jueves, 29 de noviembre de 2018

Filek. El estafador que engañó a Franco. Ignacio Martínez de Pisón.





¿Quién sabe a qué fosa común o depósito de cadáveres fueron a parar sus restos, como suele ocurrir con los indigentes, fueron utilizados para las prácticas de Anatomía de los estudiantes de Medicina?

Filek 
El estafador que engañó a Franco 
Ignacio Martínez de Pisón. 

Cuando uno menos se lo espera, salta la liebre;  pero hay que salir de casa, patear el campo y sudar la gota gorda desde el amanecer para pillarla en la cama. Martínez de Pisón es un cazador de historias en los libros de otros. Lo que el autor demuestra es que dentro de todo escritor hay un gran lector. Un párrafo de unas diez líneas levantó la liebre de una historia. Paul Preston escribió una biografía de Franco en 1993, en ella cita a Filek, un austriaco con “von” delante, como el “de” del autor de apellido compuesto, que imprime nobleza o hidalguía de pobre como a don Quijote o de un caballero tieso por la calle Sierpes. Filek intentó engañar al Caudillo con un invento que producía combustible a partir de las aguas del río Jarama (famoso por los toros bravos que se criaban bravíos en su ribera y luego por la batalla ganada por las tropas republicanas durante la Guerra Civil, a decir de una copla de la época hubo italiano que en la huida llegó hasta Badajoz. Guadalajara no era Abisinia). El libro es un tocho de medio kilo de papel cuya lectura es un castigo, a mi pensar. 





La historia del estafador internacional Albert von Filek contada por Martínez de Pisón comienza en Madrid un par de meses antes del martes catorce de abril de 1931. Ese día las gentes de Madrid se echan a la calle a celebrar la proclamación de la República a la par que el rey Alfonso XIII se dirige en coche a Cartagena a embarcarse rumbo al exilio. Lo cuenta Josep Pla que esa misma mañana llega en tren a la capital desde Barcelona. Rafael Cansinos-Assens describe la atmósfera madrileña y la juerga que dura toda la noche en “La novela de un literato”. Josep Pla ve: “grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, que seguían gritando y cantando pero con aire de estar ya un poco cansados”. Este párrafo nos ofrece un ejemplo extraordinario de cómo contar la historia, de manera ágil, indagando en los escritos de autores coetáneos que la expresaron a través de testimonios directos y sensaciones propias. 

No es la primera vez que Filek vive en directo el destronamiento de un rey, ya había visto caer la monarquía austriaca en 1918 encarnada en el emperador Carlos. 

Charles de Foltz Jr en su obra “The Masquerade in Spain” cita a Filek por su relación con los aristócratas que apoyan a Sanjurjo en la asonada de 1932. Nada tiene de raro que un militar austriaco depurado se relacione con los militares monárquicos mandados a la reserva por la Ley Azaña. En esos momentos de la realidad social española los aristócratas gozaban de poca salud, eran los apestados, como ahora los políticos para la gente con un móvil en la mano. Escondían sus distinciones, arrancaban los escudos y blasones adosados a los edificios nobles quedando reducidos a viejas casonas manchegas sin más atractivo. No como Don Guido de Antonio Machado que repintaba los blasones y era maestro en refrescar manzanilla. Corpus Barga cuenta en “Paseo por Madrid” cómo propiedades del ejército y de la monarquía pasaban al patrimonio municipal, la vieja sociedad patricia perdía pujanza de un día para otro. 

Filek lo había vivido en Viena, humillado por su licenciamiento forzoso del ejército, considerado un paria por los suyos por no haber ganado la guerra, si al menos hubiera palmado… Así lo cuentan novelistas centroeuropeos, desconocidos para nosotros, muy reconocidos en su país, como Joseph Roth o Lernet-Holenia. Los soldados se convierten en mendigos, benefactores de la ración semanal de legumbres -la sopa boba- que les proporcionan las sociedades asistenciales. 





"Por una cuestión de cautela y de vergüenza, las autoridades no llevaron a Filek ante los tribunales".
Obra de Venancio Blanco

Particularmente interesante es la descripción de la situación política y social en el avispero de los Balcanes que lleva a la primera guerra mundial (sobre todo porque ya hemos leído demasiado sobre la guerra civil y posguerra). El desmoronamiento del imperio austro-húngaro y los diez millones de muertos que acaban con el sueño del progreso indefinido. Como para no estar preocupado por las escaladas de violencia entre Ucrania y Rusia que aquí parece que no existe o la doméstica con el auge de los nacionalismos. Nadie de aquellos que gritaban: ¡Guerra! ¡Guerra!, o ¡Viva la guerra! se imaginaba lo que se le avecinaba a aquellos corazones inflamados de nacionalismo y libertad. Lo señalaba de manera magistral Stefan Zweig: “Espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos […] ¿Quién en los pueblos y ciudades recordaba la guerra de verdad? A lo sumo cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia… Por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero”. 

 El autor se imagina a Albert von Filek entrando en una leva de soldados húngaros a los veinticinco años. La única constancia de certeza es una lista publicada en un periódico local. Se imagina que luchó en el frente italiano sufriendo una severa derrota entre montañas nevadas y valles rellenos de lagos en las hondonadas. El punto de partida de esta novela de investigación periodística, como hemos señalado, es el año treinta y uno en España, momento crítico en la historia doméstica. Después, con la conocida técnica narrativa de contar las cosas desde atrás, nos presenta el recorrido del protagonista hasta ese momento. Luego, sus vivencias durante la Segunda República, la Guerra Civil desde una cárcel de Madrid, la liberación y más cárcel hasta su muerte en Hamburgo en el año 1952. La obra supone un ratón de biblioteca investigando en libros, registros, archivos o hemerotecas de periódicos locales antiguos de una época convulsa y clave en Europa porque en ese momento se configura la actual estructura geopolítica europea. Lean la novela si quieren una visión de la Guerra Civil desde una cárcel de Madrid y la posguerra de un buscavidas que vive sin dar ni golpe hasta volver a dar con sus huesos en la cárcel, contada con la capacidad de Martínez de Pisón para tramar historias de una forma rigurosa y con su prosa de altos vuelos.


Academia de corte y confección, 
Sabañones, aceite de ricino, 
Gasógeno, zapatos Topolino, 
El género dentro por la calor 
Para primores galerías Piquer, 
Para la inclusa niños con anginas, 
Para la tisis caldo de gallina, 
Para las extranjeras Luis Miguel 
Para el socio del limpia un carajillo, 
Para el estraperlista dos barreras, 
Para el corpus retales amarillos
Joaquín Sabina




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 22 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (10) Gabriel García Márquez. Sólo tengo soledad.





"Lo importante es que desde este momento sólo luchamos por el poder"

Cien años de soledad (10) 
Gabriel García Márquez 

El atracón de poder produce un frío interior que no deja dormir a Aureliano Buendía. Sufre la maldición del pedestal, el peaje a pagar por los acaparadores del poder. Cuanto más le aclaman las gentes de los pueblos vencidos, más intensa es la soledad del poder inmenso que le asedia. “Siempre había alguien fuera del círculo de tiza.” Nunca faltaba el qué hay de lo mío. Rodeado de poder, pero solo como se lee o se escribe, se refugia en el calor íntimo de los recuerdos antiguos que le saquen del frío, el frío que encoge e inclina la frente hasta el suelo. 

Comienza el camino de la paz con el cielo bien arriba. Úrsula ofrece la casa para que media docena de políticos liberales discutan con Aureliano alguna salida a la encrucijada de la guerra. Piden renunciar a lo conseguido con la insurgencia para ensanchar la base social. “Sólo estamos luchando por el poder”,  traduce Aureliano Buendía al román paladino. Gerineldo Márquez resuelve la ecuación como una traición a los caídos y a los veinte años de lucha por los sentimientos de nación. Aureliano le pide que entregue las armas, lo pone a los pies de los despiadados tribunales revolucionarios y firma los papeles de la paz. Gerineldo es condenado a muerte. Aureliano se muestra insensible a las peticiones de clemencia de la población. La víspera de la ejecución Úrsula le jura por Dios y los huesos de sus padres que en cuanto vea el cadáver de Gerineldo, lo mata con sus propias manos. Como lo habría matado si cuando nació, lo hubiera hecho con cola de puerco. 

Aureliano pasa la noche en blanco enfrentado con la muerte pequeña de Gerineldo Márquez y los recuerdos de los únicos instantes felices de su existencia desde que su padre lo llevara de la mano a tocar el hielo hirviente de Melquiades. El taller de platería armando pececitos de oro. Toda una vida de revolución, treinta y dos declaraciones de guerra revolcándose en el muladar del poder para descubrir el privilegio de la simplicidad. Una hora antes del fusilamiento Aureliano lleva a Gerineldo los zapatos de huir para que le ayude a terminar aquella guerra de mierda. Comprende que es más fácil comenzar una guerra que terminarla: “Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas”. 

 Aureliano se forja como un gran guerrero en la lucha por la derrota. Por primera vez pelea por su liberación y el pan tierno de cada día, no por abstracciones que los políticos cambian a conveniencia para atornillarse a la poltrona. Gerineldo guerrea a su lado con tanta lealtad en la derrota como había luchado por la victoria, superando en temeridad a su jefe investido de una inmunidad misteriosa. Luchan con tanta entrega que consiguen la derrota a costa de una pelea más sangrienta que la victoria. 





"Si has de irte otra vez, [...] por lo menos trata de recordar cómo éramos esta noche"

El armisticio descubre un Aureliano más familiar, alejado del mítico guerrero que arrastra una estela de leyenda y rodeado por un círculo de tiza infranqueable que lo aleja del resto de la humanidad. 
 -“Al fin -dijo Úrsula- tendremos otra vez un hombre en casa”. 
 Entra de nuevo en Macondo una semana antes del armisticio sin escolta, temblando de fiebre y frío,  vejado, escupido como el ministro Borrell y con las axilas empedradas de golondrinos, no condenado a muerte como había entrado dos años antes. 

Aureliano comprende que Úrsula es el único ser humano que ha logrado descubrir su corazón podrido para los afectos. Arrasado por la guerra, Remedios es la imagen borrosa de alguien que pudo ser su hija. Las innumerables mujeres que dispersaron su simiente por el litoral no eran sino un poco de tedio en la memoria de su piel. El único afecto que guarda es su hermano José Arcadio, más por complicidad que por amor filial. A su llegada se dedica a destruir la huella de su paso por el mundo. Regala sus ropas militares, entierra las armas en el patio como había hecho su padre con la lanza que mató a Prudencio Aguilar. Quiere incluso destruir el daguerrotipo de Remedios, Úrsula se lo impide porque ya no le pertenece, es una reliquia familiar. Quema los poemas y las naves, sólo conserva una pistola con una única bala en la recámara. 

La ceremonia del armisticio cae en un martes castigado por la lluvia que agiganta la tristeza. Aureliano siente flojera en las piernas y el mismo cabrilleo en la piel que sentía de joven ante una mujer desnuda. Ojalá se hubiera casado con ella, ahora sería un labrador sin nombre, un artesano alejado de la guerra y sin gloria, pero un animal feliz. Sale de la casa acompañado por Gerineldo Márquez y un grupo de oficiales revolucionarios, tocado con el sombrero viejo de fieltro de su padre, José Arcadio Buendía. Cuando los hombres dejan la casa, Úrsula la cierra a cal y canto, su deseo es pudrirse dentro antes que dejarse ver llorando. Aguantan altivos los insultos y blasfemias de la gente agolpada en las aceras. El acto se celebra a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigante. Aureliano llega a lomos de una mula vieja embarrada,  con un intenso dolor en las axilas a causa de los golondrinos emberrinchados. No quiere celebraciones de una derrota, ni recuerdos de una rendición. Ni el oro de Moscú que un joven coronel rebelde trae en una mula extenuada por el esfuerzo de un viaje de seis días para llegar a tiempo de la firma. Manda incluir los setenta y dos ladrillos de oro en el inventario del armisticio. 

A las tres y cuarto de la tarde se dispara un tiro al corazón. Se llevan al coronel “envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia”. Los milagros pequeños existen; está fuera de peligro. La bala no ha lastimado ningún órgano vital. El fracaso de la muerte recupera para él el prestigio perdido ante la gente. El intento de suicidio es un acto de honor, le proclaman mártir de la revolución y los partidarios le azuzan a que declare otra guerra, la negativa del gobierno a pagar las pensiones a los viejos combatientes es el pretexto perfecto, ofrecido en bandeja. La administración actúa con artera habilidad al empeorar las condiciones de los presos. En dos meses los líderes están muertos o expatriados; otros, asimilados en un puesto de la administración pública. 




"No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos."

Aureliano rechaza toda nueva veleidad revolucionaria, para alegría de Úrsula que decreta el final de los lutos solapados de la casa. Abre puertas y ventanas para que el aire entre hasta el rincón más oscuro. Vuelve la música de la pianola y los olores a lavanda invaden de nuevo la casa. Pero la muerte visita la casa el día de Año Nuevo. El comandante que los vigila aparece muerto, castigado por los desaires de Remedios, la bella. 

Aureliano Segundo no se complica mucho la vida para ponerle nombre a su primer hijo. Lo llama José Arcadio, a pesar de no tener rasgos de los Buendía. A la madre, Fernanda del Carpio, no le parece ni bien ni mal. A Úrsula le entra zozobra pues con el paso de los años y de las generaciones ha comprobado que los José Arcadios son impulsivos y temerarios, marcados por la tragedia, al contrario de los Aurelianos que son retraídos, pero lúcidos. Los únicos que escapan al intento de clasificación son los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo; tan iguales que confunden al destino. Son dos mecanismos sincrónicos, barajados desde la infancia para confundir. Al decir de Úrsula, locos de nacimiento como todos los Buendía. La diferencia decisiva entre los gemelos no se establece hasta la adolescencia. Mientras que José Arcadio Segundo le pide a Gerineldo Márquez que lo lleve a ver una ejecución al amanecer, Aureliano Segundo ruega a Úrsula que le abra la puerta clausurada donde se guardan las cosas de Melquiades. A pesar de los años de clausura, cuando abre las ventanas, una luz familiar ilumina una habitación sin polvo ni telarañas, tan limpia que Úrsula no tiene nada que limpiar. Todo intacto, igual que lo dejaron cuando sacaron el cadáver de Melquiades. Aureliano se engolfa en la lectura de un libro maravilloso de cuentos sin pastas y sin título. Cuando lo termina, quiere descifrar lo escrito en los pergaminos, pero es imposible, “las lecturas parecían ropa puesta a secar en un alambre, y se asemejaban más a la escritura musical que a la literaria”. 

Aparece Melquiades de mediana edad en la habitación. Aureliano Segundo lo reconoce porque el recuerdo hereditario se trasmite de generación en generación. Se ven durante varios años todas las tardes, Melquiades le enseña la vieja sabiduría de los gitanos, pero siempre se niega a traducir los manuscritos: “Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años”. Es ésta la primera referencia que encontramos a los cien años de soledad del título de la novela.  


Ya no estás más a mi lado, corazón. 
En el alma solo tengo soledad 
y si ya no puedo verte 
porque Dios me hizo quererte 
para hacerme sufrir más.
Lucho Gatica 

 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 15 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (9) Gabriel García Márquez. La vida es una apuesta.





"Fue también por esa época que se restauró también el edificio de la escuela."


Cien años de soledad (9) 
Gabriel García Márquez 

Al terminar la guerra, el general José Raquel Moncada es nombrado corregidor de Macondo. Ha llegado a general por méritos de guerra a la vez que el coronel Aureliano Buendía se enredaba entre las escombreras y los desfiladeros tortuosos de la revolución permanente, pero se considera antimilitarista. Piensa que los militares son unos holgazanes intrigantes, expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Su mérito no es menor: ha llegado a treguas con Aureliano Buendía para intercambiar prisioneros durante la guerra. Alguna vez hablan incluso de instalar un régimen patriótico y humanitario tomando lo mejor de cada doctrina: el sendero de la tercera vía de todas las guerras, camino incierto cegado de maleza. 

Macondo prospera durante su mandato, Bruno Crespi construye un teatro que las compañías españolas incluyen en sus giras americanas. Se restaura la escuela. Viene don Melchor Escalona, un nuevo maestro ya de edad, representante de la vieja escuela, mandado desde la ciénaga y partidario de la doctrina de la letra con sangre entra. Aplica el castigo severo a los alumnos desaplicados. Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo prueban el método radical de don Melchor. Remedios empieza a volver tarumba a los muchachos con su belleza. El negocio de repostería de Úrsula, ayudada por las manos piadosas de Santa Sofía de la Piedad, marcha como un tiro. En poco tiempo vuelve a llenar de oro las calabazas de debajo de la cama vaciadas por la guerra. “Mientras Dios me dé vida no faltará la plata en esta casa de locos,” asegura Úrsula de una casa cuyo gobierno se le escapa de las manos. 

Así están las cosas cuando aparece por la puerta, “macizo como un caballo,” Aureliano José. Ha empuñado la bandera del desertor de la revolución permanente en Nicaragua. Viene con la intención de casarse con Amaranta. Dispuesto a cualquier cosa con tal que ella baje los puentes levadizos de la fortaleza. No le importa que el pecado mortal engendre un armadillo. Al principio ella le da alguna esperanza al no echar la aldaba de la puerta de su dormitorio, hasta que un día al volver al cuarto la encuentra cerrada para siempre. La fortaleza ha aguantado el asedio, Amaranta, una  Buendía de buena casta, conserva la virtud intacta. No como Úrsula que al final cedió ante el acoso original de José Arcadio Buendía. 

La tensión se masca en el aire electrizado de Macondo. Se suspenden las riñas de gallos. El capitán Aquiles Ricardo asume el poder municipal. La pasión de Aureliano José por Amaranta se extingue sin dejar cicatrices. Sobrelleva la soledad como hacen los Buendía varones: en la tienda de Catarino o con mujeres ocasionales que le suministra Pilar Ternera, su madre biológica. Todos los hombres son iguales, se lamenta Úrsula: “Al principio se crían muy bien, son obedientes y formales y parecen incapaces de matar una mosca, y apenas le sale la barba se tiran a la perdición.” 

Las cartas augures echadas por Pilar Ternera vuelven a hablar, le dicen que morirá de viejo en brazos de Carmelita Montiel, mujer virgen de veinte años, siete hijos después. Una mala interpretación porque esa misma noche que lo espera en el cuarto de Pilar Ternera, Aureliano José muere de un tiro al corazón disparado por el capitán Aquiles Ricardo cuando guarda cola para asistir a la obra de José Zorrilla: “El puñal del zorro,” título modificado porque en Macondo llaman godos a los conservadores. El capitán Aquiles Ricardo cae desplomado cuando aún no ha terminado el eco del disparo homicida, atravesado por dos balazos de origen desconocido. Un grito coral cierra la noche: “Viva el partido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!” 





"Dispuesto a renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus mejores años."


Una mujer exuberante se presenta en la casa a los pocos meses del regreso de Aureliano José. Trae de la mano un niño de cinco años y dice que es hijo de Aureliano Buendía, quiere que Úrsula lo acristiane. Nadie duda de su precedencia porque es el vivo retrato de su padre. Lo llaman Aureliano - cómo si no-, pero con el apellido de la madre, al menos hasta que el padre lo reconozca. Antes de terminar el año otros nueve niños varones pasan por Macondo para que Úrsula los bautice, todos hijos de Aureliano Buendía. Se las ponen como a Felipe II y el que es gallo fino no dice que no a tanta gallina en el gallinero. Hasta diecisiete madres con otras tantas criaturas, según las cuentas de Úrsula, aspirantes a las aguas del Jordán, bautizadas y nombradas Aureliano

El uno de octubre unos mil hombres mandados por Aureliano Buendía atacan Macondo y detienen al general Moncada cuando intenta escapar amparado por la noche. Lo llevan a la casa preso hasta que sea juzgado por el consejo de guerra revolucionario. Úrsula extraña al hijo, parece un intruso vestido de militar y botas altas de cuero, espuelas embadurnadas de barro y sangre reseca. “Su rostro cuarteado por la sal del Caribe había adquirido una dureza metálica.” Un tipo duro capaz de todo. Entierran las bajas en la fosa común. Encarga a Roque Carnicero que meta prisa en los juicios sumarísimos y decreta las reformas judiciales. No hay tiempo que perder, es necesario que cuando lleguen los políticos se encuentren con hechos consumados, tierra quemada con todo lo anterior. Anula de un plumazo los títulos de propiedad de su hermano José Arcadio, restituye las tierras a sus legítimos propietarios anteriores. A Rebeca le da igual, su reino ya no es de este mundo. Aureliano Buendía siempre fue un descastado. Los juicios de guerra condenan a muerte por fusilamiento a todos los oficiales prisioneros del ejército regular. 

De nada sirve la movilización de las mujeres de los oficiales condenados unidas a las viejas fundadoras. Las mujeres de blanco que están a favor del general Moncada son las mismas heroicas participantes en la larga marcha por la sierra hasta Macondo, organizadas y dirigidas por Úrsula ante el tribunal piden al coronel Aureliano Buendía la amnistía para el general. Paso de perdedores para la nueva casta dirigente. Ellas sostienen que Aureliano odia tanto a los militares que ha terminado por superarlos en maldad. El general José Raquel Moncada es fusilado al amanecer. 

La guerra ocurre lejos. El coronel Gerineldo Márquez mantiene contacto con Aureliano Buendía a través del telégrafo dos veces por semana. Intercambio codificado en puntos y rayas que se va borrando en un universo de irrealidad hasta difuminar en la abstracción toda información de la guerra. Siente el hastío de una lejana guerra estancada. El costurero de Amaranta es su refugio, la compañía recíproca y un corazón indescifrable que rechaza la sumisión de aquel hombre investido de un poder arbitrario que gobierna por la fuerza bruta de las botas y el decreto, sin embargo, dispuesto a renunciar a todo por ella. Ella se encierra en su habitación a llorar su soledad hasta la muerte. Ruega que el rencor que contrae las pupilas,  disipa los colores y que comienza a anidar en su corazón contra Remedios, la bella, apenas una adolescente que parece retrasada mental, “pero ya la criatura más bella que se había visto en Macondo” no renazca en el odio africano que la llevó a desear la muerte de Rebeca




"Siempre había alguien fuera del círculo de tiza"


Aureliano Buendía entra en Macondo sin ruido, envuelto en una manta ruana a pesar del calor sofocante. Viene con tres amantes que le dan satisfacción rudimentaria en su eterna hamaca de noche o a la hora de la siesta. La guerra pasa por un momento crítico. Los políticos que la financian desde el extranjero desaprueban el radicalismo del coronel, pero eso a él no le inmuta. Embriagado de poder, traza un círculo de tiza de tres metros por donde quiera que va y en cuyo interior no entra nadie, ni su madre puede pasar la raya. Desde el interior decide el destino del mundo, sus deseos son órdenes para los edecanes que le rodean. 

Por esa época Aureliano Buendía convoca una segunda reunión de los principales comandantes rebeldes. La revolución da guarida a gentes que quieren llevarse la vida por delante, allí hay de todo: “idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes comunes.” A nadie importa su vida anterior. En medio de esa chusma abigarrada destaca el general Teófilo Vargas, una máquina entrenada para matar oponentes, una autoridad tenebrosa de malicia taciturna que suscita en sus partidarios un fanatismo demente. En unas horas se hace con el mando unificado que pretendía Aureliano con la reunión. A los quince días perece despedazado a machetazos en una emboscada urdida por los seguidores del coronel Aureliano Buendía, ya tiene vía libre para asumir el mando central el coronel. 



Well, I'd sooner forget, but I remember those nights 
Yeah, life was just a bet on a race between the lights 
You had your hand on my shoulder, you had your 
hand in my hair 
Now you act a little colder like you don't seem to care.
Dire Straits


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



miércoles, 7 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (8) Gabriel García Márquez. Qué dulce gobierna el freno.




"Volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada"

Cien años de soledad (8) 
Gabriel García Márquez 

El coronel Aureliano Buendía encuentra la casa llena de alegría y vida nueva. Un coro infantil le da la bienvenida, su hijo Aureliano José le rinde honores militares disfrazado de oficial de alta graduación. Úrsula recoge a la viuda Santa Sofía de la Piedad y sus tres hijos. A la mayor la llaman Remedios y a los gemelos, que nacen cinco meses después, los llama Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. La sangre fundadora recrece y hace genealogía. 

José Arcadio y Rebeca se mudan a la casa que el fusilamiento de Arcadio deja vacía en la plaza de Macondo. Una tarde de septiembre José Arcadio regresa de cazar, atiende el caballo, amarra los perros montaraces, deja el sartal de conejos en la cocina y al rato el estampido de un pistoletazo retumba la casa y cae muerto el coloso José Arcadio. El misterio del autor del disparo aún permanece. Del cadáver sale un hilo de sangre viajera, recorre las calles de Macondo, entra y sale de las casas, llega a la madriguera de los Buendía y regresa al origen cuando ya la sangre ha dejado de salir del oído derecho del cadáver. El cuerpo está intonso, sin herida ninguna y envuelto en un penetrante olor a pólvora que nadie logra quitar hasta que varios años después los empleados de la compañía bananera encapsulan la tumba con una coraza de hormigón. Sacar el cadáver y enterrarse en vida es todo uno para Rebeca. Sólo la criada Argénida tiene contacto con ella. Se le recuerda una salida de la casa, ya de bastante vieja, porque provoca un calor africano que atolondra a los pájaros que rompen los cristales de las ventanas y entran a morir en los dormitorios. Lo último que se le recuerda es que mata de un tiro a un ladrón que intentaba robar en la casa. El pueblo se olvidó de ella como se olvida a los muertos. 

Aureliano Buendía está con la mosca detrás de la oreja sobre las victorias de los liberales. Se alegra de las batallitas ganadas por no defraudar el júbilo de la población, pero él sabe que están perdiendo la guerra porque las tropas se están metiendo en la selva cada vez más, la lucha con la malaria y los mosquitos siempre se pierde,  como se pierde la pugna contra el legendario invierno ruso. Eso piensa él tumbado en su hamaca, espantando moscas a más de treinta y cinco grados de temperatura húmeda del Caribe. La situación no tiene pinta de cambiar mientras los políticos cabrones de su partido “estén mendigando un puesto en el Congreso.” 


"Tenía conciencia de estar acorralado contra el mar"


“Cuídate la boca.” Le dicen las cartas echadas por Pilar Ternera. A los dos días sobrevive de milagro a un café sin azúcar cargado con una dosis de nuez vómica capaz de matar un caballo. Úrsula se lo disputa a la muerte. Durante la convalecencia, envuelto en la neblina del veneno e inspirado por las muñecas polvorientas de Remedios, Aureliano vuelve a escribir. Plasma en sus escritos las experiencias de un guerrero en permanente peligro  de muerte. Reflexiona con Gerineldo Márquez sobre la guerra, Gerineldo pelea por el partido liberal, para honrar a los caídos, por los ideales liberales. Aureliano lucha por orgullo, según él mucho mejor que pelear por algo que significa poco o nada para la gente. Aureliano se siente dolido porque su partido le haya etiquetado como bandolero, por eso se niega a unir sus tropas rebeldes con las de interior. Al final se come el orgullo particular, deja a Gerineldo como jefe civil y militar de Macondo y se marcha en busca de los rebeldes del interior decidido a romper definitivamente el círculo vicioso de la guerra. 

Gerineldo tiene más cualidades para la acción militar que para el gobierno. Los asesores a menudo lo enredan en laberintos teóricos, pero consigue una paz rural a la sombra del campanario, una paz soñada por Aureliano para envejecer fabricando pececitos de oro. Gerineldo ha sentido atracción por Amaranta desde la niñez, pero ella siempre lo rechazó; primero, cuando su pasión solitaria por Pietro Crespi; luego, porque ya no quiere casarse con nadie y menos con él que le pide casamiento porque no puede casarse con Aureliano. El orgullo de los Buendía en el asta. 

Estando en Riohacha, Aureliano presiente la muerte de su padre, así se lo hace saber a Úrsula en una de las cartas que escribe a Macondo cada dos semanas. Úrsula decide sacarlo del patio, cambiarlo a una de las salas. Siete hombres como castillos son necesarios para llevarlo a la rastra. La estancia prolongada bajo el castaño ha desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente. “Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado por el sol y la lluvia.” Los últimos tiempos ya “casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte,” sólo se comunica con Prudencio Aguilar. Para distraerse en las tediosas tardes de los domingos,  hablan de gallos de pelea. Él lo limpia, lo cuida, le da de comer y le trae noticias de Aureliano Buendía. 

José Arcadio Buendía muere durante su único sueño desde hace un tiempo: el sueño de los cuartos infinitos. Sueña que cambia de una habitación a otra exactamente igual hasta que Prudencio Aguilar le da en el hombro y vuelta a despertarse al revés hasta llegar al cuarto primero, el cuarto de la realidad en una galería de espejos paralelos. Aquel día José Arcadio Buendía no siente que Prudencio Aguilar le toca en el hombro y allí se queda para siempre. Úrsula ve llegar a Cataure tocado con un sombrero oscuro, el hombre pequeño del traje negro y hermano de Visitación que había desaparecido cuando la peste del insomnio. Viene al sepelio del rey. Le gritan al oído, le ponen el espejo en las fosas nasales y nada, no despierta. Ven caer una llovizna de minúsculas flores amarillas sobre Macondo. Caen tantas que tienen que abrir camino con un rastrillo y una pala para que pase el entierro. 



"Si volvió al castaño,  no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo."

Cuando Amaranta ve a Aureliano José afeitarse por primera vez, cómo le sangran las espinillas y cómo se corta el labio superior al arreglarse un bigote de pelusas rubias, siente que está empezando a envejecer. Desde el día en el que Pilar Ternera lo dejara en la casa para que Amaranta lo terminara de criar, el contacto de la piel disipaba el miedo a la oscuridad. Buscaba sentir la respiración de Amaranta al amanecer desde el día que descubre la desnudez y el estremecimiento que produce el contemplar el milagro de su intimidad. Cuando Amaranta descubre que la relación con el sobrino pasa de tontear con un niño a una peligrosa pasión volcánica otoñal de doncella madura, la corta de raíz. Aureliano José comprende el riesgo de la situación y se queda a dormir en el cuartel para evitar la tentación. Allí completa la instrucción militar bajo la tutela de Gerineldo Márquez,  consuela la abrupta irrupción de la soledad en la tienda de Catarino con mujeres que huelen a flores muertas que él convierte en la relación tormentosa con Amaranta en un esfuerzo de imaginación. 

En los mentideros políticos de Macondo circula el rumor de que los jefes liberales y el gobierno están negociando la paz. A cambio de la rendición, el gobierno ofrece tres ministerios, algunos diputados en el congreso y la amnistía a los rebeldes que entreguen las armas. El coronel Aureliano Buendía no está de acuerdo con el cambalache. Se presenta a caballo en Macondo con diez hombres elegidos, deshacen la guarnición, queman los archivos y huyen con Gerineldo Márquez y cinco oficiales. La operación es tan silenciosa que Úrsula sólo ve la polvareda de los jinetes al marcharse. Aureliano José se va con ellos. Durante el año siguiente de insumisión protagoniza siete alzamientos que significan otras tantas derrotas. 

Por esas fechas muere Visitación, fallece de muerte natural. Su última voluntad es que desentierren los ahorros de toda su vida, guardados debajo de la cama y se los entreguen a Aureliano Buendía para que continúe la guerra. Úrsula no los desentierra porque corren rumores de que han matado a Aureliano en un desembarco. Cuando ya lo dan por muerto, llega una carta desde Santiago de Cuba con la noticia de que está vivito y coleando. Le anima la idea de la unión de las fuerzas federalistas de América Central para barrer a los conservadores desde Alaska a la Patagonia.

Qué hermoso que es mi chalán  
cuán elegante y garboso 
 sujeta la fina rienda de seda 
 que es blanca y roja 
 qué dulce gobierna el freno 
 con sólo cintas de seda 
 al dar un quiebro gracioso 
 al criollo berevere
María Dolores Pradera



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


jueves, 1 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (7) Gabriel García Márquez. Liberar la mente.





"En mayo terminó la guerra."

Cien años de soledad (7) 
Gabriel García Márquez 

Ya hemos visto que la presencia de Pilar Ternera en la casa se convierte en una obsesión enfermiza para los varones del encaste Buendía, una señorona imprescindible para la procreación. También para Arcadio, su hijo sin saberlo, que sigue su rastro por el olor a humo que deja su ausencia, sin importarle la pérdida de muchos de sus encantos y el esplendor de su risa como consecuencia de la edad. Un día la espera tumbado en la hamaca (ese inconfundible objeto, fetiche de sensualidad en la novela) cuando va a la escuela a buscar a su hijo pequeño. Temblando de ansiedad “la agarró por la cintura con su tremenda fuerza hereditaria y sintió que el mundo se borraba al contacto de su piel.” A ella le hubiera gustado complacerlo, pero sabe que no puede. No le dice que sí, tampoco que no. Lo convence para que deje la puerta entreabierta por la noche cuando todos los gatos son pardos. Arcadio la espera en la oscuridad delirando de fiebre hasta que la puerta se abre. Aquella mujer no huele a humo. Siente la densidad de un cuerpo desconocido en la ausencia de luz. Pezones de hombre “y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada.” Es virgen y se llama Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos para que ocupara su lugar esa noche y desde entonces “se enroscó como un gato al calor de su axila.” Cuando Arcadio toma el cielo por asalto,  tienen una hija. 

Rebeca amansa la bravura amontonada de José Arcadio, le hace doblar el testuz y le templa la embestida basta. Le convierte en un animal sedentario, una enorme fuerza de trabajo domesticada. Ella es el descanso del cazador que caza venados, conejos y patos para comer lo que ella guisa. Un vientre de amor y sementera como dice Miguel Hernández. Un día comparten el guisado con Arcadio, el mandón del pueblo. Alguien se ha quejado de que José Arcadio ha invadido con sus bueyes las mejores tierras de labor del entorno. Las que no le interesan, les cobra una contribución por la fuerza de su escopeta y los perros de presa a los que azuza contra los malos pagadores cada sábado, el día de cobro. En realidad Arcadio no viene a casa de José Arcadio a impartir justicia, quiere participar del chiringuito mafioso para forrarse, la cosa nostra de Macondo. Le ofrece legalizar las tierras usurpadas a cambio del derecho al cobro de la contribución. El acuerdo es inmediato. En once meses de mandato de Arcadio, José Arcadio se hace con las tierras que se extienden a todo lo que alcanza la vista desde el patio de su casa. Arcadio cobra la contribución al resto de propietarios sin tierras apropiadas además de los derechos por enterrar los muertos en las tierras de José Arcadio. Todo sea por la casa de los Buendía. Por la casa de Pedro Páramo en Comala. 

José Arcadio Buendía hace de interlocutor mudo a los monólogos de Úrsula, como el perro Orfeo a Augusto Pérez. Le dice que le huele mal que Arcadio esté haciendo una casa nueva y que haya encargado muebles vieneses. “Eres la vergüenza de nuestro apellido.” Le amonesta Úrsula un domingo después de misa cuando lo ve jugando a las cartas con sus oficiales. Es entonces cuando se entera de que Arcadio ya tiene una niña de seis meses y Santa Sofía de la Piedad está en estado de buena esperanza. 




"Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el resplandor de autoridad que irradiaba su piel."

El coronel Gregorio Stevenson llega a Macondo a últimos de febrero, llega mandado por Aureliano Buendía para que le diga a Arcadio que la revolución ha fracasado, que la guerra va muy mal. Le aconseja que firme la capitulación si consigue que se respeten la vida y las propiedades de los liberales. Arcadio no da crédito al recién llegado, lo encarcela y decide defender la plaza hasta el último aliento. 

Las tropas del gobierno entran en Macondo a finales de marzo. La resistencia dura apenas media hora. No queda vivo ni uno de los hombres de Arcadio. Ellos matan a unos trescientos atacantes. El coronel Gregorio Stevenson, liberado y armado para luchar, vende caro su pellejo, se hace fuerte en el cuartel donde cae como un valiente. Arcadio es fusilado al día siguiente al amanecer después de un consejo de guerra sumarísimo. El capitán Roque Carnicero es el encargado de dirigir el pelotón de fusilamiento. “Cabrones. ¡Viva el partido liberal!” son las palabras postreras de Arcadio, cojonudismo numantino en Macondo

Todo tiene su fin, hasta las guerras más crueles terminan cuando los contendientes se hartan de matarse unos a otros. Es por mayo cuando se apagan las llamaradas de la contienda. La victoria trae adosado el escarmiento sobre los derrotados, como siempre pasa aunque lo nieguen. Como si fuera poco que de los veintiún hijos varones de los padres fundadores sólo queden dos coroneles para contarlo: Aureliano Buendía y Gerineldo Márquez. A las diez y veinte de un lunes la cuerda de presos entra en Macondo, se arrastran famélicos y pordioseros. Aureliano, el primer nacimiento de Macondo, viene condenado a muerte, será fusilado como lección, para espantar las veleidades revolucionarias de la población. Siempre con los brazos abiertos, como si fuera a despegar,  porque tiene las axilas empedradas de golondrinos. 

La piel de Aureliano irradia un resplandor de autoridad. El correo ha funcionado durante la revuelta, está enterado de los pormenores de la casa, cómo Amaranta ha dedicado su viudez de virgen a la crianza de su hijo Aureliano José. Ha madurado en el año de revolución. A Úrsula le conceden quince minutos de visita, tienen tantas cosas que contarse que se olvidan de las preguntas y respuestas tantas veces preparadas. Hablan de las cosas cotidianas, nada trascendentes. Al despedirse, Úrsula le entrega un revolver que tiene guardado en el corpiño. Aureliano le da un rollo de papeles sudados, con poemas escritos dedicados a Remedios, quiere que los queme. No quiere dejar versos en herencia. 

“Ponte piedras calientes en los golondrinos.” Son las palabras de despedida de una madre al hijo que van a fusilar al amanecer. Los días pasan y los milicos no ejecutan la sentencia, temen las consecuencias políticas en los pueblos de la ciénaga. También influye que nadie quiera formar parte del pelotón de fusilamiento porque circula el rumor de que los integrantes del pelotón serán asesinados uno por uno. En el correo del lunes llega la orden de fusilamiento en veinticuatro horas. La mala suerte quiere que el oficial que mande el pelotón sea Roque Carnicero que acepta porque no le queda otro remedio: “Nací hijo de puta y muero hijo de puta.” 




"Arcadio está construyendo una casa"

Algo no marchaba bien con sus poderes de presentir el futuro. Aureliano está expectante, pero no acaba de presagiar su fusilamiento. Le fallan en el momento crítico, cuando antes le habían salvado de once emboscadas. Lo único que sueña la noche de la víspera es que se le han reventado los golondrinos. Este recurrir al humor en el momento de más tensión no puede ser más cervantino. Los golondrinos de García Márquez son el escarbadientes de Cervantes. 

El martes al rayar el alba traen a Aureliano Buendía al muro del cementerio. Desde la ventana de su casa José Arcadio y Rebeca lo ven llegar con los brazos en jarras porque los nudos ardientes de las axilas le impiden bajarlos. Reconoce los pantalones pasados de moda que lleva puestos, eran suyos cuando era pequeño. “Tanto joderse uno – murmuraba el coronel Aureliano Buendía-. Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin poder hacer nada.” Hoy los ofendidos y eternamente enojados le cambiarían la letra a los murmullos. 

Fundido en negro crepuscular en Macondo. La rabia muta en una sustancia oscura y viscosa que le ciega y adormece la lengua. Regresa a la niñez de pantalones cortos conducido por su padre a la carpa de Melquiades a ver y tocar el frío hirviente del hielo. Al despertar sucede el milagro: José Arcadio apunta con la escopeta a Roque Carnicero con los brazos en alto rogando que no dispare. 

Allí empieza otra guerra. Aureliano Buendía junto a los seis soldados del pelotón de fusilamiento se van a Riohacha con la intención de liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte por el gobierno. Esfuerzo baldío porque cuando llegan, después de muchas penalidades, ya lo han fusilado. Los hombres le nombran general en jefe de las tropas revolucionarias del Caribe. Él acepta el cargo, pero no el ascenso. Logra reclutar y armar unos mil hombres que son exterminados en diferentes refriegas posteriores. Aureliano se exilia en el archipiélago de las Antillas. Las noticias sobre Aureliano se vuelven confusas. Empieza la leyenda del don de la ubicuidad del coronel. Los rumores tan pronto lo declaran victorioso en Villanueva como derrotado en la ciénaga o demorado por los indios Motilones. Los liberales lo señalan como aventurero; el gobierno, bandolero y le pone precio a su cabeza. Declara la guerra total al régimen desde Riohacha. El gobierno responde amenazando con fusilar a Gerineldo Márquez si no se repliega al oriente. Aureliano no se achanta, replica que en tres meses entrará en Macondo y si no lo encuentra vivo, fusilará a todo bicho viviente. A los tres meses entra victorioso en Macondo y el primer abrazo que recibe es el de su amigo el coronel Gerineldo Márquez.


You say you'll change the constitution 
Well, you know 
We all want to change your head 
You tell me it's the institution 
Well, you know 
You better free you mind instead
The Beatles



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.