Inés del alma mía (2)
Isabel Allende
La prosa de Isabel Allende es elegante y rítmica, cuidada con esmero. Hay algo de Bécquer en ella, parecida a la de Azorín en las enumeraciones: “La vida se reducía a rezos, suspiros, confesiones y sacrificios”. La vida en Plasencia durante la Semana Santa, a tiro de piedra de la catedral vieja “cubierta de escamas talladas”, es un retrato costumbrista exagerado donde procesionan encapuchados penitentes, se escuchan gemidos de flagelantes como los gritos y las voces nítidas de un partido de futbol sin gente en los estadios, se exhiben cuerpos cubiertos de llagas y contemplamos elevaciones del suelo. Se recrea la autora en la descripción del tópico superficial y la propaganda de la leyenda negra de una España ignorante y perezosa, poblada de seres envidiosos y violentos, de estigmas, procesiones y conventos y cómo no, la Inquisición, ni una apreciación positiva, Una España merecedora de ser lanzada a las fauces sedientas de las redes sociales, la consigna es destruir la parte de la historia que molesta. Una visión afortunadamente ya superada por la investigación histórica seria. Se le agradece a la narradora que no rematara la mala faena con una corrida de toros y cañas en la plaza de la villa para completar el retablo contada por un lego. La autora considerará que ya ha abusado suficiente de la propaganda gratuita y del tópico que lo da todo hecho.
No podía faltar la figura del don Juan, aquí de nombre Juan de Málaga, joven seductor con empaque de torero, putero y picaflor, un don Juan exento, desprovisto de la problemática del Tenorio de Zorrilla. El sartenazo que Inés le sacude en los morros por su infidelidad y rijosidad es la epifanía, los golondrinos en los sobacos de Aureliano Buendía o el calabazón del Lazarillo contra el toro del puente romano de Salamanca. Se acabó la tontería de hacer de menos y pegar a las mujeres. Esta mujer, Inés superwoman de armas tomar, se habría ganado la vida dónde y cuándo le hubiera dado la gana, hasta en el infierno aliada de Satanás. Además de costurera, sabe cocinar con gran éxito, ayuda a las monjas a atender a las víctimas de la peste en hospitales y a los heridos del cotidiano navajeo callejero. Inés Suárez es analfabeta y presenta trazas de medio bruja, una zahorí con el valioso don de descubrir el agua invisible en el subsuelo.
Durante años sólo recibe unos cuantos mensajes de Juan desde Venezuela que le lee el cura del pueblo y que le ayuda a responder como amanuense. A fuerza de privaciones consigue ahorrar para el pasaje y obtener el permiso real para embarcar, difícil de conseguir pues había que demostrar limpieza de sangre y ser acompañada por persona de respeto. Inés convence a Constanza, quince años de edad como la princesa Leonor que se va a Gales a estudiar. El amor por Juan de Málaga ha desaparecido, pero Inés quiere ser libre en el nuevo mundo.
"Para obtener mis papeles, dos testigos debieron dar fe de que yo no era de las personas prohibidas, ni mora ni judía, sino cristiana vieja".
El hilo principal de la narración encarnado en las vivencias de Inés Suárez no es lineal, va y viene de unos personajes a otros. De repente toma un camino que puede parecer secundario, pero que confluirá con la trama principal al otro lado del charco. Pedro de Valdivia se cría en Castuera a unas cuarenta y cinco leguas de Plasencia. (Se hacían unas ocho leguas diarias al paso de una buena caballería, imposible recorrerlos en tres jornadas como dice la autora). La novela adquiere relevancia al ser una mujer la que protagoniza el viaje al nuevo mundo, aunque sea empotrada en un mundo de hombres rudos y pendencieros.
Aparece también Francisco de Aguirre de Talavera de la Reina (la autora escribe que cerca de Toledo, las distancias no deben ser las mismas que en América), se hace amigo de Pedro de Valdivia en los invencibles Tercios de Flandes. Ambos saben leer y escribir, son unos fieras en la batalla. Comparten con el emperador Carlos V el 1500 como fecha de nacimiento. La crueldad es una virtud en la guerra. Participan en las campañas de Flandes e Italia. La compañía mandada por Valdivia detiene al rey de Francia, Francisco I en la legendaria batalla de Pavía. La sangre de diez mil soldados empapa el campo de batalla. Aprende que la guerra es una ciencia que requiere estudio y lógica para ganar, no sólo vehemencia y fogosidad de hombres como Francisco de Aguirre.
Isabel Allende vuelve a caer en el tópico fácil en esta parte de la novela. Ahonda en el desprecio y ese hacer de menos todo lo conseguido por los militares y políticos españoles cuando en sus dominios no se ponía el sol. Los soldados de los tercios eran mercenarios, entre ellos estaban los feroces lansquenetes alemanes y suizos, cobraban la soldada tarde, mal y nunca. Ebrios de alcohol y sangre entran a saco y espada en Roma dispuestos a aplicar sin contemplaciones el derecho de victoria. Matan a destajo a todo bicho viviente, saquean, decapitan estatuas y personas, roban. “Durante los primeros ocho días fue tan cruel la matanza, que la sangre corría por las calles y se coagulaba entre las piedras milenarias”. Violan mujeres y niñas, torturan y profanan templos y reliquias sagradas. La rapiña dura sesenta días a pesar de que Valdivia y Aguirre ponen su espada a favor de las víctimas perdedoras. Aguirre obtiene del Papa Clemente VII el permiso para casarse con su prima a la que exige fidelidad sin correspondencia porque él no puede renunciar a las mujeres, al vino y a la espada. No parece que hubiera problemas de infidelidades porque aún se habla del mítico ardor de la pareja. Los vecinos se juntaban para apostar sobre la cantidad de asaltos amorosos de las noches toledanas a orillas del Tajo y del Alberche.
-¡A mí, teutones hijos de puta!-gritaba aquel vasco tremendo, rojo de ira, enorme, blandiendo la espada como un garrote"
Con la soldada y el saqueo los soldados imperiales no se ponen millonarios como toreros, pero sí lo suficiente para ponerse en marcha en el regreso a España. Pedro de Valdivia invierte en su patrimonio. Marina lo espera con diecisiete años de mujer hecha y derecha. Sin embargo, en asuntos de alcoba se parece a una oveja quieta que acaba por aburrir al marido. Durante unos años se dedica al ganado y las cosechas, a mirar al cielo a esperar la lluvia y a la lectura del Cid Campeador y autores como Solino y John Mandeville que le mantienen alerta y le hacen soñar en aventuras y fundación de ciudades nuevas.
La autora juega con habilidad, arma un dialogo entre Jerónimo Alderete y Pedro de Valdivia en el que aquél le cuenta cómo “sesenta y dos zarrapastrosos caballeros y ciento seis exhaustos soldados de a pie” conquistan el imperio inca y le pone los dientes largos con la gloria y el oro de Atahualpa. Se convence de que su destino está allí, más allá de los mares.
El capítulo termina con Inés recién llegada a Panamá, rodeada de animales y pasajeros rijosos, después de una azarosa travesía de tres meses de océano junto a su sobrina Constanza, una quinceañera que cae rendida a los encantos de Daniel Belalcázar, cronista y dibujante enviado por la corona y que le dobla en edad. Se casan al llegar a Cartagena. Inés Suárez se gana el respeto de la tripulación y resto de pasajeros poniendo en práctica sus conocimientos de cocina y de barbera, cauterizando heridas, componiendo huesos de los marineros después de una tormenta que causa estragos y a sartenazos como hiciera antes con Juan de Málaga. En Cartagena manda a mejor vida a un marinero llamado Sebastián Romera al pasarse de la raya.
"Fina cadencia en el anca,
brillante seda en las crines,
y el nervio tierno y alerta
para el deseo del amo.
Ya no levanta las manos
para luchar con la arena,
quedó plasmado en el tiempo
su andar de paso peruano".
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
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