sábado, 24 de febrero de 2018

Pedro Páramo (y 7) Juan Rulfo. Venus latina.





"Se había olvidado del sueño y del tiempo"


Pedro Páramo (y 7) 
Juan Rulfo 

La revolución villista llega a las puertas de la Media Luna. El ejército de Damasio ha crecido, ahora está al mando de más de mil hombres y se ha unido a las tropas de Pancho Villa que vienen del norte arreando parejo. No era verdad que Damasio hubiera perdido la guerra, solamente fue una escaramuza contra un pelotón de pelones que luego resultó ser todo un ejército. Vienen a pedir dinero para no tener que robar a los vecinos que son sus parientes. Mientras en Comala se mueren de hambre, ellos no vienen con hambre, dicen no más estar hartos de comer carne. La comida vegana es cara y necesitan “dinero para mercar aunque sea una gorda con chile.” Pedro Páramo le responde que él ya les dio, ahora que vaya a Contla que hierve de ricos. Buena gana de estar en la revolución si tiene que pedir limosna. Pedro Páramo se queda solo como un tronco duro desgajado por dentro mientras los hombres desfilan al trote de caballos oscuros, temblando la tierra. Piensa en Susana, en el “puñadito de carne” con el que acaba de yacer, se abraza a ella tratando de hacerla la carne de Susana San Juan. “Una mujer que no es de este mundo.” Demasiada metafísica para entenderlo, pero bueno habrá que tener fe en la literatura profunda. Un dejarse arrastrar por el vértigo del misterio y el culto a la madre naturaleza encarnada en esta mujer inalcanzable. 

La tierra vuelca la oscuridad todos los días al amanecer. Susana tiene un don, puede escuchar el chirrido de los goznes oxidados de la tierra vieja, cansada de tanto girar. La tierra chirría porque debe estar en pecado. Susana está en las últimas. Mientras Justina hace las tareas cotidianas de la casa, Susana reflexiona con ella acerca de la vida de los pájaros y la muerte que acecha, el cielo de Justina y el infierno de Susana que es la única creencia que ella confiesa. De poco vale la confesión de la noche anterior con el padre Rentería. No debe estar en gracia de Dios porque el padre tarda en traerle la comunión a la mañana siguiente. Pedro Páramo la observa retorciéndose en convulsiones, “debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos.” Semidormida, el padre le da la extremaunción y comunión. Ella sólo se acuerda de los ratos felices pasados con Florencio antes de hundirse entre la sepultura de las sábanas, incapaz de aceptar el consuelo de la religión. 

Las señoras Ángeles y Fausta comentan las vísperas de Navidad que es raro que la ventana de la Media Luna donde habita Susana esté apagada. Les extraña porque la han visto siempre encendida desde hace tres años, dicen que la pobrecita loca teme mucho la oscuridad. Sospechan que algo malo debe pasar porque ven al doctor Valencia correteando de prisa a la Media Luna y después encenderse la luz. Pedro Páramo se merece todo lo malo que le pase y más, pero ella no, nadie desea que se vaya sin los auxilios espirituales y que siga penando en la otra vida. Lo que a ellas les preocupa más es que todo el trabajo que han echado en arreglar la iglesia para que luzca en la Navidad se eche a perder si alguien muere en el entretiempo. Le rezarán un avemaría a la virgen y que sea lo que Dios quiera. El silencio cierra la noche en el pueblo. 




"Sentirás como si tu misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará..."

Susana San Juan muere en la cama. Muere con una sonrisa dibujada en la boca cuando la respiración se le corta para siempre. Observada y asistida desde el fondo del cubículo por Pedro Páramo, el doctor Valencia y el grupo de mujeres a las que les falta tiempo para llorar y entonar a coro oraciones de difuntos. Desde más cerca la auxilia el padre Rentería, no quiere darle los sacramentos hasta no medir el grado de arrepentimiento. Como depositario de la rígida ortodoxia moral, se empeña en obtenerlo con un tono amenazador, a través de meterle el miedo y la tierra en el cuerpo. Le hace repetir: “Tengo la boca llena de tierra.” Ante la resistencia firme de Susana, le ofrece la visión posterior a la última soledad. El cuerpo desmadejado, abandonado y comido por enjambres de gusanos rebullendo entre vísceras y partes blandas, descarnando los huesos y la visión gozosa de los ojos de Dios y el deleite de ángeles, arcángeles y querubines cantando, conjugado con el dolor terrenal, el tuétano de los huesos en lumbre, las venas marcadas por hilos de fuego atizado por un Dios eternamente iracundo. “Su juicio es inhumano para los pecadores.” Sin embargo, los pensamientos de Susana son terrenales, vuelan a los momentos de amor que él le daba, a la fusión de las bocas, a los labios apretados. Las últimas palabras son para pedirle a Justina que se vaya a llorar a otra parte. Qué cervantina es esta forma de rebajar a la realidad mostrenca del día a día una tensión que estaba por las nubes, elevada a las regiones más altas del horror y la belleza cultivadas en un crisol de sensaciones contrarias. 

La mañana del ocho de diciembre sale gris, pero sin frío. Al alba empieza a sonar la campana gorda de la iglesia mayor. La siguen las demás y luego todas las campanas de todos los campanarios de Comala. Cada vez más fuerte y sin parar. A los tres días todos estaban sordos, roncos de hablarse a gritos. Comala se llena de gente y de fiesta. Hay peleas de gallos, música y cantares de borrachos. No hay manera de hacerles comprender que las campanas tocan a muerto. Entierran a Susana sin que la gente se entere, casi de incógnito. Pedro Páramo no habla sino para maldecir y jurar venganza sobre Comala por tanto desprecio. Amenaza:  “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.” Sentado en su equipal a un lado de la puerta grande de la Media Luna solo pensaba, olvidado del sueño y del tiempo, así se le iban los días y las noches pensando en Susana, susurrando palabras, pidiéndole que regresara moviendo los labios. 

Gamaniel Villalpando duerme la mona tumbado todo lo largo que es encima del mostrador de su tienda. Tiene la cara tapada en el hueco del sombrero para que no le molesten las moscas. La culpa la tienen unos viajantes que estuvieron bebiendo hasta el amanecer y él los acompañó por no dejarlos solos. Abundio Martínez lo intenta despertar pero nada, a Gamaniel le parece otro borracho más de la noche anterior. Le contesta destemplado por la resaca, se da media vuelta y vuelta a dormir. Lo atiende su madre, Inés Villalpando, que lo disculpa. Abundio quiere de beber, algo que ahogue las penas por la muerte de su mujer. Hasta tuvo que vender el burro para pagar el doctor, pero resultó inútil, nada se pudo hacer por salvarla. Allá la dejó a la Refugio, muertita en el patio de la casa para que le diera el relente y no se apestara tan pronto. Le vende dos decilitros por el precio de uno con la condición de que le diga antes de que se enfríe que ella la apreció en vida y que interceda por ella en el cielo. 




"Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente."

Refugio muere sola sin nadie que la auxilie, el padre Rentería los ha dejado colgados, dejó de estar disponible cuando se echó al monte a hacer la revolución. Hasta el Tilcuate se ha unido a él, con él tienen la salvación asegurada. Abundio sale de la tienda dando estornudos y tumbos, saliéndose del pueblo por donde le llevó la vereda de atrás. Llega ante Pedro Páramo tambaleándose y le pide una caridad para enterrar a su muertita. Pedro Páramo se tapa debajo de su cobija y Damiana grita: “Están matando a don Pedro.” Gritos que le taladraban las orejas, gritos que Abundio no entendía y que lo dejaban sordo. 

Cuando vinieron aquellos hombres lo pillan con el cuchillo ensangrentado. Se aparta del camino a vomitar litros y litros de bilis. Solo acierta a decir: “Estoy borracho,” mientras se lo llevan a la rastra, haciendo surcos en la tierra con la punta de los pies, abundando en la tierra, cavando su propia tumba. 

“Todos se van,” piensa Pedro Páramo y a él sólo le queda morir del todo porque ya “estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos.” Piensa en Susana suave, restregada de luna, irisada de estrellas, reflejándose en el agua de noche y luna. Pero la realidad es montaraz y tiene la aridez de la piedra. Al querer aclarar la imagen no puede, las manos ya tienen la inmovilidad de las piedras. También se le detiene el corazón, con él, el tiempo y el aire de la vida. Sabe que en unas horas Abundio le pedirá cuentas por la ayuda que le negó y tendrá que verlo y oírlo porque ya no le quedan manos para taparse los oídos y los ojos. Tendrá miedo de quedarse solo con sus fantasmas. Damiana le despierta, el almuerzo está listo. “Voy para allá, ya voy” son las palabras postreras antes de desmoronarse como un montón de piedras en un regreso a los orígenes porque Pedro es piedra.

Me echaron de los bares 
que usaba de oficina 
y una venus latina 
me dio la extremaunción.
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



5 comentarios:

Myriam dijo...

Aquí la venus latina, fue el mamporro de Abundio
que lo pasó a mejor vida, sin extrema unción ;-)

Un abrazo

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

Como nos tienes acostumbrados desde hace años, sólo decirte que han sido estupendas tus aportaciones a la lectura del 'Pedro Páramo'.

Abrazos.

Abejita de la Vega dijo...

Matan a Pedro Páramo.
¿No estaba ya muerto?
Un placer pasar por aquí, Pancho.

Paco Cuesta dijo...

El final de la novela queda en manos del lector, él dictaminará según su entender el cuando,como,porque de Juan Preciado y Pedro Páramo.
Un abrazo

Pedro Ojeda Escudero dijo...

La Historia -con mayúscula- es algo que viene y va, que sucede, pero que no entra en la profundidad de la tierra: allí está Pedro Páramo.
Excelente visión ese desmoronamiento final que nos lleva a Sabina...
(Regreso, gracias por la paciencia.)