"La leyenda dice que aquella noche fui visto en lo alto de la rúa Traviesa, y, algo más tarde, en la plaza, quieto, mirando al mar."
La saga/fuga de J.B. (32)
Scherzo y fuga
Capítulo 3
Gonzalo Torrente Ballester
José Bastida vaga de incógnito por las calles de Castroforte, justo a esa hora de las sinestesias en la que los gallos afinan la voz con las primeras claras del día. Nadie lo ve por la deshora. Entra sin llamar a la Casa del Barco. El chirrido de la puerta al cerrarse es musical, mezcla de algo maravilloso y otro poco de siniestro. El Deán lo recibe a la luz de un candil que los guía por la escalera irracional. “Por lo tuerta, por lo empinada, por la desigualdad de sus tramos; porque después de bajar subía y volvía a descender.” La luz temblona del candil alborota la sombra como un adolescente inquieto de primero de la ESO. Pegada a los pies, la pisa; saltarina a veces, alargada como una cinta otras, replegada como un ovillo o enredada al cuerpo que la genera como una sierpe, pero siempre leal a las pisadas.
Al rato la escalera se acaba. Llegan a una estancia con un tragaluz en el techo al cual tienen que subir a pulso. El Canónigo levita para salvar la altura y arrastra al Deán por absorción. Acceden a la cueva por un pasadizo oscuro. Llegan a un recinto espacioso, en el centro un ara de mármol blanco, una mujer y un hombre a los lados: el Corregidor y doña Lilaila de Armesto, viuda de Barallobre. Se muestra afligida, lanza suspiros hondos al hablar, esos suspiros definitivos que únicamente se dan al morir y que sólo los poetas son capaces de reproducir, esos imbéciles. Le cuenta que los ingleses le mandaron un pedazo de marido macerado en una botella de aguardiente, demasiado pequeño para intentar el milagro de la resurrección. Don Asterisco quiere que se meta monja. Al canónigo Balseyro le entran los siete males al oír ese nombre que remite al pie de página, fue quien lanzó contra él “todos los cánones y todos los sicarios, familiares, teólogos y magistrados del Santo Oficio.” El alcance de sus manos, casi fluidas al gesticular, acompañaba como argumentos de fuerza sus palabras.
El miedo tiembla en las palabras de la gente del pueblo. Las mesnadas nutridas de enemigos feroces acampan al otro lado del río. Los relinchos de las caballerías inquietas, el sonido metálico de las armas, las llamadas a formación de las trompetas expanden el temor por el destino trágico que les aguarda. La suerte está definitivamente echada, sólo queda rezar, encomendarse a algo sobrenatural que los defienda. Escriturada está la fecha en los calendarios detenidos. Al menos el Santo Cuerpo está a salvo, cuenta con una prórroga de tres o cuatro siglos más de momia después de los meticulosos trabajos de reparación emprendidos.
"Estamos exactamente a la altura de la capilla del Cuerpo Santo"
El estruendo de los tambores despierta a los marineros que se amotinan ante la Casa del Barco. Sólo las palabras de la sombra del obispo, don Jerónimo Bermúdez, consiguen apaciguar la rebelión. Les promete la victoria sobre las tropas reales si ellos saben atacar, defenderse y replegarse a la vez. La arenga supone una invitación a la muerte. “Las sombras son así y la gente también.”
El momento de desenmascarar a los que defienden la patraña que le persigue ha llegado. El no mató al santo abad Veremundo. Quiere salir al paso de la leyenda que montaron contra él los seguidores de Bendaña y que fue propagada desde los púlpitos por docenas de monjes blancos predicadores contra los monjes negros y Veremundo por rechazar la reforma. El monasterio de Iglesiafeita, está en su esplendor, habitado por un centenar de monjes cuando las tropas de Bendaña lo asaltan. Su bella fábrica merece respeto por su espectacularidad: tres naves con girola y cimborrio. Altos cipreses venerables que enraízan en el patio se recortan en lo alto contra el azul del cielo. Jardines bien cuidados por las manos del santo invitan al estudio, al recogimiento y a la oración.
El asalto ocurre un día de primavera. Después del coro, los monjes se dirigen a sus múltiples tareas. Él se dedica a desentrañar los secretos de la alquimia. El campanero, al ver a los caballos sin freno acercarse por todas las veredas, lanza un desaforado sálvese quien pueda. Ve a Veremundo arrodillado en mitad del claustro, en actitud de mártir, esperando la muerte. Él tiene tiempo de esconderse debajo de una losa. Desde allí, acurrucado y muerto de miedo, oye cómo pasan a cuchillo al santo abad y cómo caen los monjes pateados por los cascos de los caballos. Todas las caballerías montadas por Bendaña, el Mariscal maligno. “¡Qué tranquila y hermosa caminaba la luna aquella noche de sangre!” Logra escapar al monte. Desde un alto contempla el monasterio en llamas y las tropelías de los soldados que se beben el vino y violan a las mujeres. Hambriento y cansado, puede salir a la vieja calzada romana. Pide comida y alojamiento por caridad por las aldeas. Quizás aquí empieza el sueño que aún no ha terminado. Un sueño que lo lleva a Toledo, París, Roma y Castroforte que es el final, perseguido por los años de insomnio de los monjes despedazados que le llenan de un temor reverencial a Bendaña y que le hacen pedir la Divina Justicia. Desde entonces la lentitud de sus pasos se trenza con la meditación pausada que busca la verdad. Todo es lento para el que tiene sed de venganza.
"Si vamos a los sótanos, más lógico sería que la entrada secreta se situase a la altura del tejado."
En Toledo coincide con Aldobrando Hildebrandini, de un caminar nervioso e inquieto que le pronostica desgracias por su caminar pausado. Ambos acuden a las lecciones de nigromancia que imparte un moro. Paga las clases con lo que saca de pasar la gorra después de sus metamorfosis en las calles. Los sábados se convierte en búho, gato, unicornio y los martes en Julio César, don Rodrigo o el Moro Muza. Complementa el sueldo con lo que saca escribiendo para otros, de literato negro. Escribe discursos a los políticos, cartas a los enamorados o versos a los poetas de inspiración intermitente. Los dos son los mejores discípulos del moro. Aldobrando se muestra reacio a compartir nociones. De un ego subido, sus pretensiones en la nigromancia oscilan entre llegar a ser Califa de Damasco o Emperador del Sacro Romano Imperio. A Jerónimo no le hubiera importado ser la sombra de su compañero Aldobrando, lealtad de sombra, pero receloso éste del crecimiento de Jerónimo y que le arrebate el número uno o que desafíe su posición dominante de macho alfa, lo denuncia por brujo.
"De rodillas en la mitad del claustro se puso a esperar la muerte"
Así que no le queda más remedio que alimentar la leyenda. Se convierte en metáfora de la fuerza: olas gigantes que se rompen bramando contra las rocas. O metáfora de la prisa que se escabulle empujada por el viento. Tan al pie de la letra se lo toma el hipogrifo en la huida que llegan a París en un pis pas. Viaja con Clotilde meticulosa, lo lleva todo planeado al milímetro. A pesar de eso ella se aburre en la ciudad del Sena porque lo que realmente quiere es ir de tiendas a la Rive Gauche. Así que Jerónimo se escapa durante tres días. Tres días de libertad que habrían sido más si la policía no le detiene a la salida de una clase del profesor Meillet. Ya en el hotel, ella le pregunta si se ha acostado con alguna prostituta. Pero no, el buscaba el café de Picasso y encontró a filósofos barbudos, músicos de acera y clochards muribundos. Ha estado en la Taberna de Flora escuchando a Pedro Abelardo, filósofo por libre, también de manos vivas que cantan canciones tristes. Lo dejamos en París, pronto camino de Roma y regreso a Castroforte del Baralla, ya obispo consagrado con bulas especiales.
And if you have five seconds to spare
Then I'll tell you the story of my life :
Sixteen, clumsy and shy
That's the story of my life
The Smiths
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
Las imágenes que acompañan esta entrada son de la exposición de Miguel Barceló para conmemorar el ochocientos aniversario de la Universidad de Salamanca.
1 comentario:
¡Qué acierto! Todo el juego paródico de don Gonzalo resaltado aquí en este viaje entre sinestesias y becquerianismos... con elefante que expulsa gases incluido, claro. Y... The Smiths, qué sorpresa.
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