"El anarquismo se consideraba siempre en vísperas de un cambio total, de una revolución completa"
La familia del anarquista el día de su ejecución. Conciencia tranquila. 1897. Óleo sobre lienzo. 310 x 221,5 cm. Museo de Bellas Artes de Asturias. Oviedo.
Aurora roja. Pío Baroja (6)
Reaparece don Alonso, El Titiri, viejo amigo titiritero y aventurero de las novelas anteriores, hecho todo un policía de verdad. Antes de llegar a guardián del orden vocea el cinematógrafo del señor Salomón que, a cambio de sus voces, le da vestido y comida regular. Vivía este señor Salomón con su mujer y dos hijas y no era feliz, pues como sentenciaba el Salomón de la biblia: “La mujer es más amarga que la muerte”. En un pueblo camino de Murcia, las fuerzas vivas de la localidad los apedrean y tienen que correr por unos problemas de censura. Lo llevan preso a Madrid y se libra de la cárcel con la condición de hacerse policía y pillar al Bizco que ha vuelto a matar. La víctima ahora es La Galga. Afectado de los males del tifus, muere. Como no tiene padre, ni madre, ni perrito que le ladre, lo tiran a un hoyo “ante la mirada azul, clara y serena del cielo”. Pero qué mala muerte le da a este personaje tan entrañable don Pío, no se merece este final.
Existe en Madrid un edificio noble de pasillos trazados a lo largo y amplias galerías que alberga a la vieja dama de los ojos vendados, adusta y severa, ataviada con toga negra y encargada de impartir justicia entre los agraviados y agraviadores de la sociedad, siempre rodeada por un manojo de “curiales, alguaciles, escribanos, relatores, prestamistas, corredoras de alhajas, hombres buenos, abogados de fama y abogados de poyete..., una larga procesión de sacacuartos y escamoteadores” que le quitan la venda de sus ojos de gata para desvirtuar las escrituras del libro de la ley con más interpretaciones que la biblia.
Baroja ha tallado el personaje del Bizco como si fuera la personificación del mal, dotado de una porción de comportamientos y cualidades negativas, a cual peor, a lo largo de la trilogía. De más malo que un dolor, o peor que la carne el pescuezo lo hemos calificado. Una vez detenido, juzgado y a la espera en el corredor de la muerte, confinado en la soledad de las últimas horas, lo redime. A instancias de Juan, Manuel va a visitar al Bizco humanizado. A pesar de no mostrar ni un asomo de arrepentimiento en sus entrañas, le dota de la potestad de pensar y de sentir gran tristeza, una enorme tristeza, lo cual lo diferencia de los animales. “La vagancia había sido para su alma como una hemorragia del espíritu. Su poca inteligencia se había esparcido en las cosas como se esparce el perfume en el aire”. Solo le pide que no le hagan daño en el viaje final. En cumplimiento del último deseo del condenado, varios componentes del grupo de la taberna del Chaparro van a visitar a uno de los sacerdotes del patíbulo, verdugo oficial del reino. Cuenta con catorce o quince ejecuciones a la espalda, un oficio mardesío que tiene que pagar los arreos propios de la faena del ajusticiamiento: “Estas correas las he tenío que pagar yo” - se lamenta el verdugo. Un oficio que “er malo pero peó e morirse de jambre”. Confiesa con la pesadumbre e impotencia del que ha probado la mar de oficios para nada: “He sío sordao en Cuba durante muchos años; he sío herraor, barbero, carretero, vendeor de juguetes..., ¿y qué?, no podía viví”. El ejecutor de sentencias de Francia está mejor considerado (seguro que también tiene más guillotinas que afilar), dispone de treinta mil reales de jornal y le queda una buena jubilasión. El corazón de Pío Baroja desborda ternura para describir a los desheredados, el oficio de verdugo. Le da voz a los seres más marginales y arrinconados de la sociedad, desbroza una senda que después seguirán Luis Berlanga (1963) y Basilio Martín Patino (1977) en el cine. El verdugo es el administrador de la justicia, la espada justiciera del derecho, el brazo tonto de la ley, cuando la pena a aplicar es la máxima. Por similar motivo se había apiadado antes de Jesús y del señor Canuto, y de su afición a profanar tumbas de cementerios abandonados.
Morales resulta ser un buen gestor de la imprenta. Con buen criterio empresarial se le ocurre que un encuadernador al pie de casa le vendría bien al negocio, ello le atraería clientela y ahorrarían trabajo y gastos de transporte. Manuel está de acuerdo con la sugerencia y se dirige a casa de Jacob a proponerle el negocio. Este viejo conocido es un negociante duro de pelar. Va a lo suyo, llora y se queja para conseguir las mejores condiciones. No le interesan las discusiones de política, son cosas de otra raza, de otra religión, pero acepta el desafío y se instala.
"Ya no me importaría ser golfo, no tener dinero; habiendo leído la Historia de la Revolución Francesa, creo que sabría ser digno...".
Manuel abandona la tertulia de la taberna del Chaparro, más que nada porque El Bolo, zapatero de portal, bajito, rechoncho, muy feo y afectado por una leve cojera, le presta La Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet y se engolfa en la lectura de los miles y miles de páginas reunidas en siete tomos. El Bolo es un republicano desencantado que odia a los socialistas porque, a su parecer, le han robado la base obrera a su partido. Ahora es ácrata, agradecido por el apoyo y respeto que prestan a Pi y Margall. Pero la discusión política en serio es la que traen entre manos Morales y Juan. Morales es un socialista leído que cree que la lucha de clases es el motor de la historia y el artífice del progreso. Juan, en cambio, alega que el progreso se produce como consecuencia de la victoria de la rebeldía contra la autoridad. Afirma sin complejos: “La autoridad era todo lo malo; la rebeldía, todo lo bueno; la autoridad, era la imposición, la ley, la fórmula, el dogma, la restricción; la rebeldía era el amor, la libre inclinación, la simpatía, el altruismo, la bondad...”
Ante la hondura de los razonamientos de uno y otro, Manuel escucha y se inclina por una postura práctica de eclecticismo. Por un lado, no le agradan los que pretenden convertir el mundo en un hormiguero de funcionarios, pero tampoco le parece de recibo el todo o nada postulado por los ácratas. Esperar la revolución como el “santo advenimiento, como un maná, como una cosa que vendría sin esfuerzos pesados y molestos” es una quimera. El mismo radicalismo extremo fatiga a la larga. El resultado final es un dogmatismo como otro cualquiera. Las discusiones solían terminar como el rosario de la aurora, como terminan todas las quimeras en las que el odio por el otro predomina; tildando a los contrarios de imbéciles locos que hay que sanar, o recomendando lecturas que curan del fanatismo que te acosa o recordando el paso por el ministerio correspondiente para cobrar el precio de la traición, creyéndose todos apóstoles, seres superiores. (Qué curioso que hace más de un siglo ya se desbarrara tanto como ahora, o más).
6 comentarios:
He leido con atención este post, y me ha conmovido este retablo de personajes. Me quedo on tu frase de que Baroja destila ternura al describir a los desheredados.
Tras algunos meses fuera, y terminado el deporte, vuelvo a visitar a mis amigos, querido Pancho.
un abrazo.
La visita a la audiencia es utilizada, otra vez, para dar fe de la degradación de la justicia y alegar contra la pena de muerte, poniendo el acento para ello en reo y verdugo.
Un abrazo
Baroja se resiste a abandonarte, amigo barojiano.
Las verdugos son iguales, están cortados por el mismo patrón.
Lo de más cornadas da el hambre no nos vale. Hay que ser muy mísero para ser verdugo, miseria moral.
Besos, Pancho.
¡Precioso ese cuadro, bastante desconocido, de Julio Romero de Torres! Muy bueno tu resumen como siempre querido Panchito. Besotes, M.
Con qué certero tino has comentado esta secuencia de Aurora roja (y qué bien ilustrada: gracias por el video, que no conocía).
En efecto, Manuel opta por el eclecticismo, por la supervivencia pero sin perder ese pellizco ideológico de la conciencia. Baroja nos ha hecho ver su vida para que lo comprendamos.
Buenos días, pancho:
Sigo leyendo a Don Pío, y continuaré con las entradas, en un futuro.
Destacas con razón el final tan triste para el pobre don Alonso.
Y el Bizco, y el miedo a esa muerte terrible.
Y la piedad de Juan y de Manuel, intercediendo por el condenado.
Y el punto de vista del ‘ajusticiamiento’ desde el pensamiento superviviente del verdugo.
Recordaba el documental de Basilio Martín Patino, que he vuelto a ver completo con tu enlace.
Y la película de Luis García Berlanga .
El verdugo
Un abrazo.
P.D.: Cuánto se puede leer en el cuadro de Julio Romero de Torres.
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