuenta de los años y que estorba en todos los lados de la casa debido a unas cataratas que la tienen sumida en la más profunda oscuridad. 

Remedios -Meme la llaman- hermana menor de José Arcadio, llega casi al mismo tiempo a la edad de mandarla a las monjas para que le enseñen a tocar el clavicordio cuyas notas sustituyen a las de la pianola en la banda sonora de la casa. 

Perdido el sentido de la vista en la sombra de las cataratas, aguza los cuatro sentidos restantes para paliar los efectos de la discapacidad. Aprende a calcular la distancia de las cosas y las voces aguzando el oído. Los olores se definen en la tiniebla con una fuerza salvadora. Llega a distinguir los colores por la textura al tacto. Se las arregla para que la crianza de José Arcadio la ayude con los colores de los vestidos de los santos. 

La soledad de la decrepitud es clarividente para la memoria, Úrsula recapitula los acontecimientos de la casa desde la fundación. Sus pensamientos concluyen en la certeza de que Aureliano Buendía es un hombre incapacitado para el amor que nunca ha querido a nadie, todas las victorias y derrotas de su vida han sido guiadas por la soberbia. Ella lo sabe desde que lo oyó llorar en su vientre, el llanto de los no nacidos en el vientre de la madre significa incapacidad para el amor. Amaranta, en cambio, es la mujer más tierna que nunca haya existido, la dureza de su corazón se debe a "una lucha a muerte entre un amor sin medida y una cobardía invencible”. Y Rebeca enrocada en sí misma, a la que nunca amamantó, atesora la valentía que siempre quiso para su descendencia. 




"Era un recuerdo incierto, enteramente desprovisto de enseñanzas o nostalgias"

Todas estas cosas y otras más recuerda mientras prepara la maleta de José Arcadio, los cambios de mentalidad de los jóvenes que la rodean, cómo Fernanda reclama las sábanas de bramante que Remedios, la bella, se ha llevado asunta al cielo o cómo Aureliano Segundo llena la casa otra vez de borrachos cuando los cadáveres de los Aurelianos están aún calientes, como si los muertos fueran perros y no cristianos. Definitivamente la casa se va por el sumidero de la perdición. Úrsula duda entre echarse de una vez en la sepultura y que le echen la tierra encima o permitirse el instante de rebeldía que nunca tuvo y “Cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad”. 

Cuando José Arcadio y Meme se van a estudiar es como si sacaran un ataúd de la casa. Amaranta comienza a tejer su propia mortaja y Úrsula se ve relegada a las tinieblas. La antigua rutina no se recupera hasta que la compañía bananera no se va de Macondo años después. Fernanda se hace con el mando de la casa, la gobierna de una manera severa y autoritaria. La vara de medir amigos y enemigos es la compañía bananera. José Arcadio Segundo se topa con la necesidad de justificar su existencia por trabajar allí de capataz, padece la sarna de los forasteros, el abandono de los gallos de pelea es una cesión que apenas cuenta. Fernanda,  casi sin enterarse,  descubre que es una viuda con el marido vivo. Aureliano Segundo se va marchando al lado de Petra Cotes poco a poco al ver la estrechez de la casa. Un día Fernanda los descubre juntos en la cama y le pone los baúles en la estatua del poeta. A pleno día para que se entere bien la gente. Aureliano Segundo celebra la libertad regalada con una farra de tres días de duración. Se entrega a la concubina con la fogosidad de un adolescente. Petra Cotes encantada de dar con un hombre que hace el amor como si fueran dos. Cuanto más parrandero y botarate se vuelve, más desaforado es el paritorio de los animales y más ejemplares se sacrifican para dar de comer a los invitados. Los gallinazos atraídos por los huesos y las sobras tienen el pesebre asegurado en el muladar. 

Aureliano Segundo se vuelve “gordo, violáceo y atortugado” de tanta parranda y comilona. Los ecos de la abundancia y del despilfarro sin tasa llegan a los más glotones de la ciénaga y del litoral, todos deseosos de derrotar al comilón invicto. Un sábado, confundida entre los tragaldabas fabulosos, llega Camila Sagastume, una hembra totémica conocida como La Elefanta, gigantesca y maciza, pero adornada con la ternura de la femineidad. Comen durante tres días con breves descansos para dormir. Cuando Camila ve al contrincante al borde de la congestión, le ofrece tablas que él no acepta, le parece un desafío y sigue comiendo hasta que “cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía”. A las puertas de la muerte pide que lo lleven a casa de Fernanda para no morir en la cama de la amante. Allí se recupera milagrosamente y celebra el acontecimiento de la supervivencia con otra juerga. 




"Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega"

La casa se va pareciendo cada vez más a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vive sola con tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José Arcadio Buendía. El coronel Aureliano Buendía es una sombra que sólo abandona el taller para orinar junto al castaño del patio. Únicamente permite la visita del peluquero cada tres semanas. Prende una hoguera con las muñecas de Remedios porque dice que le llenan el cuarto de polillas. Amaranta ve pasar la vida tejiendo su propio sudario. Gracias a la congestión, Aureliano Segundo vuelve al hogar. Aparenta ser un marido domesticado los dos meses de vacaciones de Meme. Ella parece no sufrir el sino solitario de la familia a pesar de que se encierra diariamente a practicar el clavicordio con disciplina inflexible. Pero la herencia calamitosa del padre se manifiesta con todo su esplendor cuando en las terceras vacaciones invita a cuatro monjas cuidadoras y sesenta y ocho compañeras a pasar una semana en la casa. La estancia es un desbarajuste. Organizan nueve turnos para comer y como sólo hay un excusado, Úrsula les compra unas bacinillas que eviten las colas, pero provoca otras para lavarlas. Las adolescentes incansables agotan a las monjas con sus juegos, carreras y cantos escolares. Úrsula les perdona los estragos al marcharse por el alivio de la partida. 

Por aquellos días José Arcadio Segundo reaparece en la casa, siempre pensativo y atravesado por una tristeza sarracena. Su vida es un enigma. Apenas se sabe de él que cría gallos de pelea en casa de Pilar Ternera y que pasa las noches con las matronas francesas, “una estrella errante en el sistema planetario de Úrsula”. En el planeta de los recuerdos no pertenece a la familia desde que Gerineldo Márquez lo llevara a ver la sonrisa de los fusilados. Era el único que tenía afinidad con Aureliano Buendía, con él se tiraba las horas muertas en el taller. “La invasión escolar había rebasado los límites de su paciencia”. Se encierra con tranca en el taller desde el día que Gerineldo Márquez se niega a secundarle en su guerra senil. 

Aureliano Buendía muere el martes día once con las aguas de octubre. Se hace naturaleza pegado al árbol de José Arcadio Buendía. El alboroto de los sapos y los grillos lo despiertan ese día a las cinco de la mañana. Se levanta y va a orinar al castaño, no oye las palabras incompresibles que le dirige el espectro del padre, sobresaltado por el chorro de orín que le salpica los zapatos. Vuelve al taller a continuar con su tarea de fabricar pececitos de oro después de pasar por la cocina a tomar el café que le prepara Santa Sofía de la Piedad. Se queda dormido en la hamaca después del almuerzo que Úrsula le lleva. Tiene la costumbre de nunca hacer nada hasta dos horas después de comer para evitar una congestión desde los tiempos de la guerra. Pospone el corte de pelo hasta el viernes. El sudor reseco revive las cicatrices de los golondrinos. José Arcadio Segundo no se presenta en el taller, es día de cobro en la compañía bananera. “El sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro”. El aire se llena de hormigas voladoras mientras termina de engarzar el segundo pescadito del día. A las cuatro y diez llega el circo, suenan los retumbos de los tambores mezclados con el júbilo de los niños. Aureliano Buendía revive la tarde prodigiosa que su padre lo llevó a conocer el hielo. Se arrima al castaño a orinar y se queda inmóvil con la cabeza entre los hombros como un pollito. Cuando la familia lo ve, ya estaban bajando los gallinazos, ya es naturaleza.

Huye de mí, caliente voz de hielo, 
 no me quieras perder en la maleza 
 donde sin fruto gimen carne y cielo. 

 ¡Dejo el duro marfil de mi cabeza, 
 apiádate de mí, rompe mi duelo! 
 ¡que soy amor, que soy naturaleza!
Federico García Lorca/Miguel Poveda


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


martes, 8 de enero de 2019

Cien años de soledad (13) Gabriel García Márquez. Me roba el alma.





"Aureliano logró saltar la valla del patio y se perdió en los laberintos de la sierra que conocía palmo a palmo"

Cien años de soledad (13) 
Gabriel García Márquez 

El tren trae el progreso a Macondo, acerca las vacaciones en la playa y llega para quedarse hasta que el ministro de turno decide que aquello es deficitario y lo clausura para siempre. Aureliano Triste hace de Melquiades benefactor y trae la luz eléctrica en el segundo viaje. Al cine le cuesta más asentarse porque la gente se siente estafada al tener que llorar dos veces por alguien al que han visto enterrar en la película anterior. “Ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios”. Rechazan el gramófono porque lo consideran un truco mecánico incapaz de trasmitir la emoción de una banda de música. Sin embargo, el teléfono desconcierta hasta a los más incrédulos, lo califican como un derivado del gramófono por la manivela que los acompaña. Tantos adelantos juntos alteran las costumbres de las gentes, hasta el espectro de José Arcadio Buendía entra en erupción y rompe a andar por la casa a pleno día. 

A pesar de que Macondo no es buen sitio para logreros, saltimbanquis y equilibristas porque ya quedaron escarmentados de los gitanos, llega míster Herbert en el tren. Lo mismo vende una olla exprés que la salvación del alma en una semana. Mister Herbert regenta un negocio de globos cautivos que fracasan en Macondo. La gente lo considera un retroceso comparado con las alfombras voladoras de los gitanos ya probadas en vuelo real. 

Justo cuando ya se iba con la música a otra parte porque el hotel de Jacob tiene el completo, Aureliano Segundo, siempre dispuesto a trabar amistad,  lo invita a la casa y allí se queda. La gente observa cómo examina los bananos con la meticulosidad de un comprador de diamantes. Luego se deja ver cazando mariposas en el campo y al miércoles siguiente llegan en el tren diferentes científicos que exploran durante meses los mismos lugares por los que mister Herbert cazaba las mariposas. Antes de que los de Macondo se den cuenta, ya hay un pueblo aparte de casas de madera y tejados de zinc al otro lado de las vías del tren. Cercan el sector con una valla metálica electrificada contra la que se achicharran las golondrinas de un solo verano. Los recién llegados trabajan tanto, tan deprisa y con tantos recursos que en ocho meses los moradores veteranos madrugan para darse un paseo por lo nuevo y conocer su propio pueblo. 

Aureliano Buendía rechaza el ajetreo que tiene el origen en la invitación al gringo míster Herbert. Aburrido de que entren en el taller a saludarle por conocer una reliquia histórica o un fósil de museo, opta por atrancarse en su taller y desaparecer de la vida social, salvo las contadas ocasiones en que es visto sentado a la puerta de la calle. Aureliano Segundo, como siempre, se muestra encantado con aquella avalancha de forasteros: amplía la casa, aumenta los servicios a la mesa y organiza turnos para comer. Fernanda no tiene más remedio que atender a aquellos forasteros asilvestrados que le embarran la casa al entrar y le mean en el jardín como los perros a los árboles y las esquinas. Amaranta se retrae en la cocina como un monstruo asustado, como en los viejos tiempos ante el eructo volcánico de tanta gente. Úrsula centenaria, medio ciega y pasicorta, se acelera cuando presiente el alboroto de mercado que provoca cada nueva llegada del tren. Las prisas de las cuatro cocineras por tener la comida a punto para dar de comer y beber limonada a los forasteros que llegan atraídos por la peste del banano se hace costumbre. 



"Quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población"

“Porque todo el mundo viene”, porque los hombres son animales de costumbre, vienen otros dos hijos de Aureliano marcados con la cruz de ceniza en la frente. Remedios, la bella, estancada en una adolescencia de rebeldía permanente, es la única que no se contagia de la fiebre del banano, “feliz en un mundo propio de realidades simples”. Harta de moños y peinetas, se rapa el pelo que le cuelga hasta las pantorrillas y le hace pelucas a los santos. Siempre inconsciente de que su cráneo pelado, los vestidos trasparentes, descubrirse los muslos para quitarse el calor, comer con las manos y chuparse los dedos perturba a los hombres. A los hombres le roba el alma y a su paso caen en un estado de calamidad, debido al olor natural que desprenden sus andares impregnados de fragancias peligrosas. A veces se encierra desnuda en el baño y se tira dos horas matando alacranes que caen del techo y después se echa agua de la alberca por encima con una totuma. Lo que para ella no es más que la repetición de un rito transparente, carente de sensualidad, un hacer tiempo hasta la hora de comer, significa la muerte sin agonía para un recién llegado que la observa desde el tejado. El mirón cae desplomado sobre el cemento. Al levantar el cadáver descubren que está empapado del perfume secreto, entonces se dan cuenta de que el olor de Remedios, la bella, persigue a los hombres más allá de la muerte. Así nace la leyenda del flujo mortal emanado por el cuerpo de Remedios Buendía. 

Los habitantes de Macondo comprueban que Remedios tiene poderes de muerte una tarde que Úrsula la deja ir con un grupo de amigas al juego novedoso de los bananos, “una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz”. La fragancia mortal impregna el aire, las chicas son asaltadas por un tropel de machos feroces y rescatadas por los cuatro Aurelianos de la cruz de ceniza. Esa misma noche uno de los agresores que le había tocado el vientre muere destrozado por la coz en el pecho de un caballo en la Calle de los Turcos. 




"Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor"

El nacimiento de José Arcadio y la intención de Úrsula de hacerlo Papa, desvían los cuidados, desatiende a Remedios y la deja por imposible. También Amaranta abandona la tentativa de hacerla una mujer de utilidad. Ya sólo esperan que algún hombre cegado por su belleza le robe el alma y cargue con ella. Un día de los que está abandonada a la buena de Dios, Fernanda le pide ayuda para doblar las sábanas de bramante, ven cómo el aire de las dalias y de los escarabajos vuela a Remedios revuelta en las sábanas desplegadas, la ven elevarse a las regiones del aire donde no llegan los pájaros que vuelan alto, como Don Quijote y Sancho en el capítulo de Clavileño

El asombro por la levitación dura poco, sustituido por el espanto del exterminio bárbaro de los Aurelianos, “cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza”. Aureliano Buendía comprende que las cosas han cambiado cuando contempla el embelesamiento de la gente por la llegada del primer coche que espanta los perros a bocinazos, conducido por el señor Brown. Los funcionarios son sustituidos por forasteros autoritarios y los policías por sicarios con machete. La gota que colma el vaso es la decapitación de un abuelo y el troceamiento de su nieto de siete años por un cabo de la policía porque le mancha el uniforme con una naranjada. El exterminio de los hijos marcados por la cruz de ceniza alcanza a dieciséis, todos menos Aureliano Amador que consigue ponerse a salvo en los laberintos de la sierra. 

La desaparición de la prole afecta a Aureliano Buendía. Deja de comer, abandona la fabricación de pescaditos de oro y anda como un sonámbulo arrastrando la manta por toda la casa. Le vuelven los ojos color de brasa que presagian el futuro, mueven las sillas de sitio y le privan de los afectos. Busca el pasado anterior a la guerra en la habitación de Melquiades, pero sólo encuentra escombros y una flora que surge de las pastas de los libros humedecidos y un “insoportable olor de recuerdos podridos”. Un día su madre, Úrsula, arrodillada junto al castaño de José Arcadio Buendía, le augura que va a morir pronto y eso le da un soplo de fuerza. Empieza a codiciar el dinero para promover la guerra total. Organiza una colecta colectiva (un crowdfunding que queda más cool).  Aunque los antiguos partidarios se esconden cuando lo ven acercarse a pedir dinero, consigue reunir con mucho ahínco más dinero del que Úrsula esconde en los calabazos enterrados debajo de la cama. Demasiado tarde para la revolución que dejaron sin terminar, incluso para Gerineldo Márquez ya hundido en la derrota miserable de la vejez. 


 De los cuatro muleros 
de los cuatro muleros 
de los cuatro muleros 
mamita mía 
que van al agua, 
que van al agua, 
el de la mula torda 
el de la mula torda 
el de la mula torda 
mamita mía 
me roba el alma 
me roba el alma.
Federico García Lorca/Estrella Morente






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.