EPISODIOS NACIONALES
Trafalgar (4)
Benito Pérez Galdós
El amanecer del día veinte, víspera del combate naval, encuentra a la escuadra navegando hacia el Estrecho, un poco desordenada a causa del viento intenso del sudoeste. Gabriel contempla entusiasmado las maniobras y el ajetreo marinero más o menos experto en los puentes y cubierta del monstruo marino. Las primeras claras del día veintiuno les permiten divisar las siluetas amenazantes de los veintisiete navíos de la escuadra británica formada en dos columnas, encabezadas por el Victory y el Royal Sovereign mandadas por Horacio Nelson y Cuthbert Collingwood. Ayudados por el viento, dirigen las proas contra ellos como arietes que destrozan las puertas de las casas okupadas en unas cuantas embestidas. Villeneuve ordena virar en redondo a la escuadra aliada con el fin de recoger el viento a favor y así huir a puerto en caso de necesidad. Lo que consigue es desbaratar aún más la línea de la escuadra. Para Marcial, el viejo lobo marino, la orden es un sálvese quien pueda, sólo queda rezar y salvar el pellejo: “La línea es más larga que el camino de Santiago. Si el Señorito la corta, adiós mi bandera: perderíamos hasta el modo de andar, manque los pelos se nos hicieran cañones. Señores, nos van a dar julepe por el centro. ¿Cómo pueden venir a ayudarnos el San Juan y el Bahama, que están a la cola, ni el Neptuno ni el Rayo, que están a la cabeza? (Rumores de aprobación.) Además, estamos a sotavento, y los casacones pueden elegir el punto que quieran para atacarnos. Bastante haremos nosotros con defendernos como podamos. Lo que digo es que Dios nos saque bien, y nos libre de franceses por siempre jamás amén Jesús”.
Al hilo del mediodía, Marcial le pega un tirón de orejas a Gabriel para que deje la miranda y eche una mano a la gente menuda a sacar sacos de arena de las bodegas y extenderla en la cubierta para que la sangre de los caídos no le salte a la cara de los guerreros durante el combate. Gabriel el arenero de un buque de guerra, la arena pesa mucho en alta mar.
Cuando Gabriel termina los trabajos manuales, presencia con admiración la destreza y perfección de los movimientos amenazadores del barco almirante de la escuadra inglesa. Galdós regala a los lectores de las generaciones posteriores una definición monumental de la idea de patria y nacionalismo. Una pieza cuya lectura pone los pelos de punta al lector más escéptico, al lector más internacionalista: “Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos…”. Un Imagine de John Lennon con su “brotherhood of man” en versión española. No me extraña que Galdós no sea literatura de consumo ligero y moleste a los habitantes de las acomodadas tribus hispanas periféricas.
El primer cañonazo retumba como una brutal agresión y la respuesta es legítima defensa. La narración a través de los ojos testigos de Gabriel Araceli, ya bicentenaria, ha hinchado de orgullo a generaciones de lectores, un subidón de adrenalina. Se pueden imaginar la magna lección de heroísmo desplegada por los dos veteranos jubilados y el joven adolescente que no llega ni a grumete, poco más que polizón en un barco de guerra que sólo cesa con el acto de arriar la bandera hecha jirones, más agujereada que una coladera y los ingleses abordando los restos del barco vencido. Gabriel transporta heridos a la cámara por debajo de la línea de flotación y de tiro, auxilia a su amo y a Marcial, hace de artillero durante el zafarrancho requerido por el medio hombre agigantado.
La dimensión verdadera de los destrozos causados en el barco y en la población que lo habita se descubre cuando el fuego cesa, después de la batalla aparecen los daños en la ciudad flotante de más de mil hombres y la importancia de los hombres sanos que trabajan con las manos: los carpinteros, los achicadores de agua, los trasportadores de heridos y los sanitarios que los curan. A bordo del Santísima Trinidad se nos da gratis un ejemplo de cómo se gestiona una victoria, evitando hacer carne en el derrotado en un ejercicio de civilización que nos diferencia de las alimañas salvajes. Se honra a los caídos del bando contrario como si fueran bajas propias, según las leyes y los protocolos del mar. Se intenta evitar que los heridos se ahoguen cuando el barco se va a pique. Este saber rezar a los muertos confunde a Gabriel que siempre se había imaginado a los ingleses como una representación del diablo: “gentezuela aventurera que no constituía nación y que vivía del merodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones; cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos, los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria”.
Los ingleses intentan mantener a flote el Santísima Trinidad para llevarlo a Gibraltar y exhibirlo a los llanitos como fenómeno de feria, pero no lo consiguen porque el veintidós se desata un temporal que hace inútiles los trabajos de taponamiento de marineros y calderilla del mar.
El tratamiento ontológico que Galdós hace de los caídos durante el combate a bordo del Santísima Trinidad merece comentario aparte. El autor no se escabulle como perro con cantazo, demuestra que la mejor vacuna contra la guerra es enseñar la muerte descarnada, los cientos de ataúdes ordenados por orden de lista en el palacio de hielo de Madrid. Hubo días durante esta pandemia que nos ha arruinado para varias generaciones en los que cayeron más de mil españoles con nombre y apellido y familias que ni los pudieron llorar, mientras en la retaguardia sólo había aplausos, canciones y mucha propaganda, censura de guerra, para tapar la tragedia. “Eran cuatrocientos, próximamente, y a fin de terminar pronto la operación de darles sepultura, fue preciso que pusieran mano a la obra todos los hombres útiles que a bordo había para despachar más pronto”. Dan agua a cuatrocientos muertos, comida para los peces, cuatrocientos golpes a la conciencia de los gobernantes en la desescalada de los cadáveres hasta el océano. La pauta completa de la nueva normalidad que se echa al ruedo.
Galdós personaliza el horror en un cadáver horriblemente mutilado, casi irreconocible, pero por sus venas corre la misma sangre de Gabriel. La casualidad quiere que sea el tío que maltrató a su madre y a él en tierra. El tiempo da un escarmiento y una lección de humanidad a los bellacos, hay que estar más embrutecido para no separar a los vivos de los muertos y hacerlos naturaleza, proteínas para los atunes de la Bahía, al fin y al cabo acababa de comportarse como un héroe en el combate sin poder llegar al sálvese quien pueda.
Al atardecer del veintidós de octubre los quinientos sanos que quedaban de los más de mil cien que se embarcaron con una misión que cumplir, inflamados de patriotismo en defensa de la patria en peligro, abandonan los trabajos de taponamiento de las vías de agua. O transbordan o mueren todos ahogados en el pecio. Los más de trescientos heridos sufren la peor parte del naufragio.
Trafalgar es primordialmente el relato del desastre de la escuadra que deja indefensa a España y a América a merced de los ingleses y de otros que se reparten el botín.
Se produce un apagón en los sentidos de Gabriel. Sin recordar cómo ni cuándo reaparece en una lancha pilotada por Marcial, recostado en el regazo de su amo don Alonso, mientras se alejan del hundimiento del Santísima Trinidad azotados por los lamentos y gemidos desesperados de los heridos que van al fondo del mar. El hundimiento de los barcos de guerra significa el fin del predominio de la escuadra española en los océanos, a poco más de una legua del cabo Trafalgar.
Demórate a ti, en la luz solar de este medio día
Donde encontraras con el pan al sol la mesa tendida.
Por eso muchacha no partas ahora soñando el regreso
Que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo.
Julio Cesar Isella, Armando Tejada Gomez/ Chavela Vargas
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
1 comentario:
Galdós pinta bien una realidad: el patriotismo que impulsó buena parte de las primeras décadas del siglo XIX y que se fue apagando por la corrupción, las intrigas y los separatismos. Un patriotismo que llegaba de todas las regiones y que intentaba sacarnos de un pasado a olvidar. Por desgracia, aquel patriotismo fue malgastado por los gobernantes y no pudo regenerar de verdad las estructuras de un país que así va desde entonces, dando bandazos...
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