jueves, 22 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (10) Gabriel García Márquez. Sólo tengo soledad.





"Lo importante es que desde este momento sólo luchamos por el poder"

Cien años de soledad (10) 
Gabriel García Márquez 

El atracón de poder produce un frío interior que no deja dormir a Aureliano Buendía. Sufre la maldición del pedestal, el peaje a pagar por los acaparadores del poder. Cuanto más le aclaman las gentes de los pueblos vencidos, más intensa es la soledad del poder inmenso que le asedia. “Siempre había alguien fuera del círculo de tiza.” Nunca faltaba el qué hay de lo mío. Rodeado de poder, pero solo como se lee o se escribe, se refugia en el calor íntimo de los recuerdos antiguos que le saquen del frío, el frío que encoge e inclina la frente hasta el suelo. 

Comienza el camino de la paz con el cielo bien arriba. Úrsula ofrece la casa para que media docena de políticos liberales discutan con Aureliano alguna salida a la encrucijada de la guerra. Piden renunciar a lo conseguido con la insurgencia para ensanchar la base social. “Sólo estamos luchando por el poder”,  traduce Aureliano Buendía al román paladino. Gerineldo Márquez resuelve la ecuación como una traición a los caídos y a los veinte años de lucha por los sentimientos de nación. Aureliano le pide que entregue las armas, lo pone a los pies de los despiadados tribunales revolucionarios y firma los papeles de la paz. Gerineldo es condenado a muerte. Aureliano se muestra insensible a las peticiones de clemencia de la población. La víspera de la ejecución Úrsula le jura por Dios y los huesos de sus padres que en cuanto vea el cadáver de Gerineldo, lo mata con sus propias manos. Como lo habría matado si cuando nació, lo hubiera hecho con cola de puerco. 

Aureliano pasa la noche en blanco enfrentado con la muerte pequeña de Gerineldo Márquez y los recuerdos de los únicos instantes felices de su existencia desde que su padre lo llevara de la mano a tocar el hielo hirviente de Melquiades. El taller de platería armando pececitos de oro. Toda una vida de revolución, treinta y dos declaraciones de guerra revolcándose en el muladar del poder para descubrir el privilegio de la simplicidad. Una hora antes del fusilamiento Aureliano lleva a Gerineldo los zapatos de huir para que le ayude a terminar aquella guerra de mierda. Comprende que es más fácil comenzar una guerra que terminarla: “Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas”. 

 Aureliano se forja como un gran guerrero en la lucha por la derrota. Por primera vez pelea por su liberación y el pan tierno de cada día, no por abstracciones que los políticos cambian a conveniencia para atornillarse a la poltrona. Gerineldo guerrea a su lado con tanta lealtad en la derrota como había luchado por la victoria, superando en temeridad a su jefe investido de una inmunidad misteriosa. Luchan con tanta entrega que consiguen la derrota a costa de una pelea más sangrienta que la victoria. 





"Si has de irte otra vez, [...] por lo menos trata de recordar cómo éramos esta noche"

El armisticio descubre un Aureliano más familiar, alejado del mítico guerrero que arrastra una estela de leyenda y rodeado por un círculo de tiza infranqueable que lo aleja del resto de la humanidad. 
 -“Al fin -dijo Úrsula- tendremos otra vez un hombre en casa”. 
 Entra de nuevo en Macondo una semana antes del armisticio sin escolta, temblando de fiebre y frío,  vejado, escupido como el ministro Borrell y con las axilas empedradas de golondrinos, no condenado a muerte como había entrado dos años antes. 

Aureliano comprende que Úrsula es el único ser humano que ha logrado descubrir su corazón podrido para los afectos. Arrasado por la guerra, Remedios es la imagen borrosa de alguien que pudo ser su hija. Las innumerables mujeres que dispersaron su simiente por el litoral no eran sino un poco de tedio en la memoria de su piel. El único afecto que guarda es su hermano José Arcadio, más por complicidad que por amor filial. A su llegada se dedica a destruir la huella de su paso por el mundo. Regala sus ropas militares, entierra las armas en el patio como había hecho su padre con la lanza que mató a Prudencio Aguilar. Quiere incluso destruir el daguerrotipo de Remedios, Úrsula se lo impide porque ya no le pertenece, es una reliquia familiar. Quema los poemas y las naves, sólo conserva una pistola con una única bala en la recámara. 

La ceremonia del armisticio cae en un martes castigado por la lluvia que agiganta la tristeza. Aureliano siente flojera en las piernas y el mismo cabrilleo en la piel que sentía de joven ante una mujer desnuda. Ojalá se hubiera casado con ella, ahora sería un labrador sin nombre, un artesano alejado de la guerra y sin gloria, pero un animal feliz. Sale de la casa acompañado por Gerineldo Márquez y un grupo de oficiales revolucionarios, tocado con el sombrero viejo de fieltro de su padre, José Arcadio Buendía. Cuando los hombres dejan la casa, Úrsula la cierra a cal y canto, su deseo es pudrirse dentro antes que dejarse ver llorando. Aguantan altivos los insultos y blasfemias de la gente agolpada en las aceras. El acto se celebra a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigante. Aureliano llega a lomos de una mula vieja embarrada,  con un intenso dolor en las axilas a causa de los golondrinos emberrinchados. No quiere celebraciones de una derrota, ni recuerdos de una rendición. Ni el oro de Moscú que un joven coronel rebelde trae en una mula extenuada por el esfuerzo de un viaje de seis días para llegar a tiempo de la firma. Manda incluir los setenta y dos ladrillos de oro en el inventario del armisticio. 

A las tres y cuarto de la tarde se dispara un tiro al corazón. Se llevan al coronel “envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia”. Los milagros pequeños existen; está fuera de peligro. La bala no ha lastimado ningún órgano vital. El fracaso de la muerte recupera para él el prestigio perdido ante la gente. El intento de suicidio es un acto de honor, le proclaman mártir de la revolución y los partidarios le azuzan a que declare otra guerra, la negativa del gobierno a pagar las pensiones a los viejos combatientes es el pretexto perfecto, ofrecido en bandeja. La administración actúa con artera habilidad al empeorar las condiciones de los presos. En dos meses los líderes están muertos o expatriados; otros, asimilados en un puesto de la administración pública. 




"No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos."

Aureliano rechaza toda nueva veleidad revolucionaria, para alegría de Úrsula que decreta el final de los lutos solapados de la casa. Abre puertas y ventanas para que el aire entre hasta el rincón más oscuro. Vuelve la música de la pianola y los olores a lavanda invaden de nuevo la casa. Pero la muerte visita la casa el día de Año Nuevo. El comandante que los vigila aparece muerto, castigado por los desaires de Remedios, la bella. 

Aureliano Segundo no se complica mucho la vida para ponerle nombre a su primer hijo. Lo llama José Arcadio, a pesar de no tener rasgos de los Buendía. A la madre, Fernanda del Carpio, no le parece ni bien ni mal. A Úrsula le entra zozobra pues con el paso de los años y de las generaciones ha comprobado que los José Arcadios son impulsivos y temerarios, marcados por la tragedia, al contrario de los Aurelianos que son retraídos, pero lúcidos. Los únicos que escapan al intento de clasificación son los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo; tan iguales que confunden al destino. Son dos mecanismos sincrónicos, barajados desde la infancia para confundir. Al decir de Úrsula, locos de nacimiento como todos los Buendía. La diferencia decisiva entre los gemelos no se establece hasta la adolescencia. Mientras que José Arcadio Segundo le pide a Gerineldo Márquez que lo lleve a ver una ejecución al amanecer, Aureliano Segundo ruega a Úrsula que le abra la puerta clausurada donde se guardan las cosas de Melquiades. A pesar de los años de clausura, cuando abre las ventanas, una luz familiar ilumina una habitación sin polvo ni telarañas, tan limpia que Úrsula no tiene nada que limpiar. Todo intacto, igual que lo dejaron cuando sacaron el cadáver de Melquiades. Aureliano se engolfa en la lectura de un libro maravilloso de cuentos sin pastas y sin título. Cuando lo termina, quiere descifrar lo escrito en los pergaminos, pero es imposible, “las lecturas parecían ropa puesta a secar en un alambre, y se asemejaban más a la escritura musical que a la literaria”. 

Aparece Melquiades de mediana edad en la habitación. Aureliano Segundo lo reconoce porque el recuerdo hereditario se trasmite de generación en generación. Se ven durante varios años todas las tardes, Melquiades le enseña la vieja sabiduría de los gitanos, pero siempre se niega a traducir los manuscritos: “Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años”. Es ésta la primera referencia que encontramos a los cien años de soledad del título de la novela.  


Ya no estás más a mi lado, corazón. 
En el alma solo tengo soledad 
y si ya no puedo verte 
porque Dios me hizo quererte 
para hacerme sufrir más.
Lucho Gatica 

 


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Muy bien indicado este tiempo mítico y la creación de un héroe, claves en la obra de García Márquez (también el toque de actualidad del escupitajo). ¡Y Lucho Gatica!