miércoles, 23 de octubre de 2013

Perseguidos por la sombra de la luna





"Repartió la tierra sobrante por los alrededores y lo cubrió todo con pinocha"


INTEMPERIE(4) 
Jesús Carrasco 

Deja al pastor apoyado al tronco de una encina, se cruzan las miradas por toda despedida. El muchacho avanza hacia el pueblo con cautela, pegado a los surcos de la tierra achicharrada. Llega a la iglesia sin sombra porque es mediodía, el sol cae en vertical sobre el suelo. Piensa en el viejo, en su espalda cruzada de latigazos infectados que le recuerdan la de Cristo en el monte Calvario: “tuvo una sensación que brotaba de un lugar de sí que él no conocía y que, en medio de aquel páramo dejado de la mano de Dios, le produjo miedo y frío”. Le asalta el presagio de que algo definitivo está ocurriendo en el encinar, a escasos pasos de allí. Un presentimiento que le empuja a volver, que se encuentra fuera de sitio, que hace falta donde no está. Sabe que el viejo agoniza, pero no le ha llegado la hora. Le quedan cosas por hacer.  El hambre vence al vacío de no sentir el abrazo entrañable de sus brazos doloridos. Se queda en “territorio enemigo sin soldados a la vista, pero plagado de sombras y oquedades”. Avanza pegado a la pared como una sombra hasta la posada del lisiado. “Se entregó al instinto salvaje que primero sacia y luego enferma”. La posada con los chorizos colgando en mitad de la nada representa la tentación irresistible del pecado, un espejismo en la inmensidad del desierto sin agua. Demasiado fácil para ser verdad en una tierra tan áspera y carente de todo. 

El relato avanza por uno de los pasajes más sórdidos. Detrás de una cortina aparece el cuerpo informe, quieto y abotijado del tullido. Ningún atisbo que indique la existencia de algo con capacidad de inflar sus pulmones parados del todo. Lo contempla durante dos horas sin ninguna sensación de peligro. La frente marcada a fuego como las reses, señalada por la media luna de la coz del pollino y una línea amoratada bajo la papada delatan el mal tránsito al más allá del impedido. El muchacho se enfrenta a la muerte por primera vez y no sabe qué hacer con ella. Antes la conocía de oídas, por los sermones del cura, cientos de egipcios tragados por el mar, pero aquellos muertos no importaban, no eran de los nuestros, eran de los malos. Era una muerte lejana, trivial como los indios que caen como moscas en las películas del Oeste. La muerte de cerca estremece, es otra cosa. 

El autor nos va dejando poco a poco y hasta el final retazos de la violencia que regía su vida anterior a la huida: su padre bebía: “[…] penetró en su atmósfera alcohólica. El mismo olor dulzón que tantas veces había percibido en su padre al volver de la taberna”. 

La acción se acelera, coge el ritmo frenético de una película de acción. Aparece el perro amigo del pastor;  detrás,  el enemigo. Franquea la puerta para dejar pasar al animal. Una bota le impide cerrarla. Corre hacia la ventana. El Colorao con la escopeta le corta la retirada. El alguacil bien vestido y felino. Se mea de miedo. La parsimonia del alguacil a la mesa comiendo nueces sin prisas es la parada narrativa que añade suspense a la acción. El niño se resigna al tormento, la humillación, la liturgia de la violación tantas veces repetida antes de la fuga: “Dio por hecho el tormento al que sería sometido y no lloró, porque ése era un lugar que ya había visitado docenas de veces”. La novela experimenta un giro a película del oeste con la repentina irrupción en escena del héroe particular, el bueno que llega a ejercer el derecho a la venganza. Es el cabrero a la puerta que ejecuta al alguacil de un tiro en la cabeza:”En el umbral la figura del cabrero, con la escopeta del ayudante en la mano, tenía algo de ridícula: el torso encorvado, los pantalones huecos y la expresión hundida por el esfuerzo y las penurias. Apenas era capaz de mantenerse en pie y tenía que apoyarse en el dintel para no perder el equilibrio. Jadeaba fuertemente”. La atmósfera de la estancia se espesa con el silencio que sigue al estruendo que como un guantazo sordo de muerte vomita el tubo alargado de la escopeta, roto de nuevo por el golpe sordo de la cabeza del alguacil rebotando muerta sobre el suelo. 

El viejo protege al muchacho. “Mírame a mí, mírame a mí” - le insiste una y otra vez con un hablar dificultoso-. Le quiere evitar el mal trago de la visión del alguacil con la cabeza reventada. Salen de la casa uno apoyado en el otro, perseguidos por la luna en cuarto creciente. Sin decir palabra se quedan dormidos con la espalda apoyada en el brocal del pozo. De prisa y corriendo junta los animales: las tres cabras que le quedan y el pollino. Regresa junto al viejo, se dirige a la posada a surtirse de víveres y agua para la huida que sigue, siempre dirección norte, rumbo al futuro. El espesor de la atmósfera del interior de la fonda, de “una densidad de sacristía vieja”,  casi le hace vomitar. “Por debajo [del burro], el perro y las cabras se disputaban los chorrillos que caían de los serones”. 



"Le pareció prudente protegerse del sol y de la gente y dormir un poco"


-Entierra los muertos – le ordena el cabrero. 

El muchacho recela, se muestra reticente a malgastar las pocas fuerzas que le restan en dar sepultura a los bastardos que no se lo merecen. El cabrero le explica que precisamente porque son cadáveres de bastardos, deben volver al polvo del que partieron; así podrán ser juzgados y condenados al infierno en el juicio final. Para ello es menester salvarlos de las fieras y aves carroñeras; espacio para enterramientos en la estepa es lo que sobra, demasiado cementerio para tan poco pueblo. Lo dicta el puro instinto de conservación, la ley de supervivencia en el llano y las leyes están para cumplirse. 

Lo que sigue a continuación no lo ordenó el cabrero. Cuando todavía el cielo no lanzaba signos del amanecer, el muchacho se las arregla- chico con recursos- para meter en un saco la cabeza destrozada del Colorao, servil lacayo del alguacil. Con la ayuda de la polea del pozo consigue arrastrarlo hasta el interior de la habitación donde ya duermen el sueño de los injustos el tullido y el alguacil. Con no poco esfuerzo da por terminada la tarea cuando la cal de la fachada que mira a la calle ya refleja los tonos cobrizos del sol naciente. Compone una pira funeraria con el asiento de enea de las sillas, las cajas de madera de los sifones y una lata de aceite. Ya tiene el infierno las puertas abiertas de par en par para recibir a los bastardos reducidos a cenizas. 



 "Vio al pastor subido al burro con la cabeza caída y las manaos cruzadas sobre la carga como un cautivo"

La verdadera cuadrilla de la muerte andante reemprende la marcha. El muchacho ayuda al pastor a encaramarse a la caballería con la cabeza caída y las manos cruzadas sobre la carga como un cautivo antiguo. Tras ellos queda el sur, seco como un sarmiento, el pasado indigno. Dejan que el fuego purifique, que reduzca a cenizas la maldad de los miserables habitantes  del llano. El viejo cierra los ojos para siempre a lomos del burro. El chico piensa que va dormido. Por segunda vez desde que está con el cabrero toma la iniciativa, decide parar en un pequeño pinar. Al bajarlo le cae encima el cuerpo ya sin vida del cabrero, la pinocha les amortigua la caída, les hace de lecho. El viejo muere con los deberes hechos, ha enseñado al chico el secreto de la supervivencia en el llano, todo lo que sabe: ordeñar las cabras, desollar animales, buscar pastos para las cabras y el agua, caminar a la sombra de la luna, sobrevivir a la intemperie. Y le proporciona educación en los valores que imperan en el llano: le enseña a defenderse de los violentos, a impartir justicia, cómo mostrarse implacable con los bastardos, a coser la amistad con pespuntes apretados,  recompensada con fidelidad, lealtad guardada hasta más allá de la muerte. 




"Despejó de acículas una franja de suelo al lado del cuerpo y, con ayuda de la sartén, retiró las primeras capas de arena suelta". 


Extenuado, se acurruca junto a la quietud fría del cuerpo del cabrero que duerme para siempre y llora hasta que el sueño le rinde. Las hormigas que le andan por la cara le despiertan antes del ser de día. Retira la pinocha del suelo.  Con la ayuda de la sartén hace un hoyo de la longitud del viejo. Trabaja hasta bien entrada la tarde. Rompe el entramado de raíces que los pinos tejen a una cuarta del suelo y sigue ahondando en la tierra arcillosa de tonos ocres y rojizos. Aloja el cuerpo en el hoyo, lo rellena con la tierra, lo cubre todo con la pinocha y lo remata con una cruz de palos de pino como el viejo quería. 

Al muchacho le hubiera gustado conocer el nombre del cabrero. 

Los supervivientes se echan al camino de nuevo al oscurecer. Su vida convertida desde hace tiempo en una continua escapada; una vez eliminados los peligros gracias a la audacia del cabrero, se abre para ellos un amplio horizonte de esperanza.  Aparece la lluvia, la tregua del agua que alivia la tortura. El muchacho mira “cómo dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento”. Porque dios no es un auto de fe; aprieta, pero no ahoga.Tampoco el llano.

Oh, I'm bein' followed by a moonshadow, moonshadow, moonshadow
Leapin and hoppin' on a moonshadow, moonshadow, moonshadow

And if I ever lose my hands, lose my plough, lose my land,
Oh if I ever lose my hands, Oh if.... I won't have to work no more.
And if I ever lose my eyes, if my colours all run dry,
Yes if I ever lose my eyes, Oh if.... I won't have to cry no more.
Cat Stevens





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

4 comentarios:

Paco Cuesta dijo...

Queda abierta la puerta sobre el futuro del chico. Cada lector pondrá su particular final.
Un abrazo

Abejita de la Vega dijo...

El cabrero le enseña todo lo que sabe, y no es poco, el secreto de la supervivencia. En un espacio de tiempo muy corto y el educador es un pobre viejo que no puede ni con su alma. Justiciero y maestro, ha cumplido, le cubrirá la tierra y la pinocha. Y el chico será cabrero y ayudará a otro chico en apuros que a su vez...sigue la rueda.

Un placer pasear contigo a la sombra de la luna, con un niño aterrorizado y un viejo cabrero.

Un abrazo


Pedro Ojeda Escudero dijo...

Querido Pancho: No se me olvidó pasarme por tu blog, simplemente el lector que tengo en la columna derecha de mi blog no me actualizó esta entrada y a fecha de hoy sigue figurándome la anterior. No tuve la prevención de pasarme, por si acaso, por este lugar tan grato y te pido perdón.
En tu entrada señalas perfectamente varias de las cosas que más señalan la técnica de esta narración: el juego con los ritmos de la acción y la relación del muchacho con el cabrero, lenta pero continua, que le va preparando para seguir su estela. Es lo único humano de este ambiente tan sórdido. Aunque lo otro, la maldad, es tan terriblemente humana que uno se asusta de nuestra propia capacidad para el mal.
Corrijo la ausencia en la entrada de ayer.

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

Me habéis animado a adelantar la lectura de ‘Intemperie’. A ver si puedo preparar una entrada con un pequeño resumen, para la semana que viene.
La ilustración que has escogido de Don Quijote para el viejo pastor, y el pie de foto, me ha parecido perfecta.
Buen remate con esa estupenda canción. Esperemos que nos acompañe la luna con su bella luz.

Abrazos.