jueves, 7 de junio de 2018

Akúside (4) Ángel Vallecillo. Cuchillos y melones.





"Hoy jueves, mil sombrillas tricolores salpican la playa."

Akúside (4) 
Ángel Vallecillo 

Axiámaco sufre una metamorfosis durante el tercio de vida que estamos dormidos o en ese estado de vigilia anterior al sueño. El insomnio le pide caminar. “La luna refleja las facetas de la pulpa; pipas de plata con cabezuelo negro.” El general repasa las constelaciones en busca de anomalías cósmicas. Parece un animal bajo el cobijo de un infinito paraguas agujereado. “Fracasado, vencido.” Maracas de alhajas las muñecas de una de los tres soldados que beben y comen sandía. Cuentan que vienen de las fiestas de los Rocher, llenas de ricos, putas muy elegantes y pestazo a diamantes. Estaban borrachos cuando emprendieron la marcha sin destino huyendo de la gran mentira del Regreso y del estado mayor del desorden, la farsa de la ciudad. 

La idea de no haber hecho todo lo que estaba en su mano para salvar a su hijo atormenta a Axiámaco. Rendido a la alteración del orden natural de las muertes, acepta una botella que le ofrecen los tres borrachos, la bebe de un trago y la voz de la conciencia le acusa con fuerza del sacrificio de su hijo “a la idea ciega y sorda de la religión Patria.” “¿Qué clase de hombre paga con hijos la consecución de una patria?” la pregunta le golpea con fuerza la cabeza hasta que lo despiertan sus hombres que lo habían estado buscando durante toda la noche. Lo sacan de la pesadilla de sombra negra con resaca. 

Los soldados centinelas le dan las novedades de la guardia: tienen a los jinetes a vista de prismático. Calculan que a un día de distancia o a medio día porque el alba los aleja. Imperativo pillarlos antes del Túnel de Odón. El aire racheado del Sur trae oleadas a pestazo de perro muerto y sangre fresca el jueves al amanecer. Aligeran los caballos del lastre, preparados para el galope tendido, los basuras no esperan. 

Axiámaco se retira al monte quemado. Siente la transformación en otro hombre, una metamorfosis, como la bíblica transfiguración del Monte Tabor. El instinto le guía a seguir el rastro de sangre fresca de Armia que se arrodilla ante el general y le ofrece la espada desenvainada, la nuca franca, le descubre la muerte lista para la puntilla, entregada como una novilla exangüe. Él no derramará más sangre. En ese momento comprende que Aitor ha vencido. Es la reencarnación que el vaticinó al morir por los demás. Un destino manifiesto. El espíritu del hijo se reencarna en el padre que le sobrevive contra natura. Aunque se quede sin ejército, no derramará más sangre akusara. Ha habido ya suficientes muertes, no más sacrificios por una ley absurda, que nadie dude de él porque nadie ha aplicado la ley de forma más severa matando a su propio hijo. “La tierra bajo sus pies se remueve como si la tunelara una corriente de culebras.” “Obediencia sí, pero no esclavitud a la obediencia.” Exclama mientras envaina la espada y ordena que den de comer y un caballo a la soldado, al galope tras los perros. 




"Sin Naguria hoy no habría nada"


Mientras tanto, el jueves a mediodía, el presidente Carlos Rebai y el núcleo duro del gobierno toman el aperitivo, se ponen ciegos a caviar, champán frío y berberechos en la terraza del palacio de los Rocher que mira a la playa de la Concha. Cavilan sobre cómo “deformar los cuatro vértices del tetraedro blando que es toda patria” en servilletas de lino blanco y montañas grisáceas de caviar sobre hielo. Rocher se queja de que a su empresa La Neguria los ricos supremacistas de Neguri no le den ni un contrato, lamenta que ya no se acuerden de que la lucha armada se nutrió de su dinero para pagar las bombas y los tráileres de parabellums. Rebai le contesta, jesuíticamente, que él no tiene la culpa de que se hayan gastado la fortuna en pocos años porque jugaran a conservarla, en lugar de a multiplicarla. El argumento del presidente lo apoya Walter Krochmal, un joven uniformado con argollas en las narices, aros colgando de las orejas y abstemio con cara de reptil. Apoyado en una  jerga misteriosa de gurú de la economía y en gráficos de colores explica a Rocher que Naguria está arruinada. Debe siete veces lo que vale. El millonario pide mil millones en contratos para la empresa, la mafia lo cambia por su mujer. Y Rocher agradecido se ve entre la espada y la pared. Quid pro quo. Es la estocada definitiva a la aristocracia de Neguri entre bocado y bocado de caviar y champán frío. Lo que procede es el escarmiento y la entrepierna. Huertos solares, parques eólicos, desmantelamientos de centrales nucleares, voladuras de torretas o el cambio climático son el chollo para los empresarios que rindan pleitesía al emperador con la playa de la Concha a sus pies y todos los que allí quepan extendidos en la arena. 

El ministro de interior, Mirfias, entrega a Rebai la carta de Axiámaco, al presidente le entran los siete males, sufre un ataque de cuernos. Axiámaco no es nadie para tomar decisiones. Le escribe otra de respuesta con la orden de abandonar la persecución y que se entreviste con los cíos líticas para negociar aunque sepa que esos penantes nunca negocian nada. Por teléfono ordena que Klatak mate a los tres jinetes y al hombre insecto. Eliminar a los nuestros, era ése y no otro el argumento de la independencia, la cosa nostra. 

Tres horas más tarde, el mensajero, medio muerto por el galope desbocado, entrega a Axiámaco la carta con la orden de abandono de la persecución; el caballo reventado lo matan del todo de un tiro en la cabeza para evitarle horas de agonía. La tragedia se cierne sobre la familia como un trueno seco que rasga los cielos de un cristianismo primitivo. “Rebai es un traidor,” la muerte del hijo no sirve para organizar la venganza, no la merece.  

El jueves por la noche el comando de Axiámaco llega al Túnel de Odón, encofrado de pantallas de plasma, un memorial de negritud violenta que aflora del adoctrinamiento. Primero se crea un agravio: los recién llegados nos roban el pan, nos quitan el trabajo y abaratan los jornales; luego merecen la muerte. Se canta en las escuelas y en los juegos de los niños. Ya se puede matar a bombazos a quien los envía y al chófer; la mutilación de dieciséis más que pasaban por allí es un efecto colateral, ni siquiera un daño. El dolor de tener a los hijos presos se soporta mejor matando por la espalda. La felicidad era eso: verles llorar cadáveres y acusar de asesinos a los ejecutores akusaras. Socializar el dolor; una patria no se construye sin sangre derramada. Nosotros somos el pueblo. “Que se apareen como bestias desiguales.” Los aketoms nunca serán akusaras. Y siguen con su retórica copiada que opaca la propaganda nazi inflamada de patriotismo agresivo: “Una patria son corazones que retumban a una sola voz, infinitas manos que se cierran en un solo puño para golpear al enemigo.” Axiámaco piensa que una dialéctica que te lleva a matar a tu propio hijo sólo puede ser repugnante. 




"Belarrimocha, ¿Te quejarás?"


Los hombres acampan frente a la barrera invisible que corta el paso al interior del túnel, la continuación está llena de trampas. Axiámaco sugiere que la campana que cuelga de la bóveda es la clave para desactivarla. Iztialak conoce desde niño los diferentes toques de campana, su padre era el campanero después de perder una pierna por torturas de los basuras. Armia tiene el pálpito de que el ataúd contiene los restos de una niña, toque de morteruelo. Ocho toques y el redoble desactivan la trampa, así pueden seguir por el Túnel de Odón. 

Los veinte hombres, el cadáver de Aitor a hombros de su padre, entran en el laberinto de la serpiente. El espacio se va creando al paso. El sueño va sobre el tiempo flotando como un velero “en armónicos tránsitos de toro a esfera.” El pasado, el presente y el futuro fundidos entre las planchas oxidadas de hierro del laberinto, en torsión permanente que concluye en un callejón sin salida, un embudo sin boca. La ausencia de tiempo, el vacío absoluto, la oscuridad total. No hay salida sino la luz cegadora que se agranda entre paredes curvadas para dentro y para fuera. El juego de la serpiente ha terminado, brillan las navajas cochineras entre melones de acero inoxidable.


Pero el viejo de las manos traslucidas 
 dirá: amor, amor, amor, 
 aclamado por millones de moribundos; 
 dirá: amor, amor, amor, 
 entre el tisú estremecido de ternura;  
dirá: paz, paz, paz, 
 entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita; 
 dirá: amor, amor, amor, 
 hasta que se le pongan de plata los labios.
Federico García Lorca/Miguel Poveda



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Este contraste entre el drama interior de Axiámaco y el costumbrismo casi valleinclanesco del gobierno de su hermanastro deja en evidencia que una cosa es el romanticismo de las ideas y otra la corrupción del gobierno. Es curioso también cómo algunos solo cambian cuando la tragedia llega a las puertas de su casa...
Y el homenaje a Lorca, claro.

Abejita de la Vega dijo...

Belarrimocha, maketo...Siempre hay palabras, más o menos despectivas, para etiquetar al que no armoniza con el paisaje sacralizado, al que desentona, al que no encaja. No más Akúsides en la historia de la humanidad.



Ángel Vallecillo dijo...

Muchas gracias, Pancho.

Esas paredes curvas y planchas de acero de la serpiente es un recorrido por la obra de Richard Serra del Gugenheim. Por si un día estáis por allí y os apetece recordarlo al recorrerlo. Un abrazo sentido!!