jueves, 7 de abril de 2022

Memorias de Leticia Valle (1) Rosa Chacel. Puedo sentir.

 



"había un misterio, una fuerza mágica en los olores de aquellos días"

Memorias de Leticia Valle (1)
Rosa Chacel 

Rosa Clotilde Chacel Arimón nace en Valladolid el año 1898, el mismo año que Federico García Lorca, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. Su familia, de tradición liberal, no pertenece a la alta burguesía; su madre, sobrina de José Zorrilla. Vive en la calle Núñez de Arce hasta los diez años de edad en que la familia se muda al barrio de Maravillas de Madrid. Rosa Chacel conoce a Timoteo Pérez Rubio (1896-1974) en las clases de escultura de la Escuela de Bellas Artes en 1915, cuenta ella con diecisiete y él diecinueve. Timo llega de Extremadura “con su traje de pana, de pana parda, traje de pastor”, que a ella le parece digno de un modelo de la pasarela Cibeles. Se casan en 1922, hace un siglo. Marchan a Venecia y pasan seis años en Italia con una beca. En 1936 la autora coopera de enfermera voluntaria y Timo se alista en las milicias republicanas. Pronto nombran a Timoteo coordinador de la evacuación de las obras del Museo del Prado, de acá para allá en España hasta acabar en Suiza como Leticia en la novela. Timoteo Pérez demuestra su eficacia como organizador. A toro pasado se puede afirmar que fue un milagro que aquello resultara bien, sólo “La carga de los mamelucos” de Goya es alcanzado por un bombardeo Nacional en Benicarló. El viaje de vuelta en tren por una Europa bombardeada por los alemanes en septiembre de 1939 resulta aún más azaroso. 

Rosa Chacel se exilia en Grecia en 1936, después viaja a Buenos Aires y Brasil donde su relación con Timoteo se deteriora. El regreso a España no es hasta 1971. En 1985 recibe una pensión vitalicia de las instituciones públicas de su ciudad natal para que pueda terminar sus días en España. Muere en 1994 y está enterrada en el Panteón de Personas Ilustres de Valladolid. 

Memorias de Leticia Valle es la primera publicación de Rosa Chacel en el destierro americano, antes había publicado Estación. Ida y vuelta (1931) y Teresa (1941), además de numerosos ensayos y relatos breves publicados en La Gaceta Literaria, órgano de expresión de los autores encuadrados en la Generación del 27. Memorias se publica en 1945, el año de la victoria de las democracias occidentales y el autoritarismo soviético, unidas en sociedad temporal para derrotar un mal mayor, violento e invasor. 


"Don Daniel dio por terminada la lección y yo me fui como si no hubiera pasado nada". 

Memorias de Leticia Valle es una novela breve, pero intensa. No llega a las doscientas páginas que se tardan bastante en leer porque requieren concentración y relectura, soledad y silencio alrededor para penetrar en las entretelas de las reflexiones de esta escritora apasionada que presta su pluma a una protagonista adolescente, que escribe como otros gobiernan, como si cada frase fuese un decreto ley y cada párrafo una epifanía surgida de lo cotidiano, de la observación de algo que pasa todos los días. 

La prosa de Rosa Chacel es sobria, precisa y ajustada, nada superflua, digna de admiración e imitación, por lo tanto clásica. El perfecto castellano que usa es heredado del pueblo que lo habla, sin renunciar en absoluto al tono culto que reviste la belleza de su prosa poética. Los escritores de la Generación del 27 a menudo se consideran deudores del lenguaje del cine, pues nacen con él y son testigos de su evolución. Como ejemplo tomamos la primera vez que Daniel y Leticia se encuentran a solas en el estudio. La minuciosa descripción de la escena es un encuadre cinematográfico a contraluz. Y la pregunta final es pura vanguardia, contraste cervantino para rebajar la tensión. Ella le ve en sol y sombra, la luz penetra en la habitación a través de las hojas de parra y choca contra los ojos llorosos de Leticia llenos de luz. Ese día lo escucha hablar más de una hora y media de Ataúlfo, la escala de Jacob y la guillotina de la Revolución Francesa. Se siente atrapada, como un ratón en una ratonera, por las flechas del amor que le levanta los pies del suelo, como el toro que se pasa al torero de pitón a pitón, y que ella convierte en una revelación, una experiencia mística: 
“él se puso de espaldas a la luz y yo comprendí que acabaría atolondrada si seguía mirando, a través de las hojas de la parra, el sol que daba en el jardín. Para evitarlo, y sobre todo para que él no viera que estaban a punto de saltárseme las lágrimas, me puse a mirar como distraídamente las cosas que había sobre la mesa. Él me preguntó: ¿Te gusta el mono?”[…] “Llegué hasta casa sin poner los pies en el suelo”. 

La luz tiene la fuerza desbocada de una estampida de bisontes en una del oeste. La autora la convierte en un personaje protagonista del relato por la minuciosidad con la que describe y organiza la localización donde sucede la escena. La luz en los momentos culminantes del relato es primordial. La luz cruda sin filtrar que golpea a Luisa armada de espejo y pinzas entresacando las canas y la luz sensual filtrada por la camisa blanca, ahuecada, que marca la parte lateral del torso y las costillas de Daniel. Para quedarse a vivir en el hueco trasparente, abrigado en todas las estaciones. En estos párrafos se desborda una sensualidad salvaje y natural que colocan a Rosa Chacel en lo alto del escalafón de la escritura erótica. Acabo de leer Lolita de Nabokov y no recuerdo ninguna escena con esta fuerza. La verdadera sorpresa es que lo consigue sin escribirlo; el sexo es un tabú, algo de lo que no se habla, le aplica un silencio soterrado cuando trata del amor. Chacel es una profesional del arte de la insinuación, maestra de la elipsis: leer entre líneas, querer decir algo que no está escrito. 

La luz y el sentido del olfato, como no he leído a nadie manejar: La luz brillante que permite desafiar el frío de primavera y que Rosa Chacel mezcla con el olor purísimo de la retama quemada y el olor penetrante que anula todos los demás que “parecía que olía a su mal humor” cuando Leticia va a visitar al hijo recién nacido del jardinero que cuida el jardín de la casa. 

La felicidad y los ratos agradables que Leticia pasa junto a Luisa la conectan con Daniel que es la vara de medir sentimientos: “En aquel momento me di cuenta de que don Daniel no había venido. Pensé: ¡si hubiera venido él, habría dicho algo de esto!”. “Parecía increíble estar respirando el hielo de la calle y entrar a oler las pinas de América y las limas colgadas en grandes guirnaldas por las paredes”.[…] “Había un misterio, había una fuerza mágica en los olores de aquellos días”.[…] “Teníamos las manos húmedas y heladas y los carrillos ardiendo de inclinarnos sobre el fogón, pero estábamos alegres e incansables y cada ráfaga de vapor oloroso que nos pasaba por la cara nos hacía cambiar una mirada”. 


"Los dedos se oxidan enteramente si los abandona uno"

Otra conclusión a la que se puede llegar de la lectura de MDLV es el buen uso del castellano en cuestiones de género gramatical. Como un soplo de aire fresco, hoy choca ver el uso del masculino como género común, seguramente después del tabarrón feminista que quieras o no quieras tenemos que soportar todos los días: he llegado a escuchar: Compañeros y compañeras, los castellano leoneses y las castellana leonesas... Automáticamente, uno se echa la mano a la cartera, alguien te la quiere meter doblada. Tiene poco que decir el que usa tanto circunloquio y palabreo insoportable. Un par de ejemplos cabales de lo contrario: 
“y aunque bien sabía que mi nuevo profesor no había de hacerme nunca esas preguntas bruscas que le ponen a uno en el caso de demostrar que no sabe nada ni nunca lo supo, quise someter yo misma a mi memoria a una prueba parecida”. 
“Es maravilloso llorar en un cuarto donde entra la luz del pasillo por el montante de la puerta y se puede estar viendo una de esas perchas de Vitoria de ganchos retorcidos, o también en las literas del tren, junto al techo, cerca de la lucecita azul, oliendo el humo que entra al pasar los túneles y sintiendo la trepidación que le mece a uno como si el tren fuese un ser muy poderoso que corriese llevándole a uno en brazos”. 

En este último párrafo tenemos también un ejemplo del uso que Rosa Chacel hace de los sentidos al escribir. Cómo se las arregla para engarzar la luz del pasillo que permite ver, el olor a humo, a cuarto cerrado, y el ritmo del traqueteo del tren. La autora nos regala una prueba de su magisterio: la vista, el tacto, el olfato; en definitiva, el festival de sensaciones que envuelve la prosa sensual de Rosa Chacel, en primerísimo plano como en la despedida de doña Luisa de las dos adolescentes después de un día ajetreado de visitas turísticas por Simancas:
“Me rodeó los hombros con el brazo, me apretó con fuerza y me dio un beso. Me besó en la mejilla, junto al ojo; sentía sus labios entre mis pestañas; me retuvo largo rato apretada contra ella. La calle estaba oscura y yo la contemplé en el abrazo que me dio, como los ciegos que leen con el tacto. Me quedó impresa en los hombros la fuerza de su brazo delgadísimo; sentí apretado contra mi mandíbula el hueso que se le dibujaba en el nacimiento del cuello, y al mismo tiempo me pareció tan frágil. No sé si fue el perfume que llevaba o si fue que al sentir el relieve de su pecho me acordé del día aquel que la vi en la tartana al amanecer, con aquella piel transparente llena de venas azules”.


Nos vemos en abril 
Resulta tan difícil esperar 
Qué voy a hacer sin ti, 
Borrar del calendario un día más. 
Aún puedo sentir 
Tus manos por mi boca 
Cómo resistir 
Si el tiempo se equivoca una vez más.
Jose María Granados Serratosa, Juan José Ramos Pinera, Jesús Redondo Gutiérrez/Los Secretos



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

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