jueves, 1 de noviembre de 2018

Cien años de soledad (7) Gabriel García Márquez. Liberar la mente.





"En mayo terminó la guerra."

Cien años de soledad (7) 
Gabriel García Márquez 

Ya hemos visto que la presencia de Pilar Ternera en la casa se convierte en una obsesión enfermiza para los varones del encaste Buendía, una señorona imprescindible para la procreación. También para Arcadio, su hijo sin saberlo, que sigue su rastro por el olor a humo que deja su ausencia, sin importarle la pérdida de muchos de sus encantos y el esplendor de su risa como consecuencia de la edad. Un día la espera tumbado en la hamaca (ese inconfundible objeto, fetiche de sensualidad en la novela) cuando va a la escuela a buscar a su hijo pequeño. Temblando de ansiedad “la agarró por la cintura con su tremenda fuerza hereditaria y sintió que el mundo se borraba al contacto de su piel.” A ella le hubiera gustado complacerlo, pero sabe que no puede. No le dice que sí, tampoco que no. Lo convence para que deje la puerta entreabierta por la noche cuando todos los gatos son pardos. Arcadio la espera en la oscuridad delirando de fiebre hasta que la puerta se abre. Aquella mujer no huele a humo. Siente la densidad de un cuerpo desconocido en la ausencia de luz. Pezones de hombre “y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada.” Es virgen y se llama Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos para que ocupara su lugar esa noche y desde entonces “se enroscó como un gato al calor de su axila.” Cuando Arcadio toma el cielo por asalto,  tienen una hija. 

Rebeca amansa la bravura amontonada de José Arcadio, le hace doblar el testuz y le templa la embestida basta. Le convierte en un animal sedentario, una enorme fuerza de trabajo domesticada. Ella es el descanso del cazador que caza venados, conejos y patos para comer lo que ella guisa. Un vientre de amor y sementera como dice Miguel Hernández. Un día comparten el guisado con Arcadio, el mandón del pueblo. Alguien se ha quejado de que José Arcadio ha invadido con sus bueyes las mejores tierras de labor del entorno. Las que no le interesan, les cobra una contribución por la fuerza de su escopeta y los perros de presa a los que azuza contra los malos pagadores cada sábado, el día de cobro. En realidad Arcadio no viene a casa de José Arcadio a impartir justicia, quiere participar del chiringuito mafioso para forrarse, la cosa nostra de Macondo. Le ofrece legalizar las tierras usurpadas a cambio del derecho al cobro de la contribución. El acuerdo es inmediato. En once meses de mandato de Arcadio, José Arcadio se hace con las tierras que se extienden a todo lo que alcanza la vista desde el patio de su casa. Arcadio cobra la contribución al resto de propietarios sin tierras apropiadas además de los derechos por enterrar los muertos en las tierras de José Arcadio. Todo sea por la casa de los Buendía. Por la casa de Pedro Páramo en Comala. 

José Arcadio Buendía hace de interlocutor mudo a los monólogos de Úrsula, como el perro Orfeo a Augusto Pérez. Le dice que le huele mal que Arcadio esté haciendo una casa nueva y que haya encargado muebles vieneses. “Eres la vergüenza de nuestro apellido.” Le amonesta Úrsula un domingo después de misa cuando lo ve jugando a las cartas con sus oficiales. Es entonces cuando se entera de que Arcadio ya tiene una niña de seis meses y Santa Sofía de la Piedad está en estado de buena esperanza. 




"Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el resplandor de autoridad que irradiaba su piel."

El coronel Gregorio Stevenson llega a Macondo a últimos de febrero, llega mandado por Aureliano Buendía para que le diga a Arcadio que la revolución ha fracasado, que la guerra va muy mal. Le aconseja que firme la capitulación si consigue que se respeten la vida y las propiedades de los liberales. Arcadio no da crédito al recién llegado, lo encarcela y decide defender la plaza hasta el último aliento. 

Las tropas del gobierno entran en Macondo a finales de marzo. La resistencia dura apenas media hora. No queda vivo ni uno de los hombres de Arcadio. Ellos matan a unos trescientos atacantes. El coronel Gregorio Stevenson, liberado y armado para luchar, vende caro su pellejo, se hace fuerte en el cuartel donde cae como un valiente. Arcadio es fusilado al día siguiente al amanecer después de un consejo de guerra sumarísimo. El capitán Roque Carnicero es el encargado de dirigir el pelotón de fusilamiento. “Cabrones. ¡Viva el partido liberal!” son las palabras postreras de Arcadio, cojonudismo numantino en Macondo

Todo tiene su fin, hasta las guerras más crueles terminan cuando los contendientes se hartan de matarse unos a otros. Es por mayo cuando se apagan las llamaradas de la contienda. La victoria trae adosado el escarmiento sobre los derrotados, como siempre pasa aunque lo nieguen. Como si fuera poco que de los veintiún hijos varones de los padres fundadores sólo queden dos coroneles para contarlo: Aureliano Buendía y Gerineldo Márquez. A las diez y veinte de un lunes la cuerda de presos entra en Macondo, se arrastran famélicos y pordioseros. Aureliano, el primer nacimiento de Macondo, viene condenado a muerte, será fusilado como lección, para espantar las veleidades revolucionarias de la población. Siempre con los brazos abiertos, como si fuera a despegar,  porque tiene las axilas empedradas de golondrinos. 

La piel de Aureliano irradia un resplandor de autoridad. El correo ha funcionado durante la revuelta, está enterado de los pormenores de la casa, cómo Amaranta ha dedicado su viudez de virgen a la crianza de su hijo Aureliano José. Ha madurado en el año de revolución. A Úrsula le conceden quince minutos de visita, tienen tantas cosas que contarse que se olvidan de las preguntas y respuestas tantas veces preparadas. Hablan de las cosas cotidianas, nada trascendentes. Al despedirse, Úrsula le entrega un revolver que tiene guardado en el corpiño. Aureliano le da un rollo de papeles sudados, con poemas escritos dedicados a Remedios, quiere que los queme. No quiere dejar versos en herencia. 

“Ponte piedras calientes en los golondrinos.” Son las palabras de despedida de una madre al hijo que van a fusilar al amanecer. Los días pasan y los milicos no ejecutan la sentencia, temen las consecuencias políticas en los pueblos de la ciénaga. También influye que nadie quiera formar parte del pelotón de fusilamiento porque circula el rumor de que los integrantes del pelotón serán asesinados uno por uno. En el correo del lunes llega la orden de fusilamiento en veinticuatro horas. La mala suerte quiere que el oficial que mande el pelotón sea Roque Carnicero que acepta porque no le queda otro remedio: “Nací hijo de puta y muero hijo de puta.” 




"Arcadio está construyendo una casa"

Algo no marchaba bien con sus poderes de presentir el futuro. Aureliano está expectante, pero no acaba de presagiar su fusilamiento. Le fallan en el momento crítico, cuando antes le habían salvado de once emboscadas. Lo único que sueña la noche de la víspera es que se le han reventado los golondrinos. Este recurrir al humor en el momento de más tensión no puede ser más cervantino. Los golondrinos de García Márquez son el escarbadientes de Cervantes. 

El martes al rayar el alba traen a Aureliano Buendía al muro del cementerio. Desde la ventana de su casa José Arcadio y Rebeca lo ven llegar con los brazos en jarras porque los nudos ardientes de las axilas le impiden bajarlos. Reconoce los pantalones pasados de moda que lleva puestos, eran suyos cuando era pequeño. “Tanto joderse uno – murmuraba el coronel Aureliano Buendía-. Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin poder hacer nada.” Hoy los ofendidos y eternamente enojados le cambiarían la letra a los murmullos. 

Fundido en negro crepuscular en Macondo. La rabia muta en una sustancia oscura y viscosa que le ciega y adormece la lengua. Regresa a la niñez de pantalones cortos conducido por su padre a la carpa de Melquiades a ver y tocar el frío hirviente del hielo. Al despertar sucede el milagro: José Arcadio apunta con la escopeta a Roque Carnicero con los brazos en alto rogando que no dispare. 

Allí empieza otra guerra. Aureliano Buendía junto a los seis soldados del pelotón de fusilamiento se van a Riohacha con la intención de liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte por el gobierno. Esfuerzo baldío porque cuando llegan, después de muchas penalidades, ya lo han fusilado. Los hombres le nombran general en jefe de las tropas revolucionarias del Caribe. Él acepta el cargo, pero no el ascenso. Logra reclutar y armar unos mil hombres que son exterminados en diferentes refriegas posteriores. Aureliano se exilia en el archipiélago de las Antillas. Las noticias sobre Aureliano se vuelven confusas. Empieza la leyenda del don de la ubicuidad del coronel. Los rumores tan pronto lo declaran victorioso en Villanueva como derrotado en la ciénaga o demorado por los indios Motilones. Los liberales lo señalan como aventurero; el gobierno, bandolero y le pone precio a su cabeza. Declara la guerra total al régimen desde Riohacha. El gobierno responde amenazando con fusilar a Gerineldo Márquez si no se repliega al oriente. Aureliano no se achanta, replica que en tres meses entrará en Macondo y si no lo encuentra vivo, fusilará a todo bicho viviente. A los tres meses entra victorioso en Macondo y el primer abrazo que recibe es el de su amigo el coronel Gerineldo Márquez.


You say you'll change the constitution 
Well, you know 
We all want to change your head 
You tell me it's the institution 
Well, you know 
You better free you mind instead
The Beatles



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Estas mujeres de la casa son las que gobiernan el mundo: ellos se limitan a hacer que lo mueven. El poder femenino en Cien años de soledad es una de las características esenciales de esta novela.
¿Es la primera vez que salen aquí los Beatles?