domingo, 15 de marzo de 2015

Entre visillos (3) Carmen Martín Gaite. Volver solo a casa.

 


"Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba por el sol"


Entre visillos (3) 
Carmen Martín Gaite 

Cuenta la autora que Pablo Klein veía las cosas de la ciudad como cualquier turista profesional. Ser turista profesional o aficionado en los años cincuenta todavía tenía ese componente de aventura de los personajes viajeros que, provenientes de los países evolucionados del norte y centro de Europa,  nos visitaban desde la antigüedad,  convocados por nuestro exotismo y atraso en las costumbres. Era un grado porque la gente del común no hacía turismo, se quedaba en su casa de manera permanente. Aún no se había puesto de moda tostarse las carnes al sol a la orilla del mar mientras te haces unos selfies. Enseguida se distinguía a un forastero de un paisano por la manera de pisar las calles y de mirar con prisa la lentitud encajada de las piedras milenarias que conforman los monumentos. 



"En medio de la plaza tocaba una banda"

Ahora que todo el mundo corre es cuando descanso yo, debió pensar don Rafael de cuerpo presente en su casa. Un piso de la calle del Correo cuando la gente se moría en casa y allí mismo se velaba al difunto con corazón enlutado, una vez que la talla de los Calvin Klein había dejado ya de importar. Hasta el perchero haciendo de cabeza para desmonterados le parece una escena de teatro al narrador profesor de instituto. Los actores fingen. Uno se muere y mueren los vivos, enterrados en vida y duelo obligatorio. El luto riguroso como castigo y las toneladas de compasión fingida -o no- de los de fuera por el grito de dolor de los más allegados. 

"Hasta el perchero con sombreros colgados me pareció una decoración para aquella escena"
Aula de Antonio Machado en Baeza. 

 “Había venido un muchacho de pies grandes.” Se trata de Teo, también hijo del muerto, pero con un papel diferente al de su hermana Elvira en la función. Se interesa por Pablo, le echará una mano con el nuevo director del instituto. El tiempo muerto de un velatorio es un buen momento para conocer gente. Emilio ha creado una polémica en el periódico local. Se conoce que todavía no han llegado las tertulias de televisión para despellejarse unos a otros en directo. Se han creído esos que pueden “sofocar así por las buenas la voz de un ciudadano libre.” Apunta indignado Emilio. "Ímpetu juvenil," señala uno de los presentes: “Todos llevamos dentro un Quijote”, ya pasará. “Pero esas quijotadas acaban con la reputación de uno.”  Sentencia el mismo secundario. 


 
"Decía que leyendo las obras de Unamuno se le saltaban las lágrimas"

Este Emilio es un pirata con loro y todo, hace de cicerone y esconde un tesoro: suele tener bastante tiempo libre. Le ofrece su amistad a Pablo Klein. Le dice que en cuanto se ambiente en la ciudad, no se va aburrir. Hay “círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir, y esto se necesita muchas veces.” Le habla de Kierkegaard y de Unamuno, quiere agradar, hacer alarde de su cultura. Pero lo que intriga y sorprende es la narración de un juego de niños que juegan con nada. Un juego que dura lo que un trozo de hielo, hasta que se les derrite entre las manos vacías. Como si fuera la última mirada ansiosa a la prolongación de una mano de ahora a punto de desintegrarse. 





"Hablándome de ellos, sobre todo de un escultor que tenía su estudio en el ático del Gran Hotel, volvió a ponerse locuaz"

Pablo se despide de su guía improvisado a la puerta del Gran Hotel. Allí tiene cita con un escultor viajado y eso es un plus. Hablarán de arte hasta que pase el verano. El profesor de segunda enseñanza se da a la fuga como Alicia en el país de las maravillas a la hora de comprometerse, justo antes de dar el sí definitivo. La excusa es ir a buscar la maleta que guarda en la consigna de la estación de tren. Esa sensación de provisionalidad que traspasa el relato. 


A los quince los cuerdos de atar me cortaron las alas,
a los veinte escapé por las malas del pie del altar,
a los treinta fui de armas tomar sin chaleco antibalas,
Londres fue Montparnasse sin gabachos… Atocha con mar.
A los cuarenta y diez naufragué en un plus ultra sin faro,
mi caballo volvió solo a casa, ¿qué fue de John Wayne?
Me pasé de la raya con tal de pasar por el aro,
con 60 qué importa la talla de mis Calvin Klein.
Joaquín Sabina


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

4 comentarios:

PENELOPE-GELU dijo...

Buenas noches, pancho:

Lo primero decirte que coincidía con el comentario del profesor Ojeda, en lo referente a ilustraciones, ya que en esta ocasión jugabas con ventaja por tratarse de tu ciudad. Te felicito, porque parece que no has querido seguir utilizando ese privilegio a tu favor.

Al ver la fotografía de la banda en medio de la Plaza, me has recordado a José Sánchez Rojas, que fue nombrado cronista honorario de la Tuna universitaria, en 1926.

Luego, el rincón con ese viejo paraguas, conmovedor como todo que nos evoca a Don Antonio Machado.


Y ese cuadro con las fotografías en camello de Unamuno, los manuscritos de 1924, en Fuerteventura, y el cerdito de papiroflexia (con nombre).

Me fijé en la referencia al Quijote del contertulio de Emilio. Creo que el enamorado de Elvira es el mejor personaje de la novela. Y Pablo Klein, da una demostración de lo que es la buena amistad.

Un abrazo.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Bien centrada esta entrada -por cierto, estupendas y oportunas las fotografías- en la personalidad de Pablo Klein, que está pero como bien dices, no está.

Abejita de la Vega dijo...

Este Pablo Klein no va a durar un asalto en esa ciudad tan parecida a Salamanca. Sus ojos serán siempre los de un extraño. En realidad, le importa todo...nada. Pero las casaderas ven una oportunidad, se agarran a un clavo ardiendo.
Buenas fotos, buen texto...y Sabina.
Besos

Paco Cuesta dijo...

Creo que Pablo Klein fue forastero en su tierra a propio intento.
Un abrazo