jueves, 17 de enero de 2013

Angelitos para el cielo






Retrato de Pío Baroja Juan de Echeverría

La Busca. Pío Baroja (6) 

 Una vez concedido el permiso de los padres para hablar con  su hija Milagros, el Lechuguino se reforma, deja la mala vida de juerga y de la noche. Ello provoca en Leandro “un amargor que se deslizaba hasta el fondo de su alma”. Discute con ella y se  va de nuevo con Manuel  a la Taberna de la Blasa  a beber y a despotricar de las mujeres: “La más buena es tan venenosa como un sapo”. Bebe con el Pastiri que se palpa,  pero al tentarse no acierta a encontrar la faca en el bolsillo. Se encara con el Valencia. Leandro, con la cara inyectada de sangre, en un arranque del  valor que dan unos vasos de vino levanta en fole al Valencia, lo agarra por la solapa, lo zarandea y lo golpea contra la pared. Unos que animan, otros que separan y cada uno de los dos protagonistas dispuestos a dejar seco al contrario; la zapatiesta está liada porque con el honor de un navajero hemos topado. Cuando parece que el Valencia se da por vencido al escabullirse de la taberna con el rabo entre las piernas, reaparece de repente para lanzarle el cuchillo a traición y después ahueca el ala: “Pasó el arma zumbando por el aire como una terrible flecha y quedó temblando clavado en la pared”.  Manuel, que a medida que avanza la historia da la sensación que de tonto tiene lo justo,  ya había alzado el vuelo antes, al ver el mal cariz que tomaban los acontecimientos.  



El último capítulo de la segunda parte es trabajo de un artesano de la literatura, una obra maestra desde el punto de vista narrativo. El aliento cervantino de su estructura no desmerece nada de lo que yo haya leído hasta La Busca. La mezcla de la ficción,  del relato fantástico desdibujado por la lejanía, y la realidad con su inmediatez de tozuda cercanía merecen un estudio detenido. 



 Familia de Acróbatas con mono. Picasso

Don Alonso, el Hombre-Boa, aparece por el corralón acompañado de una mujer volatinera y una niña a principios del otoño. Traen consigo un fardelillo de ropas, un perro de lanas y un mono atado con una cadena. Podría tratarse de la Rosita que Roberto buscaba, pero un día no volvieron ni con silla ni con albarda, desapareció la troupe igual que había llegado. Mientras don Alonso aconseja al hermano pequeño de los Aristas en sus entrenamientos de saltimbanqui, el mayor entretiene a Manuel contándole historias lúgubres de cementerios. Don Alonso despliega su imaginación con relatos de doble fondo, lugares lejanos y animales quiméricos que se parecen a los que no mueren entre los besos, mimos y caricias en las claridades asépticas y diáfanas de los mataderos: “lo atravesé de parte a parte y le dejé clavado en la playa. El animal bramaba como un toro". El autor logra que el lector viva una experiencia divertida a través de la historia     fantástica de la vida de un personaje secundario que puede parecer prescindible, pero que se lee con agrado. Utiliza el diálogo entre los presentes que lo escuchan para construir un relato vivaz y atractivo. Demuestra con ello un manejo nada común del arte de narrar. Pasa con habilidad del relato fantástico a exponer el drama de la muerte de Leandro y Milagros. 

Un domingo de quince días más tarde,  Manuel abandona la pensión de su madre porque las hermanas discuten sobre enaguas. Llueve a cántaros en las calles del centro de Madrid. Refugiado en el café Levante de la Puerta del Sol,  se toma un café. Observa desde el interior el comportamiento de la gente endomingada huyendo de la lluvia. Parecía un rebaño de tortugas apretadas con sus convexidades negras apuntadas hacia el cielo: bella imagen del panorama oscuro que se cierne sobre los personajes.



"Algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma"

A continuación sucede una parada narrativa, necesaria para marcar la transición en la narración, nos cuenta las nubes como sólo su amigo Azorín las sabía definir con una de las descripciones más trágicas y tenebrosas que uno recuerde: “En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. […] humaredas negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento”. - Azorín en Castilla, 1917: "Hay nubes redondas, henchidas, de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos translúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitos iguales e innumerables, que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul". - Vientos sombríos aletean en el aire. El autor carga el ambiente del espesor de la tragedia para narrar el momento álgido de la novela. Como si la muerte proclamara su victoria en los cielos de Madrid o el despenamiento a perpetuidad por el sacrifico de una pareja de seres humanos.





 Matador. 1970.  Picasso


El crimen es uno y un suicidio. Cuando Manuel llega al lugar de los hechos, el asesinato ya se ha cometido. Pío Baroja relata el suceso no desde el punto de vista de tres testigos distintos, como habría hecho cualquier otro autor, sino que el lector descubre lo acontecido al mismo tiempo que Manuel, recorre los mismos pasos que el protagonista siguió, desde los primeros rumores del crimen atisbados entre  el murmullo callejero, pasando por el suicidio de Leandro para concluir en la impresión que le produce contemplar la muerte de cerca en el depósito de cadáveres. Porque la muerte es la nada; la misma, la del cobarde y la del valiente. No hay quien libre de la tumba ni a unos ni a otros. 

 La muerte de Casagemas. 1901.  Picasso

En efecto, Manuel se entera de lo sucedido por el relato de tres testigos presenciales  en tres momentos distintos: el Sr. Zurro que estaba leyendo el periódico, una vieja que le ve salir de casa con la navaja ensangrentada y un aprendiz que presencia cómo se mata al tropezarse con la Muerte. El morbo de indagar qué queda después de la muerte guía sus pasos al depósito de cadáveres. Allí “Las tres mujeres echaban la culpa de todo a la Milagros, que era una golfa, una mala hembra descastada, egoísta y miserable”. “Entre unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de Leandro”. La presencia del acabamiento aterrorizó a Manuel y a Vidal. Las niñas cantaban a coro en la calle. Aquel contraste de dolor y serenidad provoca confusión en el adolescente Manuel.



"Estando Martínez castigado en clase
de rodillas y de cara a la pared.

Vestida de luto por parte de madre

lo alcanzo la muerte por primera vez.

Le dejó los mocos, se llevo el pañuelo

que falta le haría, otro ángel al cielo."

Sabina &Serrat






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

6 comentarios:

Merche Pallarés dijo...

Parece que en este capítulo se muere ¡hasta el apuntador! Muy bien explicado por tu parte, Panchito. Besotes, M.

Myriam dijo...

¡jajajajajajaja me rio por el comentario de Merche, perdón, no puedo evitarlo!. MERCHE: ¡eres genial, me encanta tu humor!, pero te aclaro con permiso de PANCHO, que Leandro despechado, mata a su ex-novia (que lo había abandonado por otro) y se suicida. Todo ésto causa horror en Manuel. Esas son todas las muertes del capítulo, que ya son muchas.

PANCHO y ¡qué decirte!, analizas el capítulo con tanto cariño y elaboración, que al final, vas a hacer que P.B. me guste... Y te agradezco la comparación del párrafo ese con el de Azorín, muy ilustrativa la semejanza.

Besos

Abejita de la Vega dijo...

A Baroja le impresionaban, al parecer, los atardeceres impresionantes de Madrid. Y los trasladaba magistralmente al papel.

Leandro tenía poco de ángel y al cielo no creo que fuera. El medallón de Milagros con el retrato de Leandro nos rompe los esquemas.

Besos

Pedro Ojeda Escudero dijo...

En tu comentario has dejado perfectamente reseñada la forma narrativa barojiana y su magistral manejo del tiempo con el que acelera o detiene la narración, hace que los personajes entren o salgan de ella.
Magnífico.
Estoy contigo: estos pasajes dedicados al circo son de lo mejor de la novela.

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:
Señalo y copio algunos de los párrafos subrayados en mi libro:

pág.72 …”A los dos o tres meses de estancia en el Corralón, Manuel se hallaba tan acostumbrado a su trabajo y a su vida, que no comprendía que pudiese hacer otra cosa.”
pág.77 ...”Las disputas frecuentes entre Leandro y su novia...”
...”La muchacha despedía a su novio; pero luego, al verle volver humilde y dispuesto a aceptar toda condición, se mostraba menos rigurosa.”
...”Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino.”
En la pág. 95...qué bien cuenta Baroja -capítulo VII- la Kermesse de la calle Pasión, el diálogo entre la pareja de enamorados, las amigas, los galanteadores, los celos del novio...
Perfecto el relato de lo importante:Pág.115... –en el corsé- “...entre unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de Leandro’

Un abrazo

P.D.: ¡Vaya dos, Serrat y Martínez!

andandos dijo...

Estupendo comentario, como también los anteriores, que ayudan a leer el libro de manera más adulta.

Un saludo