"Macora custato lostia"
La saga/fuga de J.B. (40)
Scherzo y fuga
Capítulo 3
Gonzalo Torrente Ballester
Cuando el corregidor descerraja los candados de la puerta grande de la casa, aparece a contraluz la silueta de don Asterisco. Entra con la elegancia y paso de los jóvenes cardenales romanos, destocado de la teja que lleva en una mano, como un espantapájaros oscuro recortado contra la claridad de la calle. Dice que viene en son de paz, trae un mensaje de las tropas reales, pero su oferta suena más a amenaza y chantaje: no pasarán a cuchillo a los defensores si les entregan a los cabecillas del motín contra el Santo Oficio y ceden la custodia del Santo Cuerpo Iluminado. Y añade un deseo íntimo, a modo de petición personal: que la Señora Viuda sienta el mordisco de la soledad en un convento donde el canónigo pueda tutelarla, sacar su alma del pecado y encaminarla a la salvación. Un suspiro, ni corriente ni sentimental, escapa de la boca de la viuda a modo de respuesta.
Los suspiros son una materia poco investigada. José Bastida no es un experto, pero puede distinguir entre los suspiros de alivio que su madre dio al parirle y el suspiro de Julia al subir las escaleras a oscuras tanteando el aire con las manos. Las congojas se le escapan del pecho al juntar las manos frías y temblorosas con las de José Bastida en la oscuridad y sentir la atracción hacia él con la fuerza de un imán. Huele bien, a pachuli fino, seguramente regalo de algún viajante catalán como trámite previo a la conquista. Las manos repasan la tela suave del camisón. El lleva el pijama nuevo, una rareza cara, exclusivo de burgueses acomodados ¡Cuánto no le habrá costado!
Después Joseíño ya no recuerda si es ella la que da permiso para acariciarla o pide que la acaricie porque lo que sucede a continuación es tan maravilloso que lo deja escrito para los restos en su idioma privado. Ella se siente como desmayada, en el mismo centro del silencio, “empujada por todos los sistemas, por todos los músculos y nervios” antes de quedarse quieta. Las vibraciones positivas se propagaban por la estancia sin degradarse y “regresaban cargadas de perfumes, sabores y polvillo de estrellas remotas.” Un crujido en el tramo de escaleras que siempre cruje, saca a ambos del “ancho espacio y largo tiempo.” Siente una sombra menuda y encorvada traspasar las tinieblas del descontrol. Es don Acisclo que riñe al electricista por errar en el relámpago que desvela a los espectadores el misterio de su sombra. El objetivo de don Acisclo es provocar horror. Para ello proyecta una luz verde de cadáver en los decorados que representan las escalinatas de la Colegiata y la cuesta de la Rúa Sacra, adornados con cortinajes verdes sostenidos por ángeles trompeteros. La Rúa Sacra se llena de gente, confundido entre el gentío camina don Fulgencio Torroella muerto, pero no de su muerte en el treinta y seis. Los vivos se mezclan con los muertos en la ceremonia de la confusión.
En el centro del escenario instalan a martillazos un poste alto rodeado de haces de leña seca. Justo entonces es cuando Jota Be comprende que van a representar a Juana de Arco con texto de don Acisclo. En ese preciso instante le vienen ganas de fastidiar un poco. Mete en el escenario un tren cargado de putas negras dando vueltas alrededor del poste, pitando y asustando a los espectadores hasta que descarrila y hace mutis por el foro.
Don Acisclo saca de la manga cuatro muñecos que recrecen hasta el tamaño de un hombre alto. Representan a cuatro clérigos: don Asclepiadeo, don Asterisco, don Amerio y don Apapucio. Qué pena no poder ensayar la eficacia de la leña sobre algún hereje si el tren hubiera venido cargado hasta los topes de herejes. Él no puede escuchar lo que hablan los clérigos entre sí, pero se entera de lo que dicen. Los fenómenos extraordinarios le dan mala espina. Vienen del otro mundo, el cielo está vacío. No hay fuego en el infierno. No han visto a Dios por parte ninguna. Malamente lo van a ver si Dios no existe, sentencia don Acisclo. Sin embargo, ahora van a juzgar en nombre de Dios, precisamente porque no existe. Hay que juzgar, hay que juzgar porque es lo que les gusta y es para lo que están. Juzgar a la maldita sirena, a Marietta, a Guadalupe o a cualquier culpable. Cada uno se dispone a contar su historia. Que por otra parte es lo que llevan haciendo desde que están muertos, para desesperación del público asistente. No hay derecho a hacerles esperar por muy muertos que también estén. Total para escuchar a los cinco cabrones que se ríen de sus conquistas femeninas y abandonos posteriores. Reconoce que lo que más le molesta son los fundamentos teóricos del chorrito de oro que sale del abdomen. “¿Por qué habían de estar encaminadas al placer del otro?” "¿Qué especie de monstruos eran las hembras, cuya vida giraba en torno al hecho de apropiarse con carácter exclusivo o compartido el chorrito de uno o varios varones?”
Cada uno de los cinco ha resuelto el conflicto a su modo. Don Acisclo es experto en poluciones nocturnas, se inspira en dos o tres potentes imágenes eróticas; por ejemplo, en una mujer que enseña los tobillos al subir la escalera, se desnuda poco a poco y sin necesidad de contacto se encadena al efecto final. Un método gratuito que ha perfeccionado mediante la dedicación de tiempo al estudio y ejercicio del arte, mientras otros se dedican al galanteo y folloneo.
Don Asterisco es más partidario del método monacal porque, según señala, “los tres últimos golpes nadie los da como el interesado.” Los problemas de don Acisclo con el chorrito de oro son otros. Las cuatro variantes con Marietta y las dos con Guadalupe levantan olas de admiración entre los presentes. Don Acisclo impone el criterio de que al alzarse el telón lo mejor es un cuarteto de cámara con la variante de sustituir uno de los violonchelos por una trompeta que espabile a los difuntos rezagados o a los vivos dormilones. El trompetista lo tienen en don Amerio, aprendió a tocar en Las Filipinas para congregar a los tagalos a los oficios religiosos de los domingos y fiestas de guardar. De nuevo don Acisclo impone el programa; tocarán el quinteto para cuerda y trompeta, opus 52 bis, de Von Bonivorgenberg.
La ejecución es perfecta, sobre todo la de don Acisclo que arrebata a los muertos de sus muertes con el solo de su Guarnieri en el largo scherzo. Los espectadores no han dejado de aplaudir cuando irrumpen en la sala unos encapuchados con chicotes en las manos listos a repartir zurriagazos en todas las espaldas. Se va a proceder al juicio público de cuatro pecadoras.
Si estrenaban Cleopatra y pedían el carnet
yo iba con corbata y pomada que cura el acné.
Hasta que aquella bici de mi niñez se fue quedando sin frenos
y en la peli que pusieron después nunca ganaban
los buenos.
Joaquín Sabina
2 comentarios:
La verdad es que casi prefiero leerte a ti antes de releer a don Gonzalo. Qué bueno y qué gracia el juego de las ilustraciones. ¡¡Y Sabina!! Cada vez mejor.
Me hace reír don Gonzalo, en píldoras como las que nos ofreces, con una paciencia de Job.
Un abrazo Pancho.
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