El hombre pez (2)
Jose Antonio Abella
Un fraile dominico de aspecto tenebroso se presenta en el convento gaditano veinte días más tarde, cuando el obispo casi se había olvidado del asunto del hombre marino. Cocido a fuego lento en mil batallas contra el diablo, el mejor exorcista de Andalucía a juicio del arzobispo de Sevilla. Su sola presencia impone respeto sobrehumano; su aliento, pánico. Con las primeras claridades del día, cuando los diablos están cansados de la noche y más descuidados les cae encima el exorcista con todas sus armas: el crucifijo en una mano y en la otra el hisopo de agua bendita que moja en el calderillo de vez en cuando para rociar la espalda cubierta de rugosidades del hombre pez. “Pan, vino, tabaco” es lo que obtiene por toda respuesta de la retórica de combatir diablos del fraile dominico. La réplica enciende al exorcista al creer que se burla de él. La tensión del momento le pone al rojo vivo todos los marcadores y le da un vahído. Los buenos cuidados de los frailes franciscanos durante varios días recuperan el cuerpo desmayado del dominico y poco a poco lo van sacando de la depresión por el fracaso con el diablo. El exorcista, que nunca da por perdido un combate, se castiga por la derrota, se entrega a la flagelación y la disciplina. Una semana a pan y agua para fortalecer el espíritu.
Mientras tanto los frailes compran una tinaja enorme a un tabernero vecino. En su interior caben tres personas con holgura. La llenan de agua con gran trabajo y el exorcista la bendice con sales del mar Muerto bendecidas por el Papa. El propósito del exorcista es hacerle una inmersión completa al hombre pez para ver si los demonios son capaces de resistir tanta agua bendita. Lo que ocurre no es para contarlo, hay que leer para creer porque tampoco lo contaron los testigos. El amor está en el agua, vivir para cantarlo.
Al día siguiente del exorcismo frustrado llega carta en el correo de Madrid. Don Domingo de la Cantolla da cuenta de otra recibida del párroco de Liérganes en la que se puede leer que cinco años atrás Francisco de la Vega y del Casar había desaparecido en la ría de Portugalete. Francisco era hijo de una familia de labradores pobres de la villa. Siete años atrás sus padres lo habían enviado a Bilbao a que aprendiera el oficio de construir barcos.
La novela pega un volantazo, el autor nos traslada de lugar y tiempo, de las arenas del sur caliente a las tierras del norte agreste. De la vida monacal en un convento franciscano en el que las necesidades básicas bien cubiertas permite a sus moradores dedicar el tiempo a la poesía mística, pasamos a la prosa sin corsé y más pedestre de una familia de labradores de pocas tierras en la que los padres tienen que espabilar para dar de comer a los vástagos en un invierno seco de hielos agresivos que dejan tierras estériles, duras como un camino. En los libros de historia saldrán los tejemanejes del rey Felipe IV para dejar heredero, incluso que ese febrero padecía estreñimiento a causa de unas hemorroides que le traen a mal traer. De los pinceles de Velázquez sale su último óleo, (muere en el mes de agosto de 1660): el retrato de Felipe Próspero, heredero del trono malogrado a los tres años de edad.
Felipe Próspero
Diego Velázquez
Kunsthistorisches Museum de Viena.
Como ya hemos señalado, Francisco nace en febrero, apenas mes y algo después del fallecimiento de su padre en un accidente laboral. Fuego y agua, elementos fundacionales de la vida e ingredientes activos de esta novela. Incinerado queda en una carbonera de los montes de Vizcaya. Actividad a la que se dedica en los inviernos para complementar los magros ingresos de la agricultura. Si nos fijamos un poco, vemos que el autor repite la técnica narrativa. Primero da la fecha de un suceso y luego nos cuenta qué pasa hasta llegar a ella. María ya siente síntomas de parto cuando coge la tabla y el cesto de la ropa para irse a lavar. Normalmente lo hace en la puente del batán, pero esa mañana baja hasta el río porque del hueco de un fresno que flanquea el camino sale un intenso olor a gato muerto. Allí junto a la poza grande donde se bañan los niños en verano, Modesta la molinera la descubre junto a un recién nacido que ni llora ni respira entre las piernas. Ella lo pone boca abajo, le da unos azotes en la espalda hasta que “rompe a llorar con un berrido agudo y desesperado, creciente y perturbador como el maullido de los gatos durante la cópula.” Así paren las madres, así venimos al mundo, como los animales. Francisco nace entre los dolores de la madre desmayada y se escurre como un pez, buscando el agua, la querencia para vivir o morir. Cuando llega el cura, la partera ya lo ha reanimado y lo ha puesto a los calostros de la madre. Lo bautizan la tarde del domingo como era costumbre: bautizar enseguida para que si el niño muere vaya al cielo y no al limbo de los justos, saturado de almas inocentes.
El día del bautismo berrea como un condenado y vuelta a buscar su querencia en el agua desde bien pequeño. Se le escurre al padrino y cae en la pila del agua bendita. Y he aquí que nadar como un batracio y parar de llorar es todo uno. El Santo Oficio prohíbe hablar de este anecdótico suceso, no fuera a ser que algún inquisidor posterior lo relacionara con un oscuro episodio de herejía que se le hizo en 1734 a Fray Juan de la Vega, descendiente de Francisco, que fue acusado de molinesista, seguidor del escritor y teólogo Miguel de Molinos y su quietismo.
"Los frailes del convento de San Francisco pensaban elaborar un vino secreto, mejor que los de Jerez"
Francisco padre siempre decía que ya no hacía el frío de antes. Él, que había nacido con el siglo, recordaba el invierno de 1624, en el que se candaron todos los ríos de España, los grandes y los chicos. El hielo rompió las barcas de un puente para pasar el Ebro en Tortosa. Aquel invierno tampoco dejó de nevar. Él se iba al monte, a las carboneras, dejando a su mujer en casa, de nuevo embarazada, con la lechigada de hijos. No era el frío lo que le congelaba el alma, sino la pujante juventud de ella. Contaba ya cincuenta años cuando se la ofrecieron por esposa. María del Casar tenía dieciséis años y un hijo desde que salió de casa a servir en otra casa de ricos. Aunque los hijos, la poca comida y el mucho trabajo la avejentaran pronto, sin embargo, nunca tanto como a Francisco que se llenaba de un día para otro de los achaques propios de la edad. A Francisco le llevan los demonios que Anselmo, compañero de monte y carboneras, le advierta que debe guardar el rebaño si no quiere ver que se lo come el lobo. Las nieves de noviembre son traicioneras, tronchan muchas ramas de los árboles, le hunden el tejado de la choza y le dislocan el tobillo. Bajan a Francisco cojo y durante el mes y medio en cama se le disipan las nieblas de la sospecha sobre la fidelidad de su mujer y tiene tiempo de pensar en los hijos. Quiere que estudien y aprendan lo que ellos no pudieron. Así se lo pide al cura, don Juan de la Rañada, que accede como hombre de bondad espontánea a enseñarles a leer y a escribir con la esperanza de ganarlos para su causa y que alguno de los cuatro hermanos pase a engrosar las filas del clero.
La infancia de Francisco transcurre feliz. El relato de la niñez de Francisco podría ser un cuento independiente, lectura para niños con planteamiento, nudo, desenlace, misterio y moraleja. Una preciosa historia adaptada a la edad de los protagonistas que tiene de todo: bullying en las calles y matonismo submarino. Los veranos va a bañarse a las pozas del río, al cuidado de los hermanos mayores. Cuando tenía dos años, cuando aún no andaba porque tenía retraso en la movilidad, ya gatea a la poza para nadar sin que nadie le enseñe, para enfado de la madre que recuerda que casi se le ahoga al nacer.
Después la historia del hijo del alcalde, Quinquicinco (con rima consonante y ripiosa como “La talla treinta y ocho me aprieta el…”). Cómo Francisco le gana cuatro reales y como consecuencia sufre el acoso del hijo de la autoridad y sus secuaces, mozalbetes de unos catorce o quince años, puro rencor, que no soporta que un niño le haya dejado en ridículo. Y la cruz de la moneda cuando Quinquicinco urde un plan para rescatar las coronas de plata de la Virgen Blanca y del Niño Jesús que desaparecen de la iglesia y le echa la culpa al Ojáncano, un habitante legendario de los bosques más tupidos de Cantabria y de las pozas más hondas de Peña Cabarga. Consigue que desaparezca la segunda parte de la rima y queda como el héroe para la gente de Liérganes.
El tren de ayer se aleja, el tiempo pasa,
la vida alrededor ya no es tan mía,
desde el observatorio de mi casa
la fiesta se resfría.
Joaquín Sabina
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
4 comentarios:
Sin duda que en aquella Edad de Hielo, en un convento del sur, franciscano por más señas, se vivía mejor que en el áspero y húmedo norte.
Los franciscanos del cuento responde sin duda a su proverbial amor hacia todo ser, incluidos animales e híbridos.
El mundo siempre difícil para el diferente si, además, es pobre.
Qué bien rellena el autor las lagunas de los documentos con material narrativo del bueno: ese nacimiento en el agua, ese exorcista y la tinaja...
El espíritu franciscano triunfa sobre el dominico inquisidor.
Los remordimientos lo matan.
Ni se si Francisco al nacer buscaba la querencia del agua o volver al líquido materno huyendo de un mundo violento y duro.
Un abrazo
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