sábado, 6 de octubre de 2018

Cien años de soledad (3) Gabriel García Márquez. Brindar con el diablo.




"Y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas."

Cien años de soledad (3) 
Gabriel García Márquez 

La gente de Macondo celebra entusiasmada la reconquista de los recuerdos. José Arcadio Buendía y Melquiades sacan brillo a su antigua amistad. El patriarca gitano se queda en el pueblo, nada mejor que un pueblo que aún no conoce la muerte para quien la parca ha olvidado. Se establece en la casa de los Buendía, la casa de todos, la casa del pueblo. Aureliano le ofrece un espacio de su taller para que instale allí su disparatado laboratorio de daguerrotipia. De esa época data la única foto que se conserva de los Buendía, de todos menos de Úrsula que de ninguna manera quiso quedar plasmada para burla de los nietos. Aureliano se consagra al trabajo en el laboratorio con tanta dedicación que en poco tiempo gana más dinero que Úrsula con su producción de la deliciosa fauna de caramelo, pero tanto trabajo perjudica la berrea del joven: no se le conoce mujer, lo cual extraña en un hombre hecho y derecho. 

Francisco el Hombre, anciano de casi doscientos años de edad, “así llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos,” brindó con el diablo a su salud, era una especie de CM de los pueblos de la ciénaga. Como los ciegos, se ganaba la vida cantando coplas de un lado a otro. Semejante a los pliegos de cordel o el más reciente intercambio de novelas del oeste en los quioscos que extendían las noticias y la literatura popular. A dos centavos la pieza añadía la letra de las noticias que la gente quería a sus composiciones musicales. Con su voz descordada y acompañado de un viejo acordeón desgranaba las canciones que llevaban las noticias de pueblo en pueblo. Úrsula se enteró de la muerte de su padre por este medio. 

Aureliano se dispone a abandonar la tienda de Catarino porque ese día ninguna noticia cantada por Francisco el Hombre interesa a la familia Buendía. Catarino aprovecha la ocasión para acercarse a los hombres y ponerle la mano donde no debe. La matrona invita a Aureliano a entrar con una mulata adolescente por veinte centavos y hacer el número sesenta y cuatro que pasa por el cuarto. La abuela la lleva de aquí para allá hasta que pague la casa que ardió por quedarse dormida con la vela encendida. Según sus cálculos aún le quedan unos diez años a setenta hombres la noche para saldar la deuda con la abuela. Aureliano no hace nada con ella y sale de allí después de pagar cuarenta centavos con “una necesidad irresistible de amarla y protegerla.” Cuando acude la mañana siguiente a cumplir sus deseos de salvamento y solidaridad, ella ya ha desaparecido.


Mientras Aureliano aprende el arte de la platería y enseña a Rebeca y Amaranta a leer y a escribir, Melquiades, fascinado por lo local, plasma en sus placas todo lo plasmable en Macondo, José Arcadio Buendía, un descolocado de la vida, intenta mediante una serie de exposiciones superpuestas registrar el daguerrotipo de Dios con el que obtendría la prueba definitiva de su existencia. Buena gana de andar con chiquitas.   Pero Dios no juega a los dados en la Tierra como afirmaba Einstein y el fracaso es de estruendo.


"Había estado en la muerte, en efecto, pero  había regresado porque no pudo soportar la soledad."


Rebeca y Amaranta son ya dos adolescentes hermosas. Sobre todo con el alivio del color de la ropa tras los tres años de luto riguroso por la muerte de la abuela. Úrsula trata de poner sentido común en esa casa extraña que se llena de gente y que ve que los hijos crecen y están a punto de casarse y multiplicar la casta de los Buendía. Se pone manos a la obra, al mando de un ejército de operarios para construir la casa más hospitalaria y fresca de toda la ciénaga. José Arcadio Buendía continúa con su intento de pillar desprevenida a la Divina Providencia en mitad de aquel cataclismo. 

La llegada a Macondo del corregidor, don Apolinar Moscoso, como delegado del gobierno, coincide con el final de las obras en la casa. Desbarata la convivencia que tanto cuesta tejer metiéndose con la gente, como todos los políticos que se encaraman al sillón con ínfulas. La primera orden que emite el incorregible es pintar de azul todas las casas del pueblo. Pero ahí estaba José Arcadio Buendía para enmendarle la plana; él quiere su casa nueva como la quiere Úrsula, blanca como una paloma. Le advierte que es bienvenido si viene en son de paz, como cualquier ciudadano del común, pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente a pintar las casas de azul, puede largarse por donde vino, en Macondo no se necesita corregidor porque no hay nada que corregir. Cuando le advierte que está armado y que cuenta con el respaldo poderoso del gobierno, lo coge por la solapa, lo zarandea y lo pone mirando a la ciénaga. A la semana siguiente reaparece con seis soldados armados, una carreta de bueyes y siete hijas. Los padres fundadores y los hijos varones se ofrecen a José Arcadio Buendía para expulsar a los forasteros invasores, pero él prefiere arreglarlo por las buenas y en su casa. Le autoriza a quedarse, pero no los soldados y siempre que cada cual pueda pintar la casa como le dé la gana como siempre ha sido en Macondo. Lazos de todos los colores y medidas para todos. El corregidor accede, firman la paz, pero siguen de enemigos. La guerra comienza fumando la pipa de la paz. Quien no queda en paz es Aureliano porque la imagen de Remedios, hija menor de Apolinar, le quema en algún lugar del corazón como una brasa homicida en el zapato.

La inauguración de la casa nueva –blanca como una paloma blanca- es un acontecimiento en Macondo. Úrsula trabajó en las reformas como un galeote. Manda traer lo mejor de lo mejor para amueblarla, sin reparar en costes, con la avidez de gastar por gastar de un nuevo rico. El artículo estrella es una pianola. La casa exportadora italiana manda por su cuenta a Pietro Crespi para que la instale, la afine y les enseñe a bailar los ritmos de moda. La pianola venía por partes, desarmada como los muebles de Ikea. Pietro Crespi se tira varias semanas enteras encerrado en la habitación con el instrumento hasta que lo hace funcionar. El automatismo del aparato fascina tanto a José Arcadio Buendía que intenta captar con la máquina aparatosa de Melquiades una placa de las manos invisibles que sacan melodías y armonías perfectas de la pianola. 

Las gráciles maneras de bailar de Pietro Crespi, sus formas de vestir y la fluidez con la que maneja los cubiertos a la mesa, intimidan a Rebeca y Amaranta, las mujercitas de la casa. Úrsula vigila los movimientos del italiano. José Arcadio Buendía no lo ve peligroso, “Es un marica”, Úrsula puede relajar la vigilancia. 


"Conversaba de otros hombres que no merecían el sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes."

José Arcadio Buendía destripa la pianola para descifrar su magia secreta. A dos días de la fiesta de inauguración la pianola es un revoltijo de clavijas y martinetes sobrantes esparcidos por el cuarto que a duras penas consigue componer para el día D. Cuando quitan la sábana que lo esconde, el fantasma desnudo se resfría, el mecanismo no funciona. Gracias a la antiquísima sabiduría de Melquiades, ya un viejo ángel de la guarda desmigajándose de decrepitud, y a que José Arcadio Buendía mueve por equivocación un mecanismo atascado, la música sale a borbotones sin orden ni concierto. No obstante el desconcierto, los descendientes de los veintiún padres fundadores de Macondo eluden los escollos y bailan hasta el amanecer. 

Irse Pietro Crespi, que había regresado a reparar la pianola, y llenarse la casa de ausencia y desamor es todo uno. Sobredosis del fuego sagrado que se rebosa. Rebeca vuelve a chuparse el dedo a escondidas y a comer tierra. A recuperar el gusto de los minerales primarios como las plantas y el castaño del patio que crece sin control. Pietro es el único hombre sobre la tierra que compensa el sacrificio de comer la cal de las paredes. A través de la tierra comida Pietro le trasmite el peso de la sangre dejándole “un rescoldo áspero en la boca y un sedimento de paz en el corazón.” 



 Allons enfants de la patrie 
Maldito mayo de París 
Vendí en Portobello los clavos de mi cruz 
Brindé con el diablo a su salud
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es el inicio de la casa: Macondo es esa casa. Alrededor de ella se teje la historia, es decir, la memoria, como bien señalas.
¡Magnífico Sabina!

Abejita de la Vega dijo...

Pobre gente sin amor. Y el que ama sale mal parado.
Un placer pasar por aquí.