miércoles, 9 de octubre de 2013

Protegidos por la luna





"Pensó en la reguera, el arroyo en el que el pueblo vertía sus aguas fecales"

INTEMPERIE (2)
Jesús Carrasco 

El burro y el perro, las cabras, el cabrero y el muchacho emprenden la marcha. El chico no es partidario de que el día recién comenzado sea otra vez almuerzo, camino e insolación. Tras dos horas de ruta la cuadrilla de la muerte se detiene. El cabrero se quita el sombrero, se limpia el sudor y haciendo visera con la mano otea el horizonte, lía un cigarrillo, silba al perro para que junte las cabras y retoman el oficio de andar hasta que al mediodía el calor se hace insoportable, el muchacho enajenado por la sed, desaparecida la  alegría de su mirada. Sucede la desolación por el agua huida, la tierra sedienta, una impresionante descripción de la sequía: “Una multitud de pequeñas vías fluviales, como un delta en miniatura, que escapaban hacia la charca ausente. Una carrera más allá de la sombra de los juncos abortada por el sol y la tierra sedienta. Un esfuerzo inútil escrito en los suaves sedimentos arenosos”. 

El cabrero consigue agua procedente de un regato que le recuerda la pestilencia de la reguera donde el pueblo vierte las aguas fecales. La altura y espesura de los juncos, los ailantos y yerbas ásperas que cortan como espadas. La comitiva se apretuja en el contorno sombreado de unos alisos solitarios. Se disputan el sitio oscuro como si más allá de la sombra hubiese un abismo. El cabrero le enseña al muchacho cómo y dónde segar las hierbas para hacer lías y encerrar el ganado. 


"Con la ayuda del perro reunieron al rebaño y lo metieron en el redil"


Con la tarde claudicante termina la faena de la siega. Cae rendido. Cena leche con pan y duerme. Apenas prendido el sueño, el cabrero le despierta ya con la caballería cargada. Se impone la huida, es la ley del llano. Debe aparcar el cansancio, caminan hasta que las primeras claridades del amanecer diluyen las sombras de la noche oscura, apenas iluminada por la luz tenue de una incipiente luna en cuarto creciente. Toman un breve respiro antes de ascender una loma sorteando unas cepas malogradas. Les acompaña el hedor de un lazareto de animales, su origen es la osamenta de un buey en medio de un osario, un saco hediondo de malos olores que se expandía a su alrededor. Allí se instalan, en lo más degradado del llano, en el cementerio de animales, la carne putrefacta les protege del peligro que viene del sur. 

El cabrero mata una rata mientras come en el interior de la res muerta. Protegidos por la luna la desuella, la asa a la lumbre y la comparte con el perro. Solo le queda media garrafa de agua, unas almendras y algunas pasas, “pero ni el viejo las ofreció, ni el muchacho las pidió”. 

A la luz de “una luna que todavía no aclaraba el suelo que pisaban”, reanudan la marcha por el mismo camino, siempre rumbo al norte. El muchacho se abandona a los recuerdos del pueblo, cuando el llano era un mar de cereales y su padre el guardagujas del tren que llegaba dos veces al día a cargar el grano del silo. Antes de que la gente tuviera que acomodarse a las nuevas leyes de la tierra seca. Al desarraigo que vacía los pueblos y los llena de casas abandonadas; a la desolación, compañera inseparable de la despoblación, primo hermano del páramo estéril. Paisaje bélico de derrumbe y saqueo, de caciques, de miseria y de pobreza. Son los mismos páramos de asceta de Machado, las tierras para el águila por donde cruza errante la sombra de Caín.   Las zarzas se adueñan del embarcadero de ganado y tapan las vías. Solo los que consiguen el agua profunda, a fuerza de ahondar los pozos, permanecen en el pueblo. Entre ellos, el alguacil y el cura. Su familia no tiene nada, pero se quedan porque tampoco tienen ningún sitio donde ir a parar. Las manos y una docena de gallinas con tres lechones que corretean por el corral de la casa del guardagujas sin trabajo completan su única y exigua riqueza. El muladar en el que hacen noche es más agradable que el maloliente aroma que desprendía una vieja fábrica de vinagre también abandonada. 



 "Un espacio de tierra apisonada en el que deambulaban una docena de gallinas y tres lechones"

Hambrientos, muertos de sed y agotados llegan a un castillo que se alza en medio de la tierra más pobre y yerma. El muchacho hace la aguada con la caballería a un pozo cercano, al pie de una alberca visible desde el castillo. Da de beber a las cabras- lo primero-, más tarde, cenan una embuelza de almendras rancias y de pasas; tumbado boca arriba lee el cielo mientras espera que le rinda el sueño. Los recuerdos de la primera vez que su padre le llevó ante el alguacil le sumen en la oscuridad del llanto. 

Tampoco en Intemperie podía faltar un personaje aficionado a la lectura. El cabrero lee la Biblia. El cabrero no resulta ser un santo varón, pero al menos se preocupa de dar sepultura a los muertos, como veremos cuando el relato vaya más avanzado. Silabea las palabras a medida que las va señalando con el dedo en un libro desgastado por el uso. 

Hay conejos en los aledaños del castillo. El muchacho se muestra contento de poder prestar su conocimiento de caza con bicho. El viejo lo rechaza por miedo a ser descubiertos, a que vean la lumbre para asarlos desde lejos. Saltan las alarmas en su inconsciente, la visión del cabrero meando, la bragueta humedecida y el glande enrojecido le traen recuerdos de acoso, le ponen de uñas contra el mundo de los adultos. Escapa al depósito del agua. Se queda dormido. El perro le despierta al amanecer. Decide abandonar al pastor y seguir solo su camino. Con la lata de sardinas para el agua pone rumbo al norte, deja el castillo a sus espaldas. Apenas emprendida la marcha, decide desandar el camino reptando porque escucha el petardeo familiar de una moto con sidecar y el galope de dos caballos que le acompañan. 



"En un tiempo cuya medida ya no controlaba, alcanzó la sombra"


El miedo le hace mearse encima. Se esconde en la torre. Le prenden fuego al interior con las pajas de la albarda y los aperos de la caballería. Máxima tensión en el llano. El humo asfixia todo intento de vida en la parte de arriba; abajo, las llamas abrasan y reducen lo vivo a silencio y cenizas: todo un infierno incompatible con la vida. El muchacho busca un respiradero en el hueco de una saetera cegada con piedras, se anuda a la pared como una sombra. Sobrevive al acoso de las llamas y a la asfixia de la humareda. Fuera esperan el golpe seco de un fardo al desplomarse. El viejo reza con los ojos cerrados. Acurrucado en el hueco del torreón, el chico imagina los nidos ennegrecidos de hollín, cubiertos de ceniza, los huevos malogrados. Le vence el sueño allí arriba y se queda dormido. No alcanza a interpretar la sinrazón de la tortura a la que le están sometiendo. Entumecido por la inmovilidad del hueco, lo despiertan a media noche la voz debilitada y las toses apagadas del viejo apaleado. “La luna creciente iluminaba débilmente la llanura arrancándole algunos matices azulados a la tierra”. 



 "Corría una brisa tibia aderezada con el rumor de unas cabras nerviosas"


Poco tarda en descubrir la magnitud de los destrozos, peor que la devastación de una guerra: seis cabras degolladas, ni rastro del macho cabrío, el perro desaparecido, garrafas de agua vaciadas son las secuelas del odio envenenado, encarnación de la maldad que adorna la actuación de los hijos de Caín. 

Cercado por el hambre y acosado por el cansancio, el muchacho se desvive en ayudar al cabrero. Le cura las heridas de la espalda, sin mirarse el sufrimiento propio, olvidándose del cansancio colosal y la sed primitiva que le asalta. A pesar de que la dureza del tramo permite pocas alegrías, surge una sonrisa forzada en los labios (incluso en las situaciones más hostiles y peliagudas aflora el humor), por la lectura del magistral relato de las calamidades del ordeño de una cabra en las manos inexpertas del chico, dejamos a la procesión de las desdichas mermada de efectivos, desmejorada de salud hasta la próxima semana. 

La lucha por la vida en los barrios de las afueras. Atajos sin retorno, carreteras suburbiales que te meten de patas en el infierno:  


 "nos hicimos unas fotos
de cabina en tres minutos…,
parecemos la cuadrilla de la muerte.
Protegidos por la luna
cogieron prestado un coche,
me dejaron en mi queli y se borraron
por las venas de la noche"
Sabina 





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



9 comentarios:

Paco Cuesta dijo...

Esa huida compartida es un canto a la solidaridad espejo de la miseria y denuncia de la maldad.Realismo.
Un abrazo

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Has comentado -e ilustrado- a la perfección estos pasajes. Cuadrilla de la muerte, la llamas, en efecto.
Como a ti me llamó la atención ese cabrero que lee en mitad de un desierto. ¿Cuáles son sus motivos?

Gelu dijo...

Buenos días, pancho:

Es un retrato de la pobreza que asoló tierras y gentes en una época no lejana.
Duele el sufrimiento del ‘chico’, y sus lágrimas: “Los recuerdos de la primera vez que su padre le llevó ante el alguacil le sumen en la oscuridad del llanto”. Emociona su valor.
El cabrero, imagen de la supervivencia, errante y solitario con su libro que lee siguiendo las palabras con el dedo.

Un abrazo

Myriam dijo...

Que bien señalas la solidaridad que aflora en el muchacho al cuidar con tanto esmero al cabrero, quien a su vez le había tendido su mano antes, cuando se encontró con el niño.

Esto me recuerda la solidaridad que existe entre los hombres del desierto arábigo. La hospitalidad y el compartir tienda, agua y comida son palabras mayores entre bereberes y beduinos.

besos

Abejita de la Vega dijo...

Son los páramos de asceta machadianos, efectivamente. Y la sombra de Caín planea por ellos. El depredador humano es más peligroso que el sol abrasador y el hambre apaciguada con una rata asada en cruz.

Un placer leerte. Oigo al rebaño, sigamos a la intemperie.

Besos, Pancho

Merche Pallarés dijo...

Estupendo Pancho. Te/os sigo :) Besotes, M.

Ele Bergón dijo...

Podría ser una historia real, pero a veces, es demasiado desgarrador en la descripción de lo que está ocurriendo.

¡ Menos mal que el cabrero pone algo de contrapunto a tanta maldad!

He terminado el libro, pero confieso que hubo un momento en que pensé que no podría seguir leyendo.

Un abrazo

Luz

Nicolás Carrasco dijo...

Hola amigos soy Nicolás Carrasco hermano del escritor de Intempérie.Ante todo gracias por vuestros comentarios.El libro esta dedicado a la figura de nuestro padre,maestro de escuela.
La trama del libro se desarolla en la comarca de Torrijos,provincia de Toledo.Es el lugar donde mi familia reside.En el Pais viajero se ha publicado una ruta por la Intempérie visitando los parajes del niño,y el cabrero.Un saludo cordial para todos.

pancho dijo...

Gracias a ti por entrar a comentar y darnos la información que se nos niega en la novela. Conozco un poco la zona porque trabajé en Talavera durante tres años.
Iré a El País para ver si se puede ver aún la ruta que comentas. Después de Intemperie y las expectativas tan buenas que ha dejado, los lectores esperamos la siguiente novela con renovado interés.
Gracias por tu visita y comentario.