Cien años de soledad (17)
Gabriel García Márquez
Las tempestades de estropicio, los huracanes de miedo que desmantelan los tejados, que arrancan de cuajo los árboles y provocan corrimientos de tierra duran cuatro años y un día (más IVA) de condena calamitosa. El diluvio universal pilla a Aureliano Segundo en la casa por casualidad. Allí se queda hasta que escampe. Como está con lo puesto, cada tres días espera en calzoncillos a que le laven la ropa y se seque. Para combatir la ociosidad decide arreglar cosas en la casa. Le entra la fiebre de las reparaciones domésticas; no queda bisagra sin ajustar, cerradura sin aceitar ni tornillo sin apretar. Se convierte en el hombre del maletín de herramientas, siempre de acá para allá. Con tanto ajetreo de destornilladores y alicates se le desinfla la panza poco a poco, le quita la cara de tortuga beatífica y llega a atarse los cordones de los zapatos. Fernanda llega a pensar que a Aureliano Segundo le está entrando la manía familiar de hacer para después deshacer.
Lo peor de la lluvia es que lo trastorna todo: oxida los mecanismos y los hilos de bordar, le nacen algas a la ropa, los peces aprenden a entrar y salir de la casa por las ventanas y las sanguijuelas se adoquinan en la espalda de Úrsula. Se las arrancan una a una en un acto de hermandad, luego las achicharran en la lumbre para que no terminen de desangrarla. La lluvia también afecta al apasionamiento rijoso de Aureliano Segundo, le infunde la serenidad de la inapetencia y le anima a regresar al amor insípido de Fernanda cuya belleza se había reposado con la madurez. Descubre que su nieto Aureliano es un Buendía auténtico, con “sus pómulos altos, su mirada de asombro y su aire solitario”, después de asearlo y enseñarle a no esconderse de la gente. Para Amaranta Úrsula el sobrino, ya con los dientes de verdad, es un juguete escurridizo y un descanso para la conciencia de Fernanda porque Aureliano Segundo se dedica a ellos y les enseña un mundo fantástico al explicarles los dibujos de la enciclopedia británica de Meme, recuperada del polvo del olvido.
La calamidad de la lluvia tan continuada no modifica las costumbres de Fernanda aunque las patas de la mesa descansen sobre ladrillos y las sillas estén subidas sobre tablones, ella sigue poniendo la mesa con manteles de lino y vajilla china. Continúa encendiendo candelabros y nadie se asoma a la calle porque las puertas están para cerrarlas. “La curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de rameras”. Pero ella es la primera en asomarse entre visillos cuando pasa el entierro de Gerineldo Márquez, acompañado por un cortejo desolado chapaleando fango, allí van los últimos supervivientes de la capitulación de Neerlandia, ayudando a los bueyes a desatollar la carreta y dar tierra al ataúd con los restos ensopados del guerrero. Ceremonia de la confusión o anomalía histórica como los últimos de Filipinas. Úrsula lo despide con la mano desde la puerta. Sólo le queda que escampe para morir en lo seco, como todos los habitantes de Macondo que esperan que escampe para morirse, hartos de mirar la lluvia.
Los animales de Aureliano Segundo mueren a racimadas, mueren como nacieron. Los que escapan a las tierras altas donde no hay agua, quedan a merced del tigre y de la peste. Poco se puede hacer para detener el exterminio, sólo contemplar la lluvia. No hay tiempo, sólo silencio ondulado y soledad, lluvia y más lluvia. Se queda tres meses con Petra Cotes cuyos “lanceolados ojos de animal carnívoro se habían vuelto tristes y mansos de tanto mirar la lluvia”. Al final de los cuales comprende la decadencia, ya no tienen fuerzas para los desafueros jubilosos que antaño hacían multiplicar los animales.
Regresa a casa con sus baúles a cuestas y vuelve a tocar el acordeón asmático para entretener a los niños, pero ellos prefieren las historias que encienden la imaginación con las sesiones de enciclopedia. Así se le pasan las horas de lluvia hasta que Fernanda le advierte que la despensa está bajo mínimos, que corresponde a los hombres traer la comida a casa. Fernanda se queja constantemente de su mala suerte, ella que la han educado para reina y termina de sirvienta “en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo”. Tratada por la familia Buendía como un estorbo o el trapito de bajar la olla. Insultada de Cachaca mandona, hija de mala saliva. Ella que puede firmar con once apellidos peninsulares, ahijada del duque de Alba, para que luego el adúltero de su marido le diga que comer con tanta vajilla y cubiertos no es de cristianos sino de ciempiés. Como la montaraz Amaranta que dice que el vino blanco se sirve de día y el tinto de noche. O el masón de Aureliano Buendía que le preguntaba por qué usaba bacinillas de oro si ella cagaba mierda como todos y no astromelias. O que su propia hija le diga que su mierda es peor que la suya porque es mierda de cachaca. Pero lo que más le duele es la nula consideración de su esposo, “cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador”, que apenas ha guardado la dieta de Pentecostés y ya se ha ido con los baúles trashumantes y el acordeón a casa de ésa con nalgas de potranca que se presta a maromas y vagabundinas, a eso a lo que no se puede condenar una dama de palacio, temerosa de Dios e hija de don Fernando del Carpio, caballero de la Orden del Santo Sepulcro, pero, eso sí, que ya apestaba cuando lo trajeron.
El día siguiente amanece con la misma música, el incansable y exasperante zumbido de moscardón, las acusaciones “contra los hombres que se pasan el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa”. Así todo el día hasta que estalla, sereno y en sordo rompe contra el suelo todo lo rompible de la casa: los tiestos, los tarros de hierbas, las vajillas, los cristales y los floreros. Nada deja sano, hasta la tinaja revienta en el jardín causando una explosión profunda. Sale de la casa y antes de medianoche regresa cargado con talegos de carne y varios sacos de arroz y maíz. No vuelve a faltar comida en la casa. ¡Qué bueno es este soliloquio de Fernanda! Un monólogo demoledor, hilarante, humor en estado puro, la enésima muestra de un talento literario fuera de lo normal. No sé qué más decir para alabarlo. Léanlo si quieren solazarse con algo de lo mejor escrito de la historia de la literatura.
El diluvio es una época feliz para los niños Amaranta Úrsula y Aureliano a pesar del confinamiento forzoso. Úrsula es el juguete preferido. La llevan de allá para acá como una muñeca vieja. Un día están a punto de “destriparle los ojos como le hacían a los sapos con unas tijeras de podar”. Pero lo que más les divierte son sus desvaríos. El año tres de la gran lluvia su cerebro se colapsa, mezcla los tiempos y las personas anteriores a su existencia con el presente. Los niños la pican, le presentan antepasados y ella se siente feliz de encontrarse con parientes desaparecidos en su mundo pequeño. Una vez se tira tres meses llorando desconsoladamente por la muerte de su bisabuela Petronila Iguarán, muerta hacía más de cien años. Los niños advierten que siempre pregunta por el propietario del san José de yeso lleno de monedas que tiene escondido, pero ella conserva la lucidez suficiente para no soltar prenda. Aureliano Segundo contrata una cuadrilla de operarios que excavan la casa y el patio durante tres meses sin encontrar ni rastro del tesoro. Recurre a las cartas de Pilar Ternera que confirman la existencia del tesoro, pero no será encontrado hasta tres meses después de dejar de llover, una vez que los soles conviertan en polvo los barrizales. Aureliano Segundo no la cree, lo deja todo y se dedica a voltear la tierra, hundido en la ciénaga hasta el cuello. Tanto barrena los cimientos que ceden y aparece una grieta de escalofrío en las paredes y un crujido subterráneo que a punto está de causar un cataclismo.
Así hasta junio que deja de llover y la lluvia no vuelve en diez años.
Macondo despierta como una escombrera. La compañía bananera desmantela las instalaciones. Las plantaciones de bananos son un tremedal de cepas putrefactas. Las casas “arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de arrasar a Macondo de la faz de la tierra”. Aureliano descubre la asombrosa fortaleza de ánimo de los supervivientes aún con olor a rincón húmedo que habían nadado en la catástrofe y que se sienten orgullosos de haber recuperado el pueblo en el que nacieron. Orgullo siente también Petra Cotes por haber mantenido la casa en pie y haber salvado la mula a fuerza de darle a comer las ropas y la rabia. Decidida a restaurar la fortuna despilfarrada por el amante y rematada por el diluvio.
Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo.
Federico García Lorca/Miguel Poveda
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
1 comentario:
Una de las mejores cosas de la novela es cómo eleva elementos reales -la lluvia- a míticos -el diluvio que todo lo trasforma-. Hay muchos ejemplos, pero esta lluvia constante y ese personaje en calzoncillos esperando a que se le seque la ropa son impagables... Y de nuevo, Poveda...
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