El hombre pez (5)
José Antonio Abella
Acosado por la fiebre, Francisco pasa dos días completos convaleciente en la cueva, bebiendo del agua que rezuman las paredes y comiendo los peces muertos que le trae el delfín. La enfermedad le hace pensar en la soledad y abandono en que vive. No piensa dejar pasar la vida contando “el número de olas en el reloj de los arrecifes.” Vivir no es estarse quieto, vivir es el resultado de un partido, por lo tanto, mucho mejor bracear contra las olas aunque sea para morir. Durante el desgobierno de la fiebre madura qué hacer con su vida, esa excepción maravillosa de la naturaleza que nos distingue de las piedras y de lo inerte. Decide construir una balsa con los trozos de madera que buenamente pueda recoger del mar y buscar el destino alrededor de la península como hicieron san Emeterio y san Celedonio en la antigüedad. Pero la idea es un fracaso porque no consigue ni botarla. Las olas la golpean contra las rocas y hacen imposible mantener el agua de beber en la cubeta.
Así que un día, amparado por las sombras de la noche, nada al cercano puerto de Santoña y roba una barca, recoge el hatillo con la camisa y los calzones bien envueltos y después de estibar lo mejor que puede la vasija del agua en el fondo de la barca, se adentra en alta mar ayudado por el reflujo de la marea y la brisa de interior. Rumbo a los galeones hundidos repletos de doblones de oro de la bahía de Cádiz. Se siente como un príncipe durante los dos días de mar calmada, híbrido de pez y hombre protegido por un delfín y el pagano dios de las mareas.
Al tercer día de navegación se desatan los elementos, una terrible galerna del Cantábrico levanta las olas de repente. El hombre pez abandona la barca ingobernable un instante antes de que las olas la destrocen. Francisco sigue al delfín a unas varas por debajo de la zona de combate de las olas con el viento. Agotado el remero por el esfuerzo, tiene que salir a respirar más veces de lo habitual porque las bocanadas de aire espeso se venden caras en la superficie. No fue más que una hora de lucha, pero lo deja diezmado, sin barca y con escasas esperanzas de vida en alta mar, “juguete de las olas en aquel inmenso desierto de agua, como la tarde en que su delfín le llevó a contemplar el espectáculo de las constelaciones que emergían del fondo del mar,” amarrado a unas tablas mal atadas, a un delfín y con enormes deseos de vivir.
"Un inesperado viento de poniente se levantó de pronto, oscureciendo el cielo y erizando el mar con olas puntiagudas que chocaban entre sí como si no supieran hacia donde dirigirse."
La luna nueva, estrecha y afilada como hoz de segador, ilumina escasamente la negrura de la noche. Francisco se aferra a unas tablas y lucha contra el sueño y por mantenerse a flote, entregado a la incertidumbre de las corrientes marinas que lo empujan a poniente. Una ballena imponente que parece un islote que resopla surtidores de espuma pasa de largo sin reparar en él. Quien sí advierte al náufrago abandonado en mitad del mar es un carguero holandés en ruta desde Flandes a las Indias Orientales. Se ha rezagado de la flota por haber embarrancado en un banco de arena durante la marea baja y un repentino cambio de viento que lo alejaron del resto de barcos. Gracias a un marinero que habla español con acento sevillano puede entenderse algo con el capitán y la tripulación. Ni una frase completa, de sujeto, verbo y predicado sale de sus cuerdas vocales atrofiadas al habla. Cuando el traductor comprende que su oficio es el de calafate, rápido lo ponen a taponar rendijas y baldear la cubierta del barco, a bordo hay que ganarse las habichuelas. Los saltos alegres del delfín a babor y estribor son la atracción de la marinería hasta que al doblar el Cabo San Vicente, el capitán le dispara con su trabuco harto de que los marineros pierdan el tiempo en su contemplación. La reacción del calafate es automática; fulmina al capitán a porrazos con un tranco de madera que termina con Francisco atado de pies y manos al palo de mesana. Allí mismo lo habrían colgado de una verga aplicando la rigurosa ley del mar, pero el capitán malherido propone castigarlo más, pasarlo por la quilla que implica una muerte más lenta. No se conocen supervivientes a la lentitud de un paso por la quilla. Pero Francisco sobrevive para admiración de los marineros que observan atónitos cómo el espantable castigo no significa necesariamente la muerte.
El capitán interpreta aquello como una señal del cielo y ordena desatarlo. Libre te quiero siente la llamada salvaje del hermano delfín que se desangra y se lanza por la borda. El delfín agoniza junto a la mancha de sangre, ya rodeado por los carroñeros del mar que huelen la muerte desde lejos. Las lágrimas de Francisco se confunden con los gemidos cada vez más tenues del amigo que lo abandona para siempre. Una familia de delfines oyen los gemidos y acuden en ayuda de su congénere. Espantan a los marrajos y rinden armas al caído mientras se hunde lentamente en la negrura del mar. De la garganta anudada al habla de Francisco sale un gemido similar a los que emiten los delfines y se sumerge detrás del hermano hasta lo negro donde se desdibujan los perfiles, hasta que los oídos se llenan de zumbidos y la pesadez de la cabeza se abandona en remolinos de niebla.
Cuando despierta, se encuentra en una playa de aguas tranquilas, detrás se alza un acantilado con una cueva, desde allí descubre a la familia de delfines que hacen guardia a su descanso y le llevan peces chicos para comer. “Explorar aquella costa es una fiesta para él.” Un día se adentra en el mar escoltado por los delfines y descubre un cementerio submarino donde descansan decenas de pecios de galeones hundidos llenos de tesoros. Francisco organiza expediciones al fondo y junta las monedas que extrae en una hornacina de su refugio. Todavía guarda el recuerdo de que con dinero se compran zapatos y vestidos para regalar a Bibiñe. Un día al regresar de su excursión submarina descubre en la cueva a dos hombres muertos que se habían matado por la posesión del tesoro. La visión de los cadáveres le lleva a renegar del género humano, capaz de eliminarse por la ambición de poseer. Él se da por amortizado como ser humano, huye con los delfines de la ambición humana, a hacer arqueo bajo el agua. Pero las cuentas no le salen del todo.
Por si no lo sabíamos aún, aquí se hace evidente que estamos ante un maestro de la narrativa que nos lleva al punto de salida de la novela haciendo literatura de la buena. El final de la historia que coincide con el principio, contado ahora desde el punto de vista del protagonista que se ve atrapado por los marineros gaditanos con los que el relato dio comienzo. “Cerrando la historia de su vida en un círculo de redes.” Pero no se vayan todavía, queda la coda final que lleva al protagonista de punta a punta en un viaje de sur a norte por tierra. Lo contaremos otro día porque el viaje por la España del siglo XVII promete a poco que se parezca a la peripecia marina.
Yo no sé si tu ausencia me mate
Aunque tengo mi pecho de acero
Pero nadie me llame cobarde
Sin saber hasta donde la quiero
Vicente Fernández
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
3 comentarios:
Magnífico cierre, que no lo es. La coda es una de las cosas más hermosas del libro.
Aun cuando parece que uno lo ha entendido todo, tras leer tus notas la perspectiva es siempre mucho más amplia.
Un abrazo
Cada lector tiene su perspectiva y enriquece mucho leer y comentar al unísono. Nadamos juntos. Besos.
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