miércoles, 2 de octubre de 2013

Marcharse bien lejos






"Se preguntó si habría algo en la línea que unía su posición con ese norte total que pudiera convenirle"

INTEMPERIE. 
Jesús Carrasco


Mi número pertenece a la quinta impresión, mes de febrero, tan solo uno después de la publicación en enero, indudable reflejo del éxito editorial de la novela. Apenas una escueta dedicatoria: “A la memoria de Nicolás Carrasco Royano nos separa del hoyo de tierra arcillosa que sirve de escondrijo al muchacho protagonista del relato. Tendría sentido que Nicolás fuera el  padre del autor porque la muerte de los padres nos despoja del escudo protector ante la parca. Su huida del mundo de los vivos nos coloca en la primera línea de fuego, un paso al frente para cubrir las bajas. Nos deja a la intemperie, como esa cabra u oveja solitaria recién esquilada de la portada. Nada hay más desvalido que un animal ovino sin rebaño, o un ser humano sin su tribu alrededor  y despojado de su ropa, la lana protectora. 

Ni lugares ni personajes tienen nombre propio en esta novela, tampoco los hechos ocurren en un tiempo definido. Sin embargo, en contra de lo que pudiera pensarse, en ningún momento de la lectura se tiene la sensación de que la historia sea transgresora de alguno de los pilares básicos en los que descansa un buen relato. El narrador define a los personajes por su relación anterior con el protagonista, un muchacho de corta edad que se ha escapado de casa, medio enterrado en el suelo arcilloso y tapado por un brazado de ramas secas de olivo, restos de la poda. La acción transcurre en el llano, una llanura seca, vacía de todo menos del sol de plomo que ajusticia a los transeúntes. Los indicios nos llevan a pensar que los hechos se refieren a algún lugar del norte de Andalucía o sur de Extremadura durante el Franquismo, años cincuenta: “Los niños le recibieron [al gobernador] agitando banderitas de papel y en la celebración se sacrificaron varios corderos. Quienes lo habían vivido describían el automóvil como si de un objeto mágico se tratara”. 



"Los niños le recibieron agitando banderitas de papel y en la celebración se sacrificaron varios corderos"


El miedo atenaza al muchacho empozado en un hueco del olivar. Reducidas sus capacidades físicas por la inmovilidad, mermados sus sentidos, solo escucha, huele,  siente y - por supuesto - piensa. Por eso se siente orgulloso de haber reunido “en torno a él a los hombres del pueblo, a todos los brazos curtidos y poderosos que hundían los arados en la tierra y llenaban los doblados de grano”. Entre los miembros de la partida de búsqueda que baten el olivar, distingue la voz del tabernero, la del arriero siempre de paso, del deseado cartero y la del espartero. Imagina a su padre servil, siempre al rabo del alguacil e identifica al maestro cuando le mea encima por la música que prepara;  el característico ruido membranoso que hace al sonarse los mocos en el pañuelo extendido. Calcula que debe llevar unas siete u ocho horas acurrucado, en posición fetal con la ropa humedecida del orín del maestro. Calcula las escasas posibilidades de llegar a la fuente sin ser visto y decide esperar a la protección de la noche. La estancia en el subsuelo, en el agujero de dimensiones tan reducidas, le pone en contacto con sus habitantes: cucarachas, escarabajos, zapateros y lombrices. 

Cuando decide salir del zulo, las estrellas reinan en el cielo azulado sin fisuras y “lo que se extendía frente a las plantas de sus pies era para él, sencillamente, tierra incógnita”. El muchacho sabe leer el cielo de noche y busca los rastrojos para avanzar sin dejar huella de pisadas que lo delaten. La Estrella Polar le guía hacia el norte, le aleja del alguacil y de su padre. Marcharse y que le olviden, escapar al silencio es su propósito primordial, nada le importa que la huida le devuelva al punto de partida, para entonces sus puños serán una roca indestructible. El hambre, la sed y el resplandor de la hoguera de un cabrero le atraen. El anciano que se hace el dormido,  lo siente justo cuando está a punto de robarle el zurrón. El muchacho observa sorprendido la habilidad del anciano renqueante para manejar las cabras y ordeñarlas, haciendo equipo con el perro bien amaestrado y obediente a los silbidos del amo, al rayar el alba, “cuando la bóveda se aclaraba sobre sus cabezas extinguiendo los últimos luceros”.

El sol del medio día arroja la sombra fosca de una palmera al lado del tronco. El adolescente fugitivo sufre los rigores estivales del sol plomizo del llano. Salta de sombra en sombra buscando la protección de almendros y palmeras en las horas centrales del día. 

Sed. 
 
La lengua pegada al paladar reseco. Recuerda la permanente lucha por el agua en casa, las largas hileras de cántaros idénticos esperando el turno al pie de la fuente con caudal cada vez más menguante cuando apretaba la sequía al final del verano. La sed y el cansancio le derrotan. Agotado cae rendido y duerme. El despiadado sol del llano le golpea con el mazo. Delira. “Se siente atrapado en su cabeza y solo le aguarda esperar la muerte”. Su piel es un ojal de cuero curtido. El cabrero lo descubre y le ofrece agua de un cacillo que cae de golpe en su interior y lo atraganta. La mirada ausente, enredada en algún lugar de sus pesadillas mientras “la luz del ocaso enrojecía el contorno de las cosas transformando lo real”. 


 "Caminaba a lo largo de la fila de cántaros que las mujeres habían ido dejando a la espera de turno"

El cabrero le aplica un emplasto sobre la cabeza, remedio casero que le salva de la insolación severa. Ya de noche puede levantarse, “tambaleándose como un junco en cuya punta se hubiera posado un tordo bien alimentado”, se echa y lee el cielo. Los dolores le impiden comer, pero el hambre vence al dolor. En el silencio incierto de una noche sin luna se da cuenta de los errores y falta de planificación de la fuga, todo a merced del impulso primitivo “para soportar el infierno de silencio en el que vivía” y confiado a su conocimiento del llano. Se considera tan hijo de aquella tierra como las perdices y los olivos. 

El hocico húmedo del perro le despierta al amanecer. Siente la cara llena de ampollas, pero con menos tirantez de la piel gracias al emplasto del cabrero. Observa la liturgia de albardar el burro paso a paso. “Le servirá de aprendizaje para el resto de su vida y que con el tiempo, pasaría a formar parte de un ritual mayor: el del oficio y el tránsito”. Nos descubre así el autor que el protagonista va a sobrevivir a la fuga y que el burro será su compañero en la aventura de lo que le reste por vivir.


Lo primero que quise fue marcharme bien lejos;
en el álbum de cromos de la resignación
pegábamos los niños que odiaban los espejos
guantes de Rita Hayworth, calles de Nueva York. 

Joaquín Sabina 






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
 

6 comentarios:

Paco Cuesta dijo...

Como el protagonista quedamos al resguardo de La intemperie con tu precisa introducción.
Un abrazo

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Bien visto: Carrasco ha dejado lo esencial en esta novela, pero esa esencia tiene tanta fuerza que nos permite reconstruir todo el contexto. Un libro que pide lectores inteligentes para ser disfrutado por completo.

Merche Pallarés dijo...

Entre tu y ABEJITA me entero perfectamente de qué va la historia. Os sigo. Besotes, M.

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

Te habíamos echado en falta. Vuelves en tu línea, la entrada es excelente.
Leeré el libro en navidades.
He imaginado un niño de 12-13 años, que escapa para no seguir aguantando el maltrato, que debe ser de consideración, cuando es capaz de soportar una huida tan dura.
Ay, el mundo de los niños. Algunos, ¡qué víctimas!.

Saludos.

P.D.: Serrat y Sabina, estupendos, cantando cada uno por su lado.

Abejita de la Vega dijo...

Un gran escultor de palabras, los personajes nos dejan huecos, a rellenarlos.

Ya echaba de menos tus atinados y minuciosos trabajos, con Sabina para cerrar puerta.

Besos, Pancho

Ele Bergón dijo...

Creo que en esta entrada nos dejas varias pistas importantes de lo que parece va a ser el libro.

La sugerencias que haces al pensar que Nicolás Carrasco puede ser el padre del autor y la intemperie donde nos quedamos cuando perdemos al progenitor.

El irse lejos huyendo de algo peor que la propia huida.

La sed que se respira en los capítulos que van pasando con ese sol que reseca todo.

En lo que llevo leído ( seis capítulos) me parece un libro duro y con una gran fuerza narrativa llena de contención.

Me gusta el libro, pero me duele y necesito leerlo poco a poco.

Un abrazo

Luz