jueves, 5 de enero de 2017

Niebla (y11) Miguel de Unamuno. Y cierra la puerta.




"El pobrecillo, recordando mi sentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta a casa."


Niebla (y11) 
Miguel de Unamuno 

El viaje relámpago de Augusto a Salamanca termina al atardecer. La misma noche regresa en tren con la sentencia de muerte sobre su cabeza. (Siempre sobre la madera/ de mi vagón de tercera). La estrechez del departamento hace de corredor de la muerte. Por su mente medio adormecida por el traqueteo, pasan fugazmente los paisajes familiares de la tierra que dejará para siempre: las encinas poderosas, los pinares, los páramos castellanos y las montañas nevadas. Con el futuro escrito y privado de la posibilidad de quitarse de en medio, la suerte está echada. No hay marcha atrás a estas alturas del relato. Procura que el viaje dure lo máximo posible, pero un imán misterioso, un impulso íntimo,  lo arrastra a casa para morir cerca de los suyos. Todas las desventuras, su historia tragicómica y su propio cuerpo se funden en una niebla. Sólo hay algo más triste que no ser más que una fantasía, ser el sueño de otro. Definitivamente, es un buen hombre que ha venido al mundo para rendirse brazos en alto, a sufrir y ser humillado. La nada le parece más pavorosa que el dolor. 

Déjese de andrónimas y cosas de libros, le reprende tratando de animarle Liduvina cuando lo ve aparecer en la puerta como un fantasma, como la muerte andando. Augusto le explica que no llega ni vivo ni muerto, él no existe. Es sólo una idea; por lo tanto, no puede morir. Una idea es inmortal. Siente un hambre primario, un apetito voraz que lo arrastra a comer de manera compulsiva, por instinto. “Edo, ergo sum.” Como, luego existo, en romance. Comer es lo que ahora le mueve. 



¿Será verdad que no existo realmente?

A las puertas de la muerte el alma se entristece, pero el cuerpo entra en una fase de apetito furioso. Una idea no vive, sobrevive. “Más mató la cena que Avicena” le censura de nuevo Liduvina al verle engullir sin medida. Comer por desesperación no es comer, es no existir. Comer hasta perder el control, hasta no poderse tener en pie, “como si todo eso me fuese cayendo desde la boca en un tonel sin fondo, ” es no existir. 

Augusto se acuesta para morir, echado, como mueren los animales. Pide a Domingo que le desnude, que le deje como su madre lo trajo al mundo. Piensa morir desnudo. No busca la soledad para morir, lo quiere a su lado, sentirlo dormir y roncar. Escribe una carta para mandar a Miguel de Unamuno, en ella pone: “Se salió con la suya. He muerto.” Le dice a Domingo que le rece despacito el padrenuestro, el avemaría y la salve como acariciando el oído. Deja de sentir la mano. Uno empieza a morirse por partes. Luego no siente el pulso. Cae dormido y repara que su vida no ha sido más que una niebla. 

Cosas de libros, cosas de libros, le insiste Domingo. Aún tiene fuerzas para preguntar si conoce a Miguel de Unamuno. “Ese señor un poco raro que se dedica a decir verdades” también es cosa de libros. Él también morirá, se morirá aunque no lo quiera. Esa es su venganza, esa es su maldición. Lanza un grito más allá de las tinieblas: “Eugenia, Eugenia.” Dobla la cabeza y muere. Muerte por asistolia, algo del corazón. El médico certificó la muerte de Don Miguel como “hemorragia bulbar.” A Liduvina no se le va que la muerte del señorito ha sido cosa de la cabeza, se ha dejado morir, ha sido un suicidio. “Se salió con la suya.” Uno no existe sino para los demás y si los demás dejan de imaginarlo,  muere. “Domingo lloraba.” 





"Coma usted [...] El que no come se muere."

Al llegar el telegrama a don Miguel, le entran remordimientos de haberlo matado, debería haberlo dejado suicidarse, así que piensa resucitarlo. Se queda dormido y se le aparece Augusto. En sueños le dice que resucitar no es hacedero. Crear un hombre mortal es cosa fácil, resucitarlo es imposible, como imposible es resucitar a don Quijote. Ni aunque lo vuelva a soñar porque nunca se sueña dos veces el mismo sueño. No vaya a ser que Unamuno sea una ficción, solamente  una excusa para que las historias corran por el mundo. Augusto se disipa en la niebla negra. Don Miguel se despierta y aquí está la triste historia de Augusto Pérez. 

Hay algo más; una oración fúnebre como colofón, el punto final a la novela. El idioma castellano se adapta como anillo al dedo para expresar el dolor póstumo por la muerte de un ser querido. Se amontonan los mejores y más enormes versos de nuestro idioma a nada que pensemos un poco. Por ejemplo,  Las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique: 
 “Recuerde el alma dormida, 
 avive el seso y despierte 
contemplando 
cómo se pasa la vida, 
cómo se viene la muerte  
tan callando” 
De Federico García Lorca,  El llanto por Ignacio Sánchez Mejías, el amigo torero caído en el ruedo de Manzanares
 "La vaca del viejo mundo 
 pasaba su triste lengua 
 sobre un hocico de sangres 
 derramadas en la arena, 
 y los toros de Guisando, 
 casi muerte y casi piedra, 
 mugieron como dos siglos 
 hartos de pisar la tierra." 
O los versos tremendos de Miguel Hernández dolorido por la muerte de Ramón Sijé: 
"Un manotazo duro, un golpe helado, 
un hachazo invisible y homicida, 
un empujón brutal te ha derribado."




"¡Soy inmortal! ¡Soy inmortal!"-exclamó Augusto. 

Desde hoy añado,  por mi cuenta y riesgo, este llanto precioso del perro Orfeo enfrentado al abismo de la soledad que muere de pena a los pies de su amo, Augusto Pérez. Orfeo es quien más sinceramente siente la muerte de Augusto. Acurrucado a sus pies, huele la orfandad y una nube negra envuelve su espíritu perruno. La muerte de su amo le sume en la inmensa soledad. Divaga sobre los orígenes de su especie. Los perros no han sido domesticados como el toro nacido para el dolor o el caballo. La relación mutua surge de un contrato social: el perro levanta la caza, el hombre la cobra y da su parte al animal. A cambio el perro evoluciona, aprende a ladrar en lugar de aullar. Por paradójico que parezca, el hombre ladra a su manera: habla. Le pone nombre a las cosas y se olvida del objeto que representa, sólo oye el nombre de esa cosa: habla. Los perros y los demás animales entienden al hombre cuando aúlla, entonces lo entienden bien, cuando chilla, cuando aúlla. ¡Cuánto aprendió Augusto de sus silencios y lametones! Al hablarle, se hablaba. Ahora frío e inmóvil, la comunicación falla: sólo silencio por fuera y por dentro. Su amo desde la atalaya le espera, desde la alta meseta de la tierra donde duermen los hombres puros y los perros santos. Allí espera la llegada de Orfeo que siente venir la niebla tenebrosa y saltando y moviendo el rabo se deshace en la niebla oscura. 

Acurrucado, muerto a los pies de su amo, lo encuentra Domingo que se queda en el mundo de los vivos otro poco, llorando al contemplar el ejemplo de lealtad y fidelidad del perro, Orfeo.

 When I was younger  so much younger than today 
 I never needed anybody's help in any way 
 But now these days are gone  and I'm not so self assured 
 Now I find I've changed my mind, I've opened up the doors 

Help me if you can, I'm feeling down 
And I do appreciate you being 'round 
Help me get my feet back on the ground 
Won't you please, please help me?
Beatles/Caetano Veloso




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



Las caricaturas son de Luis Bagaría. Están en el repositorio documental de la USAL. 


2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Comienzo por disfrutar de Caetano Veloso, claro.
Este final de la obra es, en sí mismo, una obra maestra. Vale por miles de novelas y de textos filosóficos. Y la genialidad del monólogo de Orfeo... ni el final del Ulises de Joyce, por cierto, que vete a saber dónde se inspiró (qué ganas tenía de decirlo).
Echarse a morir. Como los animales. Qué cierto. Y qué impotencia la de su creador.

Abejita de la Vega dijo...

Vamos con el gran don Miguel, aunque este Miguel no esté mal. Es más fácil leer a Cervantes que a Unamuno, al menos para mí.
Besos y feliz año 2017.