La saga/fuga de J.B. (29)
Gonzalo Torrente Ballester
El tapiz desciende de las regiones del aire como los niños bajan por un resbalillo. Elige el plano inclinado que se impulsa solo en un movimiento progresivamente acelerado. Paco de la Mirandolina decide apearse en marcha, al comprobar que aquello se precipita vertiginosamente. Expuesto a la boca de la sierpe marina y al tembleque. Calcula que el punto exacto de aterrizaje será el centro de la plaza de Armas. Allí lo espera don Benito Valenzuela, haciendo visera con la mano, el carrito de la basura en movimiento para que el centro del carro amortigüe el golpe de la caída.
Entretanto, la identidad de Paco de la Mirandolina se va disgregando paulatinamente al roce de las alas con el aire. Hasta el nombre y la belleza se degeneran y se construye la personalidad de José Bastida en la acera de la calle de las Gatas Calientes. Todo está calculado para que los dos movimientos confluyan en el carrito de don Benito Valenzuela al mismo tiempo. Por la horizontal, el movimiento uniforme de Bastida, los restos candentes de Paco de la Mirandolina por la vertical. El ruido del encontronazo entre el tropezón horizontal y la caída libre se funden en un mismo acorde.
Pero las leyes de la física no son tan exactas como presumen, siempre hay un margen para imprevistos. José Bastida se ve sorprendido caminando por un tirabuzón de tiempo, el espacio felizmente asimilado. Una especie de muelle que se estira y se encoge, que regresa a la posición inicial como la tripa de Jorge, pero que no está libre de sufrir un enganchón y ofrecer una variante. En este caso concreto la dualidad se establece entre el infinito o hincar las raíces en los testículos de Adán. O lo que es lo mismo: “Buscar la eternidad en la repetición infinita, o regresar al seno de tu madre.” A pesar de que la segunda posibilidad le resulta atractiva, sin embargo, Bastida rechaza ambas posibilidades, no se siente atraído por los tiovivos ni aunque prometan eternidad de desgracias. La pega que le ve es la duración, pues una vez comenzado el proceso de involución, no hay quien lo detenga. A los nueve meses invertidos saltaría escindido al padre en un nacimiento al revés. De modo que se apea de la espiral del tiempo y sigue su camino por la calle de las Gatas Calientes hasta llegar al carro de Benito Valenzuela donde asume los despojos de Paco de la Mirandolina.
Don Benito Valenzuela se ha especializado en la recogida de objetos caídos del cielo. La recogida a veces es copiosa y a veces no cae ni un mal gorrión. He aquí la estadística:
Explica que las llaves inglesas las tiran los tripulantes de los aviones soviéticos con mala uva. Las hojas son escasas porque es primavera. El niño recién nacido es de su hija Lola que lo parió de tapadillo. Lo que le gustaría recoger un día es la justicia divina. El día que se caiga del nido, la candará con siete llaves porque es peligrosa para la sociedad, el defiende lo establecido.
Bastida se dirige con pasos firmes a casa del Espiritista venciendo la tendencia natural a pasarse antes por la Tabla Redonda a contarles el viaje aéreo. No le creerían nada del cuento de la metamorfosis, pero se reirían un rato. Come solo la cena fría que Julia le ha dejado en el fogón. Al irse a la habitación se cruza con ella apresurada y nerviosa en el descansillo de la escalera. Se imagina que habrá caído en la tentación de algún huésped. “Mañana me marcho,” piensa para sí. A medida que sube los escalones, siente una punzada intensa en el corazón. Le invade una sensación de música y tristeza, sentimiento y ritmo. Compone una elegía a Julia en esperanto:
Su mente sigue invadida por el ritmo del soneto clásico, sin acomodarse a los pulsos ni a la lluvia que redobla en las tejas. Del alboroto interior brota un ritmo nuevo, también endecasílabo que suena rotundo como una orden. Unas sílabas se debilita: otras, al descoyuntarse, se fortalecen; avanzan los acentos; se emparejan las palabras. Surgen insultos, crecen blasfemias, se afirman desprecios y el verso final capaz de avergonzar al hombre más miserable: “Diclo, rodí, fenintriclo, roetano.” Julia no se lo merece.
Mete la mano hasta el fondo del alma y saca al aire el muestrario bien surtido de cosas útiles: zapatos sin pareja, recortes de uñas, vidrios quebrados, palabras rotas. “las bragas azules que la criada de la fonda-allá en Madrid- había olvidado con la prisa” y el ciego que pide limosna leyendo el Quijote en voz alta. Los guijarros bonitos coleccionados en la infancia, la vaca que ríe, abarcas, abedules, alacranes, besanas, balandros, “todas las palabras bonitas del diccionario (calandria, facistol, rosa, rebuzno).” Se siente avergonzado de haber dudado de Julia. No es él quien desprecia a Julia. Siente deseos de hacerse justicia, de tirarse al tren de Benito Valenzuela. Decide pedirle perdón, luego se queda dormido.
Al despertar encuentra una carta de Julia. Le explica que el azoramiento de la escalera se debía a que un huésped le acababa de dar un achuchón. Si no se perdió fue porque se tiró la noche entera rezando avemarías y retorciéndose el cuerpo. Le advierte que no aguanta más, si se lo vuelve a pedir, cederá y será una perdida para siempre. Como no se atreve a pedírselo cara a cara, le sugiere que tenga la puerta abierta esa noche. Si la encuentra cerrada, dará que hablar, se tirará por el hueco de la escalera o algo y se acabó.
Joseíño Bastida salta de la cama como un resorte. Una niebla como iluminada por dentro envuelve la ciudad. (Tinieblas es la luz donde hay luz sola, decía Unamuno en endecasílabo rotundo). Compra un pijama nuevo y un perfume en la camisería del señor Blázquez, un madrileño recastado, gato fetén, que mantiene en secreto el culto a la República. Después va al hotel la Perla para que le dejen darse una ducha al atardecer, bajo pago, claro. Le cuenta también el cuento de la revisión médica de las esquirlas de metralla junto al corazón, pero al dueño no lo engaña: Joseíño se prepara para irse de picos pardos por la noche.
"las palabras perdidas, los esbozos de versos rechazados, las culpas, el mecanismo de las metáforas"
Ese día trabaja sin el agobio del jefe al lado. Le ha dejado por escrito lo que tiene que hacer, pero tiene que aguantar a Clotilde y su zoo que le habla de la boda de Lialila Aguiar con don Jesualdo Bendaña. Se lamenta de haberle dedicado toda su vida a su hermano, los buenos partidos que rechazó. Qué sería de ese hombre sin ella, “¡Si quitándole de sus papeles no vale para nada! Dos o tres vasos de vino más tarde le habla de los ojos bonitos de los hombres. Al salir de la biblioteca con la servidumbre detrás: el Obispo, el Almirante, el Brujo y el Vate, que habían campeado a sus anchas por la estancia, deja el ambiente impregnado de su perfume fuerte. El Obispo se va cantando una canción de amor en latín. Es conmovedor que un bicho cante canciones de amor cuando los hombres han dejado de hacerlo, con la excepción de Bastida que las escribe en esperanto que solo él entiende.
Al atardecer se ducha, se perfuma y se pierde en la niebla clara que brota del Mendo y la oscura del Baralla, de vez en cuando atravesada por ráfagas de “los surcos que dejaban en la niebla manadas de bisontes furiosos montados por indios emplumados, seguidos de coyotes en manada.” Pasea un rato por el Cantón, algunas parejas se aman. El aire está tranquilo, pero también hay cuchillos suspendidos, punzones, alfileres oscuros, clavos de acero y cortantes aristas de hielo. Un mal presagio aplazado para los Idus de marzo. La suerte y la muerte. Sube a la habitación, se desnuda, se pone el pijama nuevo y se acuesta.
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
If I ventured in the slipstream
Between the viaducts of your dream
Where immobile steel rims crack
And the ditch in the back roads stop
Could you find me?
Would you kiss-a my eyes?
To lay me down
In silence easy
To be born again
To be born again
Van Morrison
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
3 comentarios:
Cómo me gustaban esas listas de cosas de la novela y los versos rítmicos tan parodia y tan certeros. Veo que sigues disfrutando y haces bien.
De picos pardos, ay don Joseíño.
Besos
Buenos días, pancho:
:)
Me ha encantado -y divertido-, recordar este capítulo con las listas de objetos caídos del cielo de Don Benito Valenzuela.
Y ver las excelentes ilustraciones con las que has acompañado la entrada, Pessoa incluido.
Los dos poemas, el soneto cruel y el canto elegíaco, del bendito Joseíño Bastida dedicados a Julia, cual trabalenguas imaginativos ambos.
Y al final la ducha y el pijama.
:)
Te seguimos, en lectura y música.
Abrazos.
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