"Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:
-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo".
-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo".
Lazarillo de Tormes
"Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenia cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el río."
Lazarillo de Tormes
Lázaro nació dentro del río, el mismo lugar que guarda la cabeza que le abrió a la vida. ¡Qué imagen literaria tan rotunda para alguien de origen humilde!
(Dentro de los actos que, en el año 1954, celebraban el centenario de nuestro "Lazarillo de Tormes", y con motivo del traslado desde el Museo Provincial, e instalación en la plaza de Santiago, del toro de Salamanca, se dio a conocer el siguiente escrito, cuyo origen hay que situar en torno al año de 1867.)
Aleccionador sería averiguar por qué tan infausto individuo, cuyo nombre la historia debería haber sepultado en el silencio, pero en mala hora no lo hizo, a saber, el gobernador de esta Salamanca cuando transcurría el año de 1835, José María Cambronero (al que privó de cualquier tratamiento honorífico, incluso del simple "don"), por qué -vengo diciendo- concibió la malhadada idea que después en cruel decisión puso por obra en una tan inicua como inexplicable orden: la de arrojar a las benévolas, gloriosas y soñadoras aguas de nuestro Tormes el toro de la puente.
Aleccionador -decía- porque conocer, descubrir los caminos por donde una tortuosa mente pudo llegar a semejante cloaca de incultura y barbarie, podría prevenir y dificultar el que otros concibieran tamaño despropósito y parieran, teniendo para ello poder, órdenes de tan terribles consecuencias.
Pues, ejecutada la orden por esbirros sin nombre, incapaces de rebelarse contra el inicuo ejercicio del poder, por cobardes ejecutores de la infame tropelía, cayó el dos veces milenario toro, y contra el fondo (¡tales serían la esquina, el odio, la bestialidad de los brazos mercenarios!) fue a romperse en tres pedazos.
De esa manera, el que había logrado superar indecibles pruebas, inimaginables agresiones, ya de la madre naturaleza, ya de la maldad y de la estulticia humanas; el que habíase instalado por derecho indiscutido, allá en las sombras de medievo, en el nobilísimo escudo de armas de esta Salamanca, junto a la encina y sobre la puente romana; el que fuera inmortalizado (si puede así decirse y si es que de inmortalidad necesita tan perdurable piedra) por el anónimo autor de nuestro Lazarillo...
De esta manera -decía- fue a romperse en tres pedazos, a saber: por un lado, la cabeza; por otro, las dos mitades en que el cuerpo se quebrara.
Y en el fondo de nuestro Tormes caudaloso, bravo como nuestros toros en su embestida, durante los inviernos; manso y refrescante en las primaveras; maternal y cómplice de ardores amorosos y pasiones, en los veranos..., en nuestro río fue borrándose de la memoria de las gentes, acaso tal fuese el designio del gobernador.
Y sepultado por los siglos de los siglos habría quedado si el azar, o la suerte, o tal vez la que llaman providencia quienes en ella creen, o el profano destino, la moira, en fin, no hubiese avisado de su presencia.
Y todo sucedió tal y como relataré anónimamente, pues no quiero que mi nombre, aún siendo para gloria, se empareje en los libros con el del cruel gobernador.
Paseaba yo con mi amigo, poeta aureolado por el popular aprecio en nuestra Salamanca, cuyo nombre también omito por ser en esto parejo su deseo con el mío. Leía él un madrigal a los encendidos rubores de su amada al escuchar del enamorado poeta demanda de matrimonio.
Fue aquel el instante en que un brillo extraño en medio de la copiosa corriente (mediaba un luminoso día de abril, frío pero embalsamado por los mil aromas y colores y sonidos con que la vida suele presentarse en esta tierra nuestra) llamó nuestra atención. Y nada habríamos hecho si una súbita embestida de viento no hubiera mostrado la piedra y, como en un relámpago, no hubiera traído a nuestras mentes el recuerdo del desaparecido toro. Y quiso nuestra fortuna que por los alrededores estuvieran acampados unos zíngaros, que de paso hacia la vecina Portugal iban, los cuales acudieron a nuestra voces y, aún no comprendiendo nuestra lengua ellos, ni nosotros la suya, nos ayudaron de tan eficaz manera que pudimos corroborar que de la mitad trasera del toro se trataba.
Renuncio a explicar nuestro gozo, tan sólo comparable a la impaciencia con que hubimos de aguardar la llegada del siguiente día, pues aquel ya de anochecida se retiraba cuando coronábamos con harto trabajo nuestro hallazgo.
Y en los días posteriores, con el concurso de otros amigos, pues los zíngaros siguieron su camino, pudimos localizar la otra mitad del toro, a considerable distancia de la hallada. Más fue inmisericorde la decepción cuando comprobamos, llorosos casi, que estaba la mitad delantera desposeída de su cabeza. Razón por la que decidimos proseguir la búsqueda; y la llevamos a cabo, febriles, hasta que los calores de junio fueron congregando en las orillas de nuestro río un enjambre de mozos y mozas, enamorados y felices gozadores de la vida; presencia, si bien gozosa, molesta para nuestra tarea, y que nos desanimó sobremanera.
Dimos por entonces cuenta del hallazgo, si bien tristemente incompleto, a las autoridades que reputamos competentes en el caso, autoridades que a los encargados de nuestro Museo Provincial encomendaron el asunto. Y el resultado fue que, tras penosos trabajos, y con la concurrencia de mozos vigorosos y de atezadas yuntas de bueyes, más de veinte hubieron de emplearse, quedaron las dos mitades del toro salvas, aunque maltrechas y mutiladas... Evitaré proligidades e iré al grano.
Pues fue el caso que las autoridades decidieron acoger, con los debidos honores, pompa y cuidados, la mole del descabezado toro, al tiempo que se formó una cuadrilla para que recorriese nuestro Tormes, palmo a palmo, sin dejar una cuarta, en busca de la desaparecida cabeza. Mas el trabajo resultó estéril, a pesar del tesón puesto en él, a pesar del peculio público a él dedicado, a pesar de la tenacidad con que cada abril se remprendían, con más escrupuloso cuidado cada vez, los trabajos de búsqueda.
Y el caso es que, hasta el momento presente, sin cabeza puede admirarse nuestro toro en el Museo Provincial, en nuestro convento de San Esteban, que hace de él ostentación como del más preciado tesoro de la ya de por sí rica y gloriosa historia de nuestros monumentos.
Y sólo me queda ya hacer votos para que aparezca la dicha cabeza. Seguramente, por desgracia, ya convertida por la acción del agua en anónimo canto rodado.
Pueda algún día nuestra insignia más antigua lucir donde estuviera, es decir, en la gloriosa puente.
Aleccionador sería averiguar por qué tan infausto individuo, cuyo nombre la historia debería haber sepultado en el silencio, pero en mala hora no lo hizo, a saber, el gobernador de esta Salamanca cuando transcurría el año de 1835, José María Cambronero (al que privó de cualquier tratamiento honorífico, incluso del simple "don"), por qué -vengo diciendo- concibió la malhadada idea que después en cruel decisión puso por obra en una tan inicua como inexplicable orden: la de arrojar a las benévolas, gloriosas y soñadoras aguas de nuestro Tormes el toro de la puente.
Aleccionador -decía- porque conocer, descubrir los caminos por donde una tortuosa mente pudo llegar a semejante cloaca de incultura y barbarie, podría prevenir y dificultar el que otros concibieran tamaño despropósito y parieran, teniendo para ello poder, órdenes de tan terribles consecuencias.
Pues, ejecutada la orden por esbirros sin nombre, incapaces de rebelarse contra el inicuo ejercicio del poder, por cobardes ejecutores de la infame tropelía, cayó el dos veces milenario toro, y contra el fondo (¡tales serían la esquina, el odio, la bestialidad de los brazos mercenarios!) fue a romperse en tres pedazos.
De esa manera, el que había logrado superar indecibles pruebas, inimaginables agresiones, ya de la madre naturaleza, ya de la maldad y de la estulticia humanas; el que habíase instalado por derecho indiscutido, allá en las sombras de medievo, en el nobilísimo escudo de armas de esta Salamanca, junto a la encina y sobre la puente romana; el que fuera inmortalizado (si puede así decirse y si es que de inmortalidad necesita tan perdurable piedra) por el anónimo autor de nuestro Lazarillo...
De esta manera -decía- fue a romperse en tres pedazos, a saber: por un lado, la cabeza; por otro, las dos mitades en que el cuerpo se quebrara.
Y en el fondo de nuestro Tormes caudaloso, bravo como nuestros toros en su embestida, durante los inviernos; manso y refrescante en las primaveras; maternal y cómplice de ardores amorosos y pasiones, en los veranos..., en nuestro río fue borrándose de la memoria de las gentes, acaso tal fuese el designio del gobernador.
Y sepultado por los siglos de los siglos habría quedado si el azar, o la suerte, o tal vez la que llaman providencia quienes en ella creen, o el profano destino, la moira, en fin, no hubiese avisado de su presencia.
Y todo sucedió tal y como relataré anónimamente, pues no quiero que mi nombre, aún siendo para gloria, se empareje en los libros con el del cruel gobernador.
Paseaba yo con mi amigo, poeta aureolado por el popular aprecio en nuestra Salamanca, cuyo nombre también omito por ser en esto parejo su deseo con el mío. Leía él un madrigal a los encendidos rubores de su amada al escuchar del enamorado poeta demanda de matrimonio.
Fue aquel el instante en que un brillo extraño en medio de la copiosa corriente (mediaba un luminoso día de abril, frío pero embalsamado por los mil aromas y colores y sonidos con que la vida suele presentarse en esta tierra nuestra) llamó nuestra atención. Y nada habríamos hecho si una súbita embestida de viento no hubiera mostrado la piedra y, como en un relámpago, no hubiera traído a nuestras mentes el recuerdo del desaparecido toro. Y quiso nuestra fortuna que por los alrededores estuvieran acampados unos zíngaros, que de paso hacia la vecina Portugal iban, los cuales acudieron a nuestra voces y, aún no comprendiendo nuestra lengua ellos, ni nosotros la suya, nos ayudaron de tan eficaz manera que pudimos corroborar que de la mitad trasera del toro se trataba.
Renuncio a explicar nuestro gozo, tan sólo comparable a la impaciencia con que hubimos de aguardar la llegada del siguiente día, pues aquel ya de anochecida se retiraba cuando coronábamos con harto trabajo nuestro hallazgo.
Y en los días posteriores, con el concurso de otros amigos, pues los zíngaros siguieron su camino, pudimos localizar la otra mitad del toro, a considerable distancia de la hallada. Más fue inmisericorde la decepción cuando comprobamos, llorosos casi, que estaba la mitad delantera desposeída de su cabeza. Razón por la que decidimos proseguir la búsqueda; y la llevamos a cabo, febriles, hasta que los calores de junio fueron congregando en las orillas de nuestro río un enjambre de mozos y mozas, enamorados y felices gozadores de la vida; presencia, si bien gozosa, molesta para nuestra tarea, y que nos desanimó sobremanera.
Dimos por entonces cuenta del hallazgo, si bien tristemente incompleto, a las autoridades que reputamos competentes en el caso, autoridades que a los encargados de nuestro Museo Provincial encomendaron el asunto. Y el resultado fue que, tras penosos trabajos, y con la concurrencia de mozos vigorosos y de atezadas yuntas de bueyes, más de veinte hubieron de emplearse, quedaron las dos mitades del toro salvas, aunque maltrechas y mutiladas... Evitaré proligidades e iré al grano.
Pues fue el caso que las autoridades decidieron acoger, con los debidos honores, pompa y cuidados, la mole del descabezado toro, al tiempo que se formó una cuadrilla para que recorriese nuestro Tormes, palmo a palmo, sin dejar una cuarta, en busca de la desaparecida cabeza. Mas el trabajo resultó estéril, a pesar del tesón puesto en él, a pesar del peculio público a él dedicado, a pesar de la tenacidad con que cada abril se remprendían, con más escrupuloso cuidado cada vez, los trabajos de búsqueda.
Y el caso es que, hasta el momento presente, sin cabeza puede admirarse nuestro toro en el Museo Provincial, en nuestro convento de San Esteban, que hace de él ostentación como del más preciado tesoro de la ya de por sí rica y gloriosa historia de nuestros monumentos.
Y sólo me queda ya hacer votos para que aparezca la dicha cabeza. Seguramente, por desgracia, ya convertida por la acción del agua en anónimo canto rodado.
Pueda algún día nuestra insignia más antigua lucir donde estuviera, es decir, en la gloriosa puente.
El Tormes guarda la cabeza
Juan Luis Fuentes Labrador
(Del libro en preparación "Apócrifos")
Juan Luis Fuentes Labrador
(Del libro en preparación "Apócrifos")
7 comentarios:
Siempre me sorprendió esta breve obra.. creo que fue la primera que leí de literatura de verdad...gracias por traerla ilustrada...un abrazo amigo
El Lazarillo fue la primera obra literaria que leí. Huella indeleble me dejaron sus pasajes, como ese del toro de piedra y el cabezazo. Es una pena que esté decapitado por orden de un inculto...
Besos
Siempre me he preguntado dónde estaría esa cabeza. Qué país este.
Buenos días, pancho:
... ¡Salga el torillo hosquillo!
¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!
¡Yo le ví! tiritando, no de miedo, sino de frío!
El otro día, al leer
Primeros arrullos, pensé en 'El lazarillo de Tormes' y en este pasaje del libro.
Me ha encantado la coincidencia.
Un abrazo.
P.D.: Recuerdo que tengo pendiente una entrada -en mi blog de cine- dedicada a los toros, aunque no sea a los vetones, precisamente.
Deberíamos leer el Lazarillo de Tormes en grupo... Curiosa la historia de esa cabeza. Besotes, M.
igual cualquier día aparece la cabeza en casa de alguien... o de verdad la guardará el río?
difícil saberlo.
no tenía ni idea de la historia, así que gracias.
biquiños,
Quitémosle la "m" de su apellido al tal José María y si es preciso hasta el nombre
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