jueves, 1 de septiembre de 2011

El Miserere. La prosa inquietante de Bécquer.






"Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras"



EL “MISERERE”
(LEYENDA RELIGIOSA [DE NAVARRA] ) 

Publicada en una única entrega en el diario El Contemporáneo el 17 de Abril de 1862. Los hechos tienen lugar en la Abadía de Fitero en un pasado impreciso de atmósfera medieval. En el ambiente contrito de la Semana Santa, los descendientes de Adán se dan golpes de pecho y piden perdón por el pecado original del que los engendró, al tiempo que ensalzan a quien se sacrificó por la redención de la especie.

La Leyenda es el mejor ejemplo de la mezcla de las tres artes: escritura, pintura y música, cuya fusión, GAB persigue en su literatura. El autor pinta con palabras precisas, como si si usara pinceles para escribir. La música grave y profunda es el eje del relato. Las desencajadas notas de un Miserere incompleto, compuesto por un peregrino tedesco, crean un ambiente de terror que crece con el desarrollo del Miserere y provocan un extasis de exaltación musical que conduce al compositor a la locura.

En efecto, el narrador encuentra por casualidad unos cuadernos antiguos de música, bastante deteriorados, en la biblioteca de la Abadía de Fitero. Aunque carece de formación musical, le gusta observar los grupos de notas e imaginarla. Se trata de las notas sin terminar de un Miserere, los primeros diez versículos del salmo, junto a unas anotaciones en alemán para los intérpretes que sustituyen a las que antes ha visto en italiano en las óperas: “Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía…, ¡fuerza!…, fuerza y dulzura “.
Un fraile lego, ya de edad avanzada que le acompaña en la biblioteca, le cuenta que en una noche inverniza de Jueves Santo, llama a la puerta de la abadía un romero, músico de oficio, que le había reportado renombre en su juventud. Su arte le había llevado a un crimen del que ahora de mayor quería redimirse. Desde el momento que el músico descubre el salmo: “Miserere mei deus”, su vida gira en torno a la búsqueda de la forma musical capaz de contener los sublimes versos de dolor del Rey Profeta: “Si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso que no hayan oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al señor: “¡Misericordia!”, y el Señor la tendrá de su pobre criatura”.
Un campesino de los que escuchan al peregrino le pregunta por “El Miserere de la montaña”, que sólo escuchan los que de día y de noche guardan el ganado “entre breñas y peñascales”. Le cuenta la historia de un monasterio construido por un noble con la herencia que le correspondía a su hijo. Éste, de la misma piel del diablo y al verse desheredado, junto con otros de su calaña; destruyen, queman el edificio y pasan a cuchillo a los frailes el día de Jueves Santo cuando entonaban el Miserere. Desde entonces, todos los años por Jueves Santo, se oyen: “una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire”.

Al recabar que el portento comenzaba en tres horas, el romero abandona el amor de la lumbre y desaparece en dirección al monasterio en una noche de perros en que el “viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarla de sus quicios”. Nada sobrenatural. Todo le parecía conocido, de haberlo vivido antes.

A continuación, GAB describe la iglesia que se encuentra el peregrino que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, espera el portento. Y nos regala el prodigio de su prosa, una de sus mejores descripciones plenas de ritmo que consigue llenando el relato de sonidos que envuelven la noche y vibraciones que tiemblan en el aire como un aleteo de penumbras: “ Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen en pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastran por entre los jaramagos y zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos estos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero…”. Y once campanadas precedidas por el ruido inexplicable de la maquinaria de un reloj que entre los escombros claman en la oscuridad preceden un relato de terror que, in crescendo, termina con el romero caído en tierra y sin conocimiento. Es testigo de la reconstrucción de la iglesia. Una insólita claridad azulada y medrosa ilumina las ruinas, como el resplandor fosfórico que se desprende espontáneamente de las osamentas de los cadáveres. Los escombros se animaron como si fueran los espasmódicos y desconocidos movimientos que la muerte imprime a los cadáveres. Las piedras buscaron sus compañeras, se tramaron y regresaron a su posición primitiva, la que los canteros le asignaron antes de la destrucción. Los altares, capillas, machones, arcadas y bóvedas se reedificaron.

Inmediatamente después, un acorde lejano de voces graves y solemnes, como salidas del seno de la tierra se eleva. El peregrino comienza a sentir miedo, los cabellos se le erizan de horror cuando al asomarse al abismo por el que se despeñaba el torrente ve los esqueletos de los monjes saliendo entre las grietas de las peñas cantando con voz grave, profunda y sepulcral tras ordenarse en dos hileras arrodillados en el coro: “¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!”. Los monjes: “Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras…”. La música acompañaba el compás de las voces del coro como el rumor distante del trueno, el zumbido del aire, el grito del búho, el roce de los reptiles inquietos y más que no puede explicarse ni concebirse. Las notas y acordes tan gigantes como las palabras terribles del salmo.

El músico sigue la ceremonia aterrado. Sus nervios saltan al impulso de una fuerte conmoción. Los dientes se agitan en su asiento y un frío le penetra hasta el tétano de los huesos al oír las espantosas palabras del Miserere: “In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea”. Seguidas de un alarido tremendo, gritos de dolor, lamentos del infortunio, aullidos de la desesperación, blasfemias de la impiedad, concierto monstruoso de los concebidos en la iniquidad y un relámpago de terror.

Los cadáveres se visten de carne, se rompe la cúpula y un océano de lumbre ilumina la iglesia cuando una gigantesca espiral de sonoro incienso se escucha en paralelo al versículo: “Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata”, que hace latir violentamente las sienes del romero al tiempo que cae a tierra sin sentido.

El desconocido peregrino entra en la abadía al día siguiente. Los monjes le conceden licencia para quedarse a componer un Miserere inmortal, una obra de arte que borre sus culpas a los ojos de dios. Trabaja día y noche con actividad febril, pero le resulta imposible continuar más allá del último versículo que escuchó. Almacenó montañas y montañas de borradores inútiles que en nada se parecían a la música anotada. Su incapacidad para encontrar las notas precisas que pongan fin al salmo con la brillantez merecida le abocan a la locura y muere. Los frailes guardan el libro de música a su muerte. El narrador pone fin al relato dudando de su cordura ante las temibles palabras:  "In peccatis concepit me mater mea”. 




Este comentario pertenece al grupo de lectura que desde La Acequia dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


5 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Excelente comentario, con una línea en la que das con una de las claves de la estética becqueriana: la fusión de las artes, el arte como algo total. Bécquer es uno de los más importantes impulsores españoles de que el arte -en consecuencia, el artista- está por encima de géneros y fronteras técnicas convencionales de la retórica.

Abejita de la Vega dijo...

Una terrorífica pesadilla, inquietante, llena de esqueletos descarnados y música que imaginamos muy, muy fúnebre.


El peregrino no es capaz de trasladar ese Miserere al pentagrama, al igual que Bécquer intenta traducir lo imposible.

Grandioso el Miserere que nos ofreces, tras atrapar lo esencial de la leyenda y ofrecérnoslo.

Besos, Pancho

Paco Cuesta dijo...

Nada que añadir al preciso comentario. El Miserere es, en efecto, una explosión descriptiva.

Ele Bergón dijo...

TEngo pendiente de releer esta leyenda, aunque recuerdo que otras me ha impresionadao muchísimo y la he sentido surrealistaa.

Me voy de vacaciones dentro de mis vacacines. Has hecho con tu análisis que me lleve el libro y la vuelva a leer. Ya veré si tengo acceso a Internet y si puedo y me sale algo, cscribiré.

Un abrazo

Luz

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

Cuántas claves biográficas, nos deja Bécquer en esta leyenda tan 'de Semana Santa’, y que tú has contado tan bien.

Lo que me ha sorprendido ha sido el vídeo del Miserere de Lumbrales. Te explico: yo tengo un tapiz de la Madonna del Dito (Virgen del Dedo) de Carlo Dolci y he visto que en la sala de la grabación detrás de los cantores había un cuadro igual, pero a la Virgen se le veían las manos.
He conseguido enterarme, al ver otras pinturas
y he llegado Aquí a la explicación.

Saludos.