domingo, 23 de septiembre de 2018

Cien Años de soledad (1). Gabriel García Márquez. Un firmamento solito pa ella.





"La ciencia ha eliminado las distancias," pregonaba Melquiades"


Cien Años de soledad
Gabriel García Márquez

“Cien años de soledad” es uno de los hitos de la literatura universal, un regalo monumental del autor colombiano, Gabriel García Márquez, a los lectores invitados al festín literario, a los afortunados que se aproximen a celebrar la fiesta de exaltación de una obra maestra de la narrativa. El lector no tiene más que dejarse sorprender por los orígenes de Macondo, una creación surgida desde la nada, seguir la vereda creativa impregnada de imaginación, fantasía y de una libertad desbordante y anárquica que no se somete a normas ni modas literarias (sólo rinde la obediencia que exigen los vientos, no lo entrecomillo porque esto no es una tesis doctoral de un presidente de la nación, proviene de una canción de Aute). 

Aparentemente el autor no se complica la vida para trenzar el artefacto narrativo de la novela, pero a medida que se avanza en la lectura te das cuenta de que hay gato encerrado, hasta hay pergaminos de Melquiades que semejan a los cartapacios del Alcaná de Toledo en El Quijote. Aureliano Buendía revive lo vivido como un fogonazo cuando está a punto de ser fusilado. Se trata de un narrador clásico en tercera persona, conocedor de todos los hechos presentes y futuros como parece señalar el comienzo que es el mismo que el final: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Estar ante un pelotón de fusilamiento es una manera poderosa de comenzar un relato por el final. Conocer el futuro a toro pasado. La llamarada de calor, el tema  del primer capítulo es la búsqueda del hielo, el día que José Arcadio Buendía lleva a su hijo Aureliano a conocer el hielo, el misterio del agua fría en estado sólido. 

Aureliano es el primer ser humano que nace en Macondo, la ciudad infante, sin pasado ni cadáveres que exhumar de ningún cementerio, porque es tan joven que nadie ha tenido tiempo de morir matando ni de matar aún, pero todo se andará como veremos. Los gitanos de piel de bronce que vienen con sus carromatos por primavera les abren al mundo exterior de Macondo, como el porrazo contra el toro de piedra que abre a Lázaro de Tormes al conocimiento. Traen objetos inútiles, pero a José Arcadio Buendía le entusiasman los imanes, el catalejo y la lupa. Los fierros que desclavan los clavos de la cruz y dotan de vida propia a los metales quietos. Los imanes de los gitanos encienden la imaginación del padre de Aureliano que trueca los metales mágicos por un mulo y unos cuantos chivos con la idea disparatada de encontrar oro, verdadera obsesión de los habitantes de las tierras nuevas desde los tiempos de los conquistadores y El Dorado. La fiebre del oro le lleva a arrastrar los fierros imantados por valles y montañas, incluido el fondo de los ríos a la búsqueda del material precioso. La  extracción se limita a una armadura oxidada, completa en todas sus partes. Dentro del artefacto descubre un esqueleto calcificado del Siglo XV y un relicario de cobre que guarda un mechón enamorado de pelo de mujer. (Cómo recuerda a Don Quijote momificado).




"Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido."

En vista del fracaso de su apuesta, el gitano Melquiades le cambia –para desesperación de Úrsula- los dos fierros y unas monedas coloniales por una lupa gigante, descubrimiento de los judíos de Ámsterdam. La mente calenturienta de José Arcadio Buendía imagina utilizar el invento como arma de guerra, convencido de la superioridad del ejército que adquiera su innovación en la compleja guerra solar. En vano espera respuesta de las autoridades durante varios años. Melquiades sale al rescate de nuevo, le vuelve a cambiar la lupa por los doblones en prueba de la honradez de los gitanos de palabra. Además, añade unos mapas portugueses y unos instrumentos de navegación. José Arcadio Buendía se pasa los meses de lluvia encerrado en una habitación aprendiendo a manejar el astrolabio, la brújula y el sextante. Adquiere tal “noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos.” 

Una vez exento de obligaciones domésticas porque en su casa hay consenso en cuanto a las tareas a realizar, sus investigaciones le llevan a una especie de ensimismamiento y fascinación, habla a solas. Su trabajo concienzudo tiene fruto y una conclusión solemne: “La tierra es redonda como una naranja.” Por lo tanto,  navegando al oriente se puede llegar al punto de partida. Mientras tanto, Úrsula (modelo de laboriosidad útil) y los niños se parten el espinazo trabajando en la huerta. Melquiades, un hombre “que tenía un peso humano, una condición terrestre” y una mirada asiática, le regala un laboratorio de alquimia, convencido de que su inteligencia le da para descubrir cosas que ya llevan siglos descubiertas. Junto al rudimentario laboratorio le deja también escrita la fórmula de doblar el oro. A sabiendas de que Úrsula guarda monedas de oro, José Arcadio Buendía se pone cansón hasta que ella le deja las monedas para perderlas todas, derretidas en un pegote negro y pegadas en el fondo del caldero. 

La gente que lo quiere y que lo conoce bien, se extraña del cambio de personalidad que José Arcadio Buendía experimenta desde su época de pionero y padre fundador de Macondo. Desde la llegada de Melquiades, influenciado por la sabiduría de la palabra del patriarca gitano honrado. Su casita luminosa con sus habitaciones bien distribuidas, diseñada y construida por él mismo, es imitada por los primeros colonizadores. Destaca un castaño que con el correr de los años se ha apoderado de los nutrientes del entorno y se ha hecho un árbol gigante en medio del patio. Anexos hay un huerto y un corral donde conviven pacíficamente los cerdos, los chivos y las gallinas. Los gallos de pelea prohibidos por aquello del animalismo de referéndum que quiere tapar la muerte. Úrsula tiene la casa como un pincel, siempre trabajando y organizando desde que sale el sol hasta el ocaso. Los arcones de la ropa bien doblada y ordenada exhalan aromas de albahaca. 

Macondo alberga los trescientos habitantes más felices del planeta, una aldea bien estructurada y laboriosa, sin cementerio porque nadie ha muerto allí ni de repente. Nadie supera los treinta años de edad porque “no puedes fiarte de nadie con más de treinta años.” La música del lugar la ponen los miles de pájaros cantores diferentes que obligan a Úrsula a taparse los oídos con cera de abeja “para no perder el sentido de la realidad.” Los trinos de tanto pájaro son el rasgo musical distintivo de la aldea y lo que atrajo a los gitanos por vez primera entre el sopor de la ciénaga circundante. José Arcadio Buendía los cría en jaulas y lo siguen los demás. 

La fiebre de los imanes, los cálculos, las horas de laboratorio y las ansias de conocer mundo le mudan el carácter y el aspecto físico. De alguien limpio y ordenado pasa a holgazán descuidado en la higiene y el vestir, con barba salvaje, pero que no merman su capacidad de liderar a los hombres de Macondo que abandonan su trabajo, la hacienda y la familia para seguirle en su afán de abrir una trocha que los saque de la ciénaga hasta los grandes inventos y las villas del mundo. La dirección al oriente no le interesa porque ya la habían hollado durante los veintiséis meses que duró la gran marcha anterior a la fundación de Macondo en aquel lugar para no tener que desandar el camino. Hacer el camino de regreso reabriendo las trochas de una naturaleza tan poderosa y viva que cerraba el camino ante sus propios ojos era demasiado duro. Al sur y al occidente campaba la ciénaga grande, cubierta de una eterna nata vegetal. Por esta ruta navegaban los gitanos durante seis meses cada vez que se acercaban a Macondo. El norte era la única salida, de modo que hacia allí se dirige José Arcadio Buendía seguido por los mismos hombres que fundaron Macondo. Al cabo de dos semanas de travesía agotadora pueden dormir por primera vez. Al despertar ven ante ellos, a la silenciosa luz de la mañana, la arboladura de un enorme galeón español, cubierto de vegetación; un apretado bosque de flores se había apoderado en su interior. 





"Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, Los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo"

La visión les acelera el pulso, pues la visión de los restos del naufragio indica que el mar les queda cerca, a unos doce kilómetros de allí. Allí terminan sus sueños, frente a un mar de ceniza, espumoso y turbio. José Arcadio Buendía rumia la mala situación geográfica de Macondo durante meses. Una península robada al agua, un lugar donde nunca llegaría la ciencia. Así que, como buen hombre de acción, planea la mudanza a otro lugar más propicio. Pero esta vez son las mujeres las que se oponen a los hombres y les hacen desistir. Ellas piensan que aunque no sean de allí porque aún no tienen a ningún muerto, ya han nacido niños y por lo tanto tienen tierra de Macondo agarrada a las raíces. Aureliano es el primer niño en nacer. Ya cuenta con seis años y José Arcadio Buendía apenas lo conoce. Úrsula le sugiere que más le valdría que se preocupara de los hijos que crecen como burros aparejados. José Arcadio Buendía junior es ya un adolescente, han pasado doce años desde que naciera durante la expedición fundacional, afortunadamente sano y sin ningún órgano animal, pero con poco talento e imaginación. 

 Aureliano es distinto. Tiene un don, como ya demostró a los tres años cuando predijo que la olla colocada en mitad de la mesa iba a caer y cayó. José Arcadio Buendía apenas lo conoce, vive ajeno a la existencia de los hijos. A su juicio la infancia es un periodo de insuficiencia mental que no merece mayor consideración. Sin embargo, a partir del día que los niños le ayudan a colocar las cosas del laboratorio, les dedica las mejores horas del día. Les enseña las cuatro letras: a leer y a escribir; a sacar cuentas y les habla de las maravillas del mundo. Así aprenden que en África hay unos hombres inteligentes cuyo entretenimiento es sentarse a pensar (no a ordeñar un móvil con los dedos con la ansiedad de un dopado). 

Aquellas alucinantes sesiones de José Arcadio Buendía quedan impresas de tal modo en los recuerdos de los hijos que Aureliano vuelve a revivir ante el pelotón de fusilamiento la tarde tibia de marzo cuando su padre se queda inmóvil al escuchar la algarabía de los gitanos de piel aceitada y manos inteligentes, pregonando por las calles el último descubrimiento de los sabios de Memphis. A José Arcadio Buendía le habría gustado inventar una máquina de la memoria para acordarse de todos los inventos. El alboroto de los gitanos transforma la aldea, la gente aturdida por la afluencia multitudinaria a la feria. José Arcadio Buendía se abre paso a empujones entre el gentío con los dos hijos de la mano. Desinteresados por la noticia del armenio sobre la muerte de Melquiades, ellos sólo quieren conocer la novedad de los sabios de Memphis. A cambio de treinta reales entran los tres a la carpa en la que un gigante de cabeza rapada, anillado como un jabalí de Disney y arrastrando una cadena de galeote custodia un cofre de pirata. Al abrirlo, aparece un bloque transparente que José Arcadio Buendía nunca ha visto antes y que confunde con un diamante gigante. El gitano le aclara que es hielo y que por cinco reales más pueden tocarlo. Para Aureliano está hirviendo. José Arcadio Buendía se olvida de todos los fracasos de su vida y se dispone a disfrutar de la evidencia, del milagro de las estrellas robadas al firmamento.


Yo vengo a darte los recuerdos de un hombre que conocí, vive, vive pero siempre vive acordándose de ti. 
 Me lo encontré en el camino y nos hicimos hermanos, 
 le invité a que subiera al lomo de mi caballo 
 y en una venta, tomando vino y más vino 
 a mi hermano de camino le escuché dos o tres letras: 
 "mi novia se llama Estrella y tiene un firmamento solito pa ella".
Lole y Manuel



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

Las imágenes que ilustran la entrada son del paisa universal, colombiano de Medellín,  Fernando Botero. 

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Solo con leer tu excelente entrada quien se acerque por aquí comprenderá que además de los símbolos y el argumento, Cien años de soledad es, sobre todo, una fiesta literaria que nos pasea por El Lazarillo, Cervantes y otros lugares igualmente necesarios.
Gracias por otro año, querido Celes.

Sor Austringiliana dijo...

Leamos a García Márquez. Excelente tu entrada tan taurina. Un abrazo.