
Anda el ambiente revuelto con el asunto de los toros de casta. Personalmente podría importarme un ardite la vaca y el hijo de la vaca, pero paso de sustraerme al ruido de los centinelas de las buenas costumbres, de los guardianes que disciernen el bien y el mal, de los que afirman y se quedan tan panchos que ningún argumento sirve para justificar una actividad que produce sufrimiento de un animal en tierras de otros porque lo blindan en la propia con actividades mucho más dolorosas para el animal.
No conozco a nadie que viva con alegría la prohibición de cosas sin ton ni son, y estoy cada vez más convencido -por supuesto- del arte de Morante cuando esculpe mariposas a dos manos en el envés del aire, al compás del vuelo de su capote. Que nos acusen de asesinato alevoso, de despiadado torturador y canalla pervertida suena amargo y venenoso como la adelfa de mi patio.
También está el aspecto de la secular relación de la fiesta de los toros con el periodo de asueto anual que vivimos desde pequeños, con lo que la fiesta conlleva de desinhibición y relación con los amigos y familiares que sólo ves por las “fiestas”.
Recuerdo que cantábamos al alcalde de turno pidiendo un día más de fiesta, que alguna vez lográbamos con la consiguiente compra de más vaquillas para torear al día siguiente:
Señor alcalde, señor alcalde
Que si no hay toros, tampoco hay baile
Y si no hay baile, tampoco hay misa
Porque los mozos no la precisan.
El toreo consiste en dominar a un animal superior con los vuelos del capote y la muleta, también es luces y sombras, sangre y muerte en el ruedo, claro que sí, a veces vida, como la corta existencia que cada uno vive como puede, bastante alejada de los irreales mundos de Yupi. Más en este país de excesos que ahora trata de evitar la muerte del toro bravo en la plaza, como si haciéndolo se evitara el sufrimiento de millones de animales para sustento de otros.
Con la única excepción de los integrantes de partidos animalistas anti taurinos, ignorantes de la realidad del toro de lidia en el campo, lo que les hace intolerantes con los que no piensan como ellos por creerse nacidos con el Santa Sanctorum encima de la cabeza, ungidos de la verdad pura, pues para ellos no hay sino dogmas, decretos, fórmulas, recetas y prohibiciones, nadie duda de que la lidia del toro bravo en el ruedo ha sido el agente primordial que ha preservado casi cuatrocientas mil hectáreas de dehesa arbolada: siempre mejor que un espacio dedicado a la agricultura intensiva, desprovisto de la sombra de la encina, del roble o del alcornoque por el estorbo que representa. La fiesta brava - y sólo ella - ha permitido el desarrollo del ganado de casta en semilibertad, preservando así esta raza junto con la extraordinaria e insólita variedad que conforman sus casi cincuenta encastes distintos, durante los últimos trescientos años.
Otro aspecto a tener en cuenta es que de este sector viven (unos mejor que otros, como en todos los sectores) ciento cincuenta mil personas, más sus respectivas familias, en toda España… Están las cosas precisamente apropiadas para cargarse sectores y alargar las colas del paro.
El toro de lidia es el animal privilegiado por excelencia, el mejor tratado de los que conozco. A cambio de su privilegio dentro del mundo animal, se le pide que muestre su bravura en el ruedo durante algo más de diez minutos. Siempre que un toro bravo entrega la vida en la plaza, su raza obtiene una prórroga en la extinción cierta que sobre ella caería como una maldición en caso de que la prohibición se extendiera a otros parajes.
En caso de ser animal, preferiría ser toro bravo. Además de vivir más años y en mejores condiciones que la mayoría de los animales conocidos, tendría la posibilidad de mostrar la bravura para la que fui criado y obtener el indulto como premio a la misma. En todo caso, siempre mejor que ser una máquina de carne en el silencio ensordecedor de un matadero.
Recuerdo que cantábamos al alcalde de turno pidiendo un día más de fiesta, que alguna vez lográbamos con la consiguiente compra de más vaquillas para torear al día siguiente:
Señor alcalde, señor alcalde
Que si no hay toros, tampoco hay baile
Y si no hay baile, tampoco hay misa
Porque los mozos no la precisan.
El toreo consiste en dominar a un animal superior con los vuelos del capote y la muleta, también es luces y sombras, sangre y muerte en el ruedo, claro que sí, a veces vida, como la corta existencia que cada uno vive como puede, bastante alejada de los irreales mundos de Yupi. Más en este país de excesos que ahora trata de evitar la muerte del toro bravo en la plaza, como si haciéndolo se evitara el sufrimiento de millones de animales para sustento de otros.
Con la única excepción de los integrantes de partidos animalistas anti taurinos, ignorantes de la realidad del toro de lidia en el campo, lo que les hace intolerantes con los que no piensan como ellos por creerse nacidos con el Santa Sanctorum encima de la cabeza, ungidos de la verdad pura, pues para ellos no hay sino dogmas, decretos, fórmulas, recetas y prohibiciones, nadie duda de que la lidia del toro bravo en el ruedo ha sido el agente primordial que ha preservado casi cuatrocientas mil hectáreas de dehesa arbolada: siempre mejor que un espacio dedicado a la agricultura intensiva, desprovisto de la sombra de la encina, del roble o del alcornoque por el estorbo que representa. La fiesta brava - y sólo ella - ha permitido el desarrollo del ganado de casta en semilibertad, preservando así esta raza junto con la extraordinaria e insólita variedad que conforman sus casi cincuenta encastes distintos, durante los últimos trescientos años.
Otro aspecto a tener en cuenta es que de este sector viven (unos mejor que otros, como en todos los sectores) ciento cincuenta mil personas, más sus respectivas familias, en toda España… Están las cosas precisamente apropiadas para cargarse sectores y alargar las colas del paro.
El toro de lidia es el animal privilegiado por excelencia, el mejor tratado de los que conozco. A cambio de su privilegio dentro del mundo animal, se le pide que muestre su bravura en el ruedo durante algo más de diez minutos. Siempre que un toro bravo entrega la vida en la plaza, su raza obtiene una prórroga en la extinción cierta que sobre ella caería como una maldición en caso de que la prohibición se extendiera a otros parajes.
En caso de ser animal, preferiría ser toro bravo. Además de vivir más años y en mejores condiciones que la mayoría de los animales conocidos, tendría la posibilidad de mostrar la bravura para la que fui criado y obtener el indulto como premio a la misma. En todo caso, siempre mejor que ser una máquina de carne en el silencio ensordecedor de un matadero.
Muerte en duelo de mordiscos y azucenas