Pedro Páramo
Juan Rulfo
El mejicano Juan Rulfo estuvo de centenario durante el año pasado, por lo tanto da los primeros llantos en 1917 en la casa familiar de Apulco, Jalisco. Muere en la ciudad de Méjico a los sesenta y ocho años de edad, en 1986. A pesar de la escasez de su producción literaria publicada Juan Rulfo fue un profesional de la escritura, su oficio fue escribir guiones de radio y televisión, acostumbrado a pensar para escribir y poder decir misión cumplida al final de la jornada. Escritor forjado entre la satisfacción de los libros leídos y la avidez de los que quedan por leer. No se escribe Pedro Páramo sin tener detrás un bagaje de muchos años de lectura atenta y escritura. Ni estudios rigurosos de lingüística y teoría literaria. No es por tanto un advenedizo tocado por la varita mágica de la excelencia que de repente escribe como los ángeles; ni un recién llegado al que le suena la flauta por casualidad y escribe esta novela que nos embarga. Se entiende perfectamente que no se prodigara más en la escritura después de estar todo el día escribiendo por obligación y para vivir, tendría que dejar descansar las neuronas y el cuerpo para no hacer más llaga en el trasero de tanto estar sentado para escribir, como dicen que le pasaba a Camilo José Cela. La cuestión es hallar el equilibrio entre ejercitar el músculo y el intelecto, entre el ejercicio físico y la vida sedentaria.
Juan Rulfo publica Pedro Páramo en 1955, la mitad de su vida, año arriba o abajo, en vista del éxito de El llano en llamas, publicada en 1953. Lo primero que llama la atención de estos dos títulos es que estamos ante un escritor atento, preocupado por los detalles y que deja las cosas bien rematadas. Lo digo por la sonoridad de los títulos, la repetición de los sonidos africados (sin entrar en profundidades fonéticas) que traducen acústicamente el sonido arrasador del fuego que convierte todo en ceniza, en llano, en nada: El llano en llamas. Según señala Jorge Volpi en el prólogo de mi edición, la novela se iba a titular “Los murmullos” repitiendo la ternura del sonido que suaviza la violencia de las llamas de la primera publicación. Pero el autor optó por el trallazo de las oclusivas al contacto con las erres que semejan los gritos de los cristeros contra las fuerzas del gobierno: Pedro Páramo. Los temblores del misterio de la creación. Y así es Pedro Páramo, una novela corta (no más de ciento cincuenta páginas) de una gran condensación. Una novela que confunde título, autor y protagonista del relato. Todo es breve y austero, pero tremendamente intenso. Cada palabra, cada asociación, cada sintagma, cada verbo contiene un estudio en sí mismo. La novela está dividida en capítulos muy breves, sin numerar, algunos de una sola línea, pero que al leerlos el lector se queda con la sensación de estar delante de una partitura insólita.
El ritmo montaraz y entrecortado del título se prolonga en el primer párrafo, marcado por la repetición saltarina del sonido de la letra erre. El primer capítulo está reconocido por lectores y críticos expertos como una pieza maestra de la literatura universal. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.” Las primeras frases no pueden ser más esclarecedoras, de significado más amplio. Una voz narradora habla desde Comala, el lugar donde van a ocurrir las cosas. El uso del “acá” nos dice que estamos ante un narrador que usa el español americano. Y los verbos utilizados en el primer párrafo no pueden ser más sencillos, los más usados en una lengua: venir, decir, vivir. La repetición premeditada de seis veces del verbo decir en el primer párrafo nos habla de austeridad, precariedad del lenguaje. El regreso a Comala viene acompañado de una vuelta a los orígenes de la lengua, a los balbuceos del nacimiento de los idiomas, justamente para expresar el frío de las manos muertas de una madre que dejó la vida agarrada a la mano de su hijo.
Un diálogo desordenado en el tiempo entre madre e hijo rompe la narración en primera persona. Luego explica que está en Comala por la promesa que le hizo a su madre de buscar a su marido. Se resiste a llamar padre a quien no conoció y con el que le une una relación apenas biológica. Y termina el capítulo como empezó: “Por eso vine a Comala.” El autor cierra así el círculo en el primer capítulo que no llega a media página y que puede funcionar como un micro relato independiente y completo con planteamiento, nudo y desenlace abierto.
Su mundo ha estado gobernado por la esperanza de descubrir la identidad de Pedro Páramo, el relato consistirá en narrar los avatares de un viaje, descubrir las raíces, la búsqueda de los orígenes.
Algo nos dice enseguida que el espacio físico en el que se desarrolla la historia es una rareza de la geografía, una anomalía del terreno, un dónde inestable. El lugar confunde la cuesta arriba con la cuesta abajo: “El camino subía y bajaba.” La voz narradora emprende el viaje solo y sin nada. El viaje es en el mes de agosto, cuando más aprieta el sol y el aire recalentado trae olores a podrido de las saponarias que trastorna las cabezas. (No se sabe de dónde habrá sacado Rulfo que las saponarias huelen mal). En un cruce de caminos se junta con un hombre que también baja a Comala tirando de dos caballerías. El calor aplomado agarra al suelo el penoso paso castellano de los dos burros cargados. Cruza cuatro palabras con él - comunicación primitiva con un hermano de padre, con quien también resulta ser hijo de Pedro Páramo-, mientras cruza el cielo una bandada de cuervos, pájaros cruzados, aves de mal agüero.
El acompañante le comenta que su visita es una rareza, hace años que nadie se acerca por ese lugar. Pedro Páramo se alegrará de verle. Le advierte que no se queje del aire recalentado del camino, para calor el de Comala. Hasta los muertos condenados al infierno se resienten del frío y regresan a Comala a por una manta para pasar mejor las noches eternas del infierno.
Él trae los ojos de su madre, ve a través de sus recuerdos fallidos. Comala no es como su madre le ha contado. Su vida se consumió con la añoranza de volver. Para llegar a Comala todo es bajar y bajar, justo hasta llegar a las mismas puertas del infierno. Abundio, que así se llama el compañero de camino (de eso nos enteramos más tarde, como todo en esta novela sigue el orden ilógico de los muertos, el mundo sin ruido), le informa de que todo lo que alcanza la vista pertenece a Pedro Páramo, incluido lo que hay dentro, lo vivo y lo muerto, porque en Comala ya no hay vivos, todos están muertos. Antes de despedirse le indica que pregunte a la señora Eduviges si es que está aún viva. Una señora, con la “voz hecha de hebras humanas,” le indica que vive al lado del puente. Un pueblo con río es una bendición porque donde hay agua nueva, hay vida.
Viene la muerte tarde o temprano,
Nos asesina rápidamente;
Ella no tiene ningún pariente,
Ella no tiene ningún hermano:
Muere el muchacho, muere el anciano,
Se lleva al brujo y al hechicero,
También se lleva hasta el ingeniero,
Aunque ha tenido buenos colegios
Ahí no valen los privilegios,
VIENE LA MUERTE ECHANDO RASERO.
Amparo Ochoa
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
4 comentarios:
Excepcional entrada que dice todo lo que uno necesita para adentrarse en Comala. Y ese remate, que lo vincula con algo esencial en México...
Trabajo técnico y magnífico el tuyo además de necesario, porque, ya lo dijimos,Pedro Páramo ha de leerse con atención.
Un abrazo
Muy poco a poco hay que entrar en Pedro Páramo. Y muchas veces. Y con ayuda. Tu entrada nos ayuda a entrar.
Un abrazo Pancho.
Pancho, he disfrutado muchísimo leyéndote. Tú introducción ese soberbia
Voy a la siguiente.
Un abrazo
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