martes, 8 de enero de 2019

Cien años de soledad (13) Gabriel García Márquez. Me roba el alma.





"Aureliano logró saltar la valla del patio y se perdió en los laberintos de la sierra que conocía palmo a palmo"

Cien años de soledad (13) 
Gabriel García Márquez 

El tren trae el progreso a Macondo, acerca las vacaciones en la playa y llega para quedarse hasta que el ministro de turno decide que aquello es deficitario y lo clausura para siempre. Aureliano Triste hace de Melquiades benefactor y trae la luz eléctrica en el segundo viaje. Al cine le cuesta más asentarse porque la gente se siente estafada al tener que llorar dos veces por alguien al que han visto enterrar en la película anterior. “Ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios”. Rechazan el gramófono porque lo consideran un truco mecánico incapaz de trasmitir la emoción de una banda de música. Sin embargo, el teléfono desconcierta hasta a los más incrédulos, lo califican como un derivado del gramófono por la manivela que los acompaña. Tantos adelantos juntos alteran las costumbres de las gentes, hasta el espectro de José Arcadio Buendía entra en erupción y rompe a andar por la casa a pleno día. 

A pesar de que Macondo no es buen sitio para logreros, saltimbanquis y equilibristas porque ya quedaron escarmentados de los gitanos, llega míster Herbert en el tren. Lo mismo vende una olla exprés que la salvación del alma en una semana. Mister Herbert regenta un negocio de globos cautivos que fracasan en Macondo. La gente lo considera un retroceso comparado con las alfombras voladoras de los gitanos ya probadas en vuelo real. 

Justo cuando ya se iba con la música a otra parte porque el hotel de Jacob tiene el completo, Aureliano Segundo, siempre dispuesto a trabar amistad,  lo invita a la casa y allí se queda. La gente observa cómo examina los bananos con la meticulosidad de un comprador de diamantes. Luego se deja ver cazando mariposas en el campo y al miércoles siguiente llegan en el tren diferentes científicos que exploran durante meses los mismos lugares por los que mister Herbert cazaba las mariposas. Antes de que los de Macondo se den cuenta, ya hay un pueblo aparte de casas de madera y tejados de zinc al otro lado de las vías del tren. Cercan el sector con una valla metálica electrificada contra la que se achicharran las golondrinas de un solo verano. Los recién llegados trabajan tanto, tan deprisa y con tantos recursos que en ocho meses los moradores veteranos madrugan para darse un paseo por lo nuevo y conocer su propio pueblo. 

Aureliano Buendía rechaza el ajetreo que tiene el origen en la invitación al gringo míster Herbert. Aburrido de que entren en el taller a saludarle por conocer una reliquia histórica o un fósil de museo, opta por atrancarse en su taller y desaparecer de la vida social, salvo las contadas ocasiones en que es visto sentado a la puerta de la calle. Aureliano Segundo, como siempre, se muestra encantado con aquella avalancha de forasteros: amplía la casa, aumenta los servicios a la mesa y organiza turnos para comer. Fernanda no tiene más remedio que atender a aquellos forasteros asilvestrados que le embarran la casa al entrar y le mean en el jardín como los perros a los árboles y las esquinas. Amaranta se retrae en la cocina como un monstruo asustado, como en los viejos tiempos ante el eructo volcánico de tanta gente. Úrsula centenaria, medio ciega y pasicorta, se acelera cuando presiente el alboroto de mercado que provoca cada nueva llegada del tren. Las prisas de las cuatro cocineras por tener la comida a punto para dar de comer y beber limonada a los forasteros que llegan atraídos por la peste del banano se hace costumbre. 



"Quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población"

“Porque todo el mundo viene”, porque los hombres son animales de costumbre, vienen otros dos hijos de Aureliano marcados con la cruz de ceniza en la frente. Remedios, la bella, estancada en una adolescencia de rebeldía permanente, es la única que no se contagia de la fiebre del banano, “feliz en un mundo propio de realidades simples”. Harta de moños y peinetas, se rapa el pelo que le cuelga hasta las pantorrillas y le hace pelucas a los santos. Siempre inconsciente de que su cráneo pelado, los vestidos trasparentes, descubrirse los muslos para quitarse el calor, comer con las manos y chuparse los dedos perturba a los hombres. A los hombres le roba el alma y a su paso caen en un estado de calamidad, debido al olor natural que desprenden sus andares impregnados de fragancias peligrosas. A veces se encierra desnuda en el baño y se tira dos horas matando alacranes que caen del techo y después se echa agua de la alberca por encima con una totuma. Lo que para ella no es más que la repetición de un rito transparente, carente de sensualidad, un hacer tiempo hasta la hora de comer, significa la muerte sin agonía para un recién llegado que la observa desde el tejado. El mirón cae desplomado sobre el cemento. Al levantar el cadáver descubren que está empapado del perfume secreto, entonces se dan cuenta de que el olor de Remedios, la bella, persigue a los hombres más allá de la muerte. Así nace la leyenda del flujo mortal emanado por el cuerpo de Remedios Buendía. 

Los habitantes de Macondo comprueban que Remedios tiene poderes de muerte una tarde que Úrsula la deja ir con un grupo de amigas al juego novedoso de los bananos, “una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz”. La fragancia mortal impregna el aire, las chicas son asaltadas por un tropel de machos feroces y rescatadas por los cuatro Aurelianos de la cruz de ceniza. Esa misma noche uno de los agresores que le había tocado el vientre muere destrozado por la coz en el pecho de un caballo en la Calle de los Turcos. 




"Por eso eran ellos los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se hubiera muerto de amor"

El nacimiento de José Arcadio y la intención de Úrsula de hacerlo Papa, desvían los cuidados, desatiende a Remedios y la deja por imposible. También Amaranta abandona la tentativa de hacerla una mujer de utilidad. Ya sólo esperan que algún hombre cegado por su belleza le robe el alma y cargue con ella. Un día de los que está abandonada a la buena de Dios, Fernanda le pide ayuda para doblar las sábanas de bramante, ven cómo el aire de las dalias y de los escarabajos vuela a Remedios revuelta en las sábanas desplegadas, la ven elevarse a las regiones del aire donde no llegan los pájaros que vuelan alto, como Don Quijote y Sancho en el capítulo de Clavileño

El asombro por la levitación dura poco, sustituido por el espanto del exterminio bárbaro de los Aurelianos, “cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza”. Aureliano Buendía comprende que las cosas han cambiado cuando contempla el embelesamiento de la gente por la llegada del primer coche que espanta los perros a bocinazos, conducido por el señor Brown. Los funcionarios son sustituidos por forasteros autoritarios y los policías por sicarios con machete. La gota que colma el vaso es la decapitación de un abuelo y el troceamiento de su nieto de siete años por un cabo de la policía porque le mancha el uniforme con una naranjada. El exterminio de los hijos marcados por la cruz de ceniza alcanza a dieciséis, todos menos Aureliano Amador que consigue ponerse a salvo en los laberintos de la sierra. 

La desaparición de la prole afecta a Aureliano Buendía. Deja de comer, abandona la fabricación de pescaditos de oro y anda como un sonámbulo arrastrando la manta por toda la casa. Le vuelven los ojos color de brasa que presagian el futuro, mueven las sillas de sitio y le privan de los afectos. Busca el pasado anterior a la guerra en la habitación de Melquiades, pero sólo encuentra escombros y una flora que surge de las pastas de los libros humedecidos y un “insoportable olor de recuerdos podridos”. Un día su madre, Úrsula, arrodillada junto al castaño de José Arcadio Buendía, le augura que va a morir pronto y eso le da un soplo de fuerza. Empieza a codiciar el dinero para promover la guerra total. Organiza una colecta colectiva (un crowdfunding que queda más cool).  Aunque los antiguos partidarios se esconden cuando lo ven acercarse a pedir dinero, consigue reunir con mucho ahínco más dinero del que Úrsula esconde en los calabazos enterrados debajo de la cama. Demasiado tarde para la revolución que dejaron sin terminar, incluso para Gerineldo Márquez ya hundido en la derrota miserable de la vejez. 


 De los cuatro muleros 
de los cuatro muleros 
de los cuatro muleros 
mamita mía 
que van al agua, 
que van al agua, 
el de la mula torda 
el de la mula torda 
el de la mula torda 
mamita mía 
me roba el alma 
me roba el alma.
Federico García Lorca/Estrella Morente






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Ese mundo exterior que llega a Macondo y lo trasforma sin trasformarlo, con el que se convive pero se ignora es una de las claves de la novela.
Y gracias por el regalo de Estrella Morante, claro.

Abejita de la Vega dijo...

Fernanda es una pintura de la más rancia mujer española y le sale una Memé. La cachaca, la distinta. El cadáver de su padre recocido en el ataud, tremendo.
Un placer repasar "Cien años de soledad" con tus entradas, un buen lector saca matices y eso enriquece. Se van olvidando cosillas.
Un abrazo, Pancho.