lunes, 12 de febrero de 2018

Pedro Páramo (5) Juan Rulfo. Soledad al cuadrado.







"Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola"


Pedro Páramo (5) 
Juan Rulfo 

El padre Rentería recuerda que la noche que murió Miguel Páramo no pudo dormir. Los pasos arrastrados le dirigen al río y espantan los perros que husmean las basuras de las calles vacías de Comala. Las estrellas se desprenden del cielo y caen sobre el agua del río. Su posición de confesor le permite jaquear el disco duro de los parroquianos, entrar a hurtadillas en las vidas ajenas y conocer los movimientos de Pedro Páramo. Las mujeres se acusan de haber dormido y de tener hijos con él, de prestarle las hijas. Esperaba que él se acusara de algo, pero como nunca lo hizo, el tampoco hizo nada. Materia reservada, secreto profesional. Al fin y al cabo él había puesto en sus manos el instrumento de extender la maldad a la generación siguiente, Pedro Páramo estiró la maldad a su hijo. Hasta bebieron a la salud del recién nacido que el padre Rentería le entregó porque su madre había muerto de parto. 

El ruido de las carretas que se dirigen a la Media Luna le saca de los recuerdos. Él se agacha en el galápago que bordea el río y a escondidas coge el camino en la dirección contraria de los carreteros que le saludan como se saluda a un muerto. Vuelve a casa pasada la mañana. Su sobrina Ana le cuestiona por la ausencia, las mujeres le esperan en la iglesia, quieren confesarse porque al día siguiente es viernes primero. Evita pensar que ha estado en Contla a buscar confesión y el cura de allí le ha negado la absolución. El hombre a quien protege, Pedro Páramo, ha destruido la iglesia y él lo ha consentido. El pecado no es bueno y para acabar con él no basta con serlo. Hay que ser duro y desmodado. Los creyentes solo mantienen la fe por miedo y superstición. Aunque él sea pobre de pedir, más pobre que todos los pobres, ha entregado el servicio y su alma a unos cuantos, así nada podrá hacer para ser mejor que los que son mejores que él. No puede consagrarse a los demás en pecado. Tendrá que buscar la absolución en otra parte. 

En Comala los frutos son agrios. Echar al surco las semillas y esperar que germinen es un hecho revolucionario, pero sembrar una semilla en Comala es traerla a morir. Aunque la tierra sea buena. Lástima que todas las tierras de Comala sean de Pedro Páramo, que sea el dueño de todo. Va a la Media Luna a dar el pésame a Pedro Páramo, pero rechaza quedarse a comer con él. Antes la obligación que la devoción,  señala el dicho popular. Lo esperan para confesar. La primera mujer en pasar por el confesionario es Dorotea, embriagada de beber en el velatorio de Miguel Páramo. Le confiesa que ella le conseguía muchachas al patrón, pero ya no puede cometer más pecados, viene a quitarle el tiempo. “Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa.” 




"¿Quiénes son ellos para hacer justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien."

El capítulo cuarenta y tres (por mis cuentas) es palabra tallada, prosa poética de una sonoridad luminosa. Un par de páginas gloriosas de ritmo literario que justifican una novela. Por una complejidad narrativa que recorre lo mejor de lo escrito en lengua castellana hasta ese momento. Por la tristeza honda que invade el corazón de una adolescente al darle la mano de nieve a la muerte, apenas con el vello entre las venas y el temblor de las manos al tocar los senos recién brotados a la sensualidad. El tratamiento de la muerte en invierno mezclado con la algarabía de los pájaros nuevos. Rastros de Cervantes en la complicación del artefacto narrativo para narrar los recuerdos de un patio donde maduran los limones, como el patio sevillano, nobleza que madura a la sombra de los limoneros, infancia de Antonio Machado. El aire frío, luz azul que barre de nubes el cielo al final del breve ciclo vital. 

La voz narradora reconoce estar bien muerta y enterrada, incapaz de moverse entre las tablas de un ataúd. Se recuerda tumbada en la misma cama que había fallecido su madre. Siente pena porque “cerrara sus ojos a la luz de los días.” Recuerda lo solas que estuvieron las tres aquel día que la guadaña vino a visitarlas. “La muerte no se reparte como si fuera un bien.” Nadie anda en busca de tristeza. Solas la enterraron con ayuda de aquellos hombres, hombros de alquiler, “sudando por un peso ajeno.” “Qué solos se quedan los muertos” decía Bécquer entristecido desde el cementerio. Y su hermana Justina arrodillada justo encima de donde había quedado su cara. Hay que leer el capítulo cuarenta y tres si quieren leer algo que arañe el corazón; la manera especial con que en México dan la mano a la muerte. 

Los enterrados confunden el espacio, pierden la facultad de discernir entre cercanía y lejanía; como consecuencia, no calculan si las voces vienen de cerca o de lejos. Algo por el estilo le pasa a Juan Preciado durante el cansancio interminable; oye una voz que le parece la de Dorotea, su compañera de nicho. Pero Dorotea no ha dicho ni mu. Ella piensa que habrá sido Susanita, la enterrada en la sepultura grande. (Trasiego romántico de habitantes de las sepulturas como en el Don Juan de Zorrilla). Los muertos viejos rebullen en cuanto sienten la humedad, como las semillas que germinan con las primeras aguas. Hablaba de su madre, lo sola que se murió. Dorotea recuerda que fue porque murió de tisis y nadie quería que se lo pegara. Escuchan a otro jirón de voz hablar de la feroz represión que Pedro Paramo emprendió tras la muerte de su padre, Lucas Páramo, en el trascurso de una boda en los altos de Vilmayo. El afectado quedó cojo, manco y tuerto; a pesar de afirmar que él no había pisado en la boda de Vilmayo, si acaso pasaba por allí. Como nunca se supo de dónde había salido la bala que mató a su padre, Pedro Páramo arrasó parejo. Dice la leyenda que mató a todos los asistentes a la boda. Bodas de sangre. A retazos nos vamos enterando de la vida de Pedro Páramo. Como se acostumbra en esta novela, empezando la historia por el final, primero el tejado para ir rellenando los huecos de la estancia, narrativa ilógica, desde la vida de después y a toro pasado. Pedro Páramo derrotado, de espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna, “aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto.” Así lo encontraron las tropas de los cristeros. Y con la guerra más calamidades: Dorotea comenzó a morirse de hambre. 






"Nadie viene. El pueblo parece estar solo"

Habían pasado treinta años desde que jugara con Susana, la niña que le enseñó a volar papalotes. El primer amor que nunca se olvida. Se había casado y, viuda, había vuelto a su padre. Ahora estaban en su casa respondiendo a la invitación de Pedro Páramo. Bartolomé San Juan había aceptado la invitación porque ya soplaban vientos de guerra en la región y sentía el peso de la culpa por haberle roto las cartas que Pedro Páramo le había escrito durante años. Bajaron de la sierra donde estaban escondidos por seguridad. 

Pedro Páramo llora por tenerla en casa. El padre sabe que el pago de la protección es Susana. No importa que haya tenido muchas mujeres, que el lugar esté untado de desdichas y el patrón sea pura maldad, ella está loca. Bartolomé será un nuevo muerto porque la necesita huérfana. Que se vuelva a las “regiones donde nunca va nadie,” allí será fácil hacerlo desaparecer. 

Es domingo en Comala, día de mercado. Los indios bajan cargados de Apango con sus rosarios de manzanillas y manojos de tomillo y romero. Tienden las hierbas en los portales de la plaza por la lluvia. No será un buen día de ventas porque los hombres no han venido al mercado. Se han quedado en los sembrados arreglando la tierra, abriendo cauces al agua para que no se lleve el maíz recién germinado y la tierra fértil. De camino a la Media Luna Justina Díaz compra por diez centavos un ramito de romero a los indios de Apango. Al oscurecer los indios vuelven a la sierra cargados con la mercancía que no han podido vender. 

Al entrar en la habitación donde Susana duerme su enfermedad, Justina oye una voz que le recomienda la huida, ya no la necesitan. Ella lanza un grito como un aullido no humano que llega a los contornos. Susana despierta y le dice que cuide del gato también por la noche. La noche pasada la tuvo despierta con su circo, brincándole encima y maullando como si tuviera hambre. Amenaza con irse y llevarse al gato, pero no lo hará porque la ha visto nacer y crecer sus ojos y su boca. La enseñó a andar y la puso a jugar con sus pechos secos. “La hubiera apachurrado y hecho pedazos.” Seguía lloviendo en Comala, “diluviando en incesantes burbujas.”


Dormir contigo es estar solo dos veces, 
es la soledad al cuadrado, 
todos los sábados son martes y trece, 
todo el año llueve sobre mojado.
Joaquín Sabina/Fito Paez



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

5 comentarios:

Myriam dijo...

Pedro llora por no haber podido obtener el amor ds la única mujer que no pudo poseer. Susana mantuvo su libertad a través de la locura.
Interesante novelita intercalada en esta novela breve. ¿Dijiste Cervantes? Pues eso.

Un abrazo, Pancho

Abejita de la Vega dijo...

Nos vamos haciendo a los murmullos. Oímos la lluvia y las pisadas, ahí abajo, entre hombres y mujeres de barro, va a ser mucho tiempo.

Besos, Pancho. Compartimos estremecimientos.

Myriam dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Myriam dijo...


No me extraña que rebullan los viejos enterrados con humedad. Esta no es buena para los huesos y el reuma o artritis ;-)
Me gusta eso que dices del trasiego romántico enterrados al estilo del Don Juan de Zorrilla.

Un abrazo, Pancho

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es muy díficil estar a la altura de esa prosa poética de Rulfo, pero lo has conseguido y bien. En una anterior entrada comparabas con Cervantes, aquí con Zorrilla. No olvidemos que el vallisoletano vivió por esas tierras más de una década. ¿Lo leyó Rulfo?