lunes, 25 de febrero de 2019

Cien años de soledad (20) Gabriel García Márquez. Quiero.





"Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia". 

Cien años de soledad (20) 
Gabriel García Márquez 

Amaranta Úrsula y Gastón regresan a Macondo con los primeros ángeles de diciembre. Además del marido flamenco atado con un cordel de seda como un animal bípedo, arrastran un camión de mudanzas de maletas, baúles, talegos, cajas, jaulas de pájaros y un estuche especial para el velocípedo de Gastón. Amaranta Úrsula emprende una nueva restauración de la casa al día siguiente de llegar. Contrata una cuadrilla de operarios que durante tres meses tiran a la basura las cosas inservibles y las costumbres revenidas. En la casa se vuelve a respirar aire de juventud y de fiesta. Aureliano no sabe qué hacer con su cuerpo de antropoide ante el vendaval de música, bailes, calzados y ropas a la moda que vienen de Flandes moderno y que lo empujan a dejar el cuarto de Melquiades

Nadie comprende que aquel espíritu tan alegre con los aires de juventud y fiesta de los tiempos de la pianola, del clavicordio y dotado de un instinto especial para anticiparse a la moda se haya venido a enterrar a “un pueblo muerto, deprimido por el polvo y el calor”, siempre con planes a largo plazo aunque fracasen, como el intento baldío de repoblar de pájaros los cielos de Macondo a partir de las veinticinco parejas de los canarios más finos de las islas Canarias. Los pájaros emprenden el camino de vuelta a sus islas Afortunadas en cuanto se ven liberados de las jaulas. 

Al principio Gastón piensa que su mujer ha sufrido un ataque de nostalgia y que más pronto que tarde caerá como fruta madura, aplastada por la cruda realidad, ni siquiera se preocupa de montar el velocípedo, se dedica a contemplar con una lupa las arañitas que salen de los huevos que él abre con las uñas. Luego, al ver que ella continúa con la restauración, sale por los alrededores con el velocípedo a capturar y disecar insectos que manda a un profesor de Historia Natural de la Universidad de Lieja. 

Gastón ronda los cuarenta años de edad, pero no los aparenta. Es unos quince años mayor que ella y fían el apareamiento a la inspiración del momento. Su relación no necesita relator que la escriba; sin guión que la dirija, es la improvisación la guía de un pacto de amor desenfrenado entre el amante feroz y el genio festivo de la joven esposa,  capaz de arrebatar con su pasión a la pareja. De hecho, se conocieron en el patio del internado de Amaranta cuando el biplano que pilotaba el flamenco, quedó enredado en los cables de la luz al hacer piruetas en el aire para sorprenderla. Las maniobras del cortejo comienzan a quinientos metros de altura; un día casi se matan en un aterrizaje forzoso sobre un romántico campo de violetas que se les había antojado como lugar idóneo para el amor. 



"La historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables"

Él había transigido a todos los deseos de ella con tal de no contrariarla, como venirse a Macondo o el cordel de seda, creyendo que eran caprichos transitorios que se le pasarían con el tiempo. Pero ya llevan dos años y se empiezan a disparar las señales de alarma. Ya habla español como un nativo, ha disecado todo bicho disecable de la región y se ha adaptado a las costumbres criollas, “la naturaleza lo ha dotado de un hígado colonial que resistía sin quebrantos el bochorno de la siesta y el agua con gusarapos”. El secreto de Amaranta consiste en estar siempre ocupada, Fernanda diría que sufre el vicio de los Buendía: hacer para deshacer. 

Gastón busca nuevas ocupaciones al objeto de llenar las horas muertas; intenta intimar con Aureliano Babilonio para añadirlo a la familia, pero fracasa en el intento. Aureliano está envuelto en una nube de misterio cada vez más densa. ”Todo se sabe”, proclama sentencioso a todo el que le pregunta cómo sabe tantas cosas. Gasta su asignación semanal en libros, el cuarto ya parece una sección de la librería del sabio catalán. Cuando Gastón comprende que la estancia en Macondo va para largo, recupera un proyecto antiguo de correo aéreo que originalmente había planeado para el Congo Belga. Mientras gestiona los permisos en la capital de provincia, estudia rutas de navegación aérea, toma medidas para un campo de aterrizaje, observa la dirección de los vientos, firma exclusivas y escribe cartas a los socios belgas para que le envíen el avión con un mecánico autorizado. 

El regreso de Amaranta Úrsula significa un cambio en el comportamiento de Aureliano. La libertad recién ganada y su curiosidad innata le llevan a recorrer las calles de la ciudad polvorienta y solitaria con un interés más científico que humano. Imagina el esplendor arrasado de la ciudad bananera, la piscina de la compañía llena de zapatos y zapatillas podridas, el esqueleto de un pastor alemán atado a una argolla de acero. Un teléfono de época que aún funciona, al descolgar le responde en inglés a una señora que la huelga ya ha terminado y que los tres mil muertos galoparon hasta ser enterrados en el mar. Las correrías le llevan al barrio de tolerancia donde no encuentra a nadie que le dé razón de su familia, salvo un negro antillano de cabeza algo dorada con aspecto de negativo de fotografía. Habla un papiamento enrevesado y está al cuidado de Nigromanta, una biznieta con caderas donde no se pone el sol y tetas de melones vivos. A veces le lleva cabezas de gallos que le regalan en las fondas del mercado para que le prepare una sopa aumentada con verdolagas y yerbabuena, pura exquisitez de la miseria. Aureliano es virgen cuando llega Amaranta. No se acuesta con ella a pesar de todo lo que comparten y que hubiera sido “una culminación natural de la nostalgia compartida”. 

Aureliano se sumerge aún más en los pergaminos para tratar de sofocar el tormento doméstico del trote alegre y los aullidos de gata feliz que emite Amaranta, agonizando de amor en los lugares menos pensados de la casa. Por la tarde sale al encuentro del cuerpo de perra brava de Nigromanta que pretende despacharlo como a un niño asustado, pero el adolescente le exige a sus entrañas un movimiento de reacomodación sísmica. En esta época, su mundo bascula entre los pergaminos de la mañana y la cama de Nigromanta a la hora de la siesta. 





"Aureliano compartió la idea generalizada de que Gastón era un tonto en velocípedo". 

Una tarde, en la librería del sabio catalán, Aureliano sienta cátedra sobre la condición de las cucarachas. Interviene en una discusión entre cuatro muchachos (a partir de ese día serán los únicos amigos de su vida) sobre los métodos de matar cucarachas en la Edad Media. Según sus estudios las cucarachas ya eran víctimas de los chancletazos en el Antiguo Testamento. Si han resistido a la persecución masiva del hombre desde los orígenes, es porque buscaron refugio en las tinieblas a las que el ser humano tiene un miedo congénito. Concluye su ponencia ante los amigachos afirmando que el “único método eficaz para matar cucarachas era el deslumbramiento solar”. El ser humano es el enemigo feroz ya que tiene dos instintos primarios: el instinto de la reproducción y el de matar cucarachas. Este fatalismo de la relación entre las cucarachas y el hombre es la base de una gran amistad entre Aureliano, “encastillado en la realidad escrita”, y los cuatro amigotes. Continúan las reuniones de la librería en los burdeles hasta el amanecer, pues como dice el sabio catalán, la sabiduría no sirve de nada si no inventa una forma nueva de cocinar garbanzos. 

Aureliano encuentra en el burdelito imaginario regentado por una mamasanta de sonrisa puesta una cura mulo para su timidez, como la noche que lleva sobre su masculinidad inconcebible una cerveza sin malograr su hombría u otras noches en las que German intenta quemar la casa que no existe o Alfonso le tuerce el pescuezo al loro y lo echa al puchero de sancocho de gallina. Aureliano Babilonio se siente más cerca de Gabriel porque es biznieto de Gerineldo Márquez y el único que cree la realidad de Aureliano Buendía. Ambos comparten la existencia de los sucesos de la huelga, en los tiempos de la compañía bananera y la matanza de trabajadores, aunque en los textos escolares se haya manipulado la historia y no hayan existido nunca ni Aureliano Buendía ni los trenes cargados de cadáveres, ni la matanza, ni la compañía bananera, ni nada. “Se encuentran a la deriva en la resaca de un mundo acabado”. Fascinado por la amistad y aturdido por el mundo de la noche en los burdeles, a Aureliano le surgen dudas sobre la utilidad del escrutinio de los pergaminos, justo cuando comienza a percibir predicciones escritas en versos cifrados. Pero comprueba que el tiempo da para todo, así que decide continuar hasta encontrar las últimas claves sin abandonar los antros nocturnos. 

Amaranta comienza a interesarse por las cosas que el antropófago le cuenta sobre el destino levítico del sánscrito, de ver el futuro trasparentado en el tiempo, de las Centurias de Nostradamus y la destrucción de Cantabria anunciada por San Millán. Al principio, Aureliano piensa que Gastón es un tonto en velocípedo; luego, que su mansedumbre se origina en una pasión desmandada y por fin, que todo es una farsa, que su estrategia se basa en “vencer a la esposa por el cansancio de la eterna complacencia”. 

Amaranta no se da cuenta de los celos que corroen a Aureliano hasta el día que, como un murciélago, le chupa la sangre que le sale de una cortadura en un dedo. Ese día le abre los pasadizos más recónditos del corazón, le cuenta las noches que ha pasado llorando sobre la ropa interior que deja secándose en el cuarto de baño y cómo le pide a Nigromanta que repita los chillidos que él tanto ha escuchado con Gastón al otro lado de la pared. Ella lo rechaza y le amenaza con volverse a Bélgica en el primer barco que salga. 

Aureliano se refugia en las cartas de Pilar Ternera, la tatarabuela ignorada que reconoce el llanto más antiguo de la historia del hombre. No hay misterio en el corazón de un Buendía que sea impenetrable para ella. La historia de la familia es circular, un engranaje de repeticiones. Las cartas le anuncian que ella lo estará esperando. 

Y en efecto, a las cuatro y media de la tarde, él la sigue en silencio, tambaleándose de la borrachera. Ella lo rechaza y lo acepta con astucias de hembra sabia y musa de la pasión, comadrejeando, en una lucha feroz desprovista de toda violencia, en silencio y sonriendo para no levantar sospechas del marido contiguo. La brega degenera en retozo y las agresiones en caricias. En un momento que Amaranta Úrsula descuida la defensa, una conmoción descomunal la inmoviliza en su centro de gravedad y él la siembra en su sitio casi sin tiempo de ponerse una toalla en la boca para que no salgan los chillidos de gata que ya le desgarran las entrañas. Gabriel García Márquez está cumbre en la narración de este duelo de mordiscos y azucenas incestuoso que remata el penúltimo capítulo.

Quiero tenerte a todas horas a mi lado 
y besarte como nadie te ha besado 
parando las manillas del reloj 
 Ay quiero estar bajo la luz de tu mirada 
ay mañana tarde noche y madrugada 
eternamente a solas tu y yo
Bambino


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



Las imagenes que acompañan al comentario son de  esculturas del artista chino Xu Hongfei que estos días se exponen en distintos lugares estratégicos de Salamanca. 

lunes, 18 de febrero de 2019

Cien años de soledad (19) Gabriel García Márquez. El tiempo hace resumen.





"La casa se precipitó de la noche a la mañana en una  crisis de senilidad"

Cien años de soledad (19)
Gabriel García Márquez

Aureliano se atrinchera en el misterio del cuarto de Melquiades. Enfrascado en los pergaminos, deja de coleccionar cromos y llega a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero hecho todo un erudito en conocimientos medievales. Melquiades puede morirse de nuevo tranquilo porque su discípulo tiene por delante el tiempo suficiente para aprender sánscrito y descifrar los pergaminos. Le revela que un librero catalán sabio (cómo no), tiene una gramática de sánscrito que le permitirá traducirlos, se debe dar prisa porque si no la compra, en seis años las polillas la calcinarán. 

Petra Cotes se encarga de que en la casa no falte de comer; les hace llegar un canasto de comida todos los miércoles. ¡Esa caridad primitiva de bípedo aventajado! Al principio la anima el deseo de humillar a quien antes la ha humillado; luego, el orgullo y por último, la compasión. A veces se queda ella sin comer porque a Fernanda no le falte la cesta semanal. 

Aquí el autor nos recuerda, como hace periódicamente para que los lectores no perdamos el hilo de la narración, que Santa Sofía de la Piedad existe, que continúa con su trabajo sigiloso y solitario, criando a Aureliano, ordenando la casa inmensa sin que note alivio por la reducción de los habitantes de la casa por defunción. Sigue durmiendo en el granero entre ratas y víboras que se deslizan por el vientre. Nadie repara en ella porque nunca se queja de su condición de subalterna eternizada. La diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad sólo se empieza a quebrantar con la desaparición de Úrsula. La casa entra en una crisis de senilidad. Sus esfuerzos titánicos por contener los desafueros de la naturaleza son insuficientes, la maleza se desmanda, rompe el hormigón y penetra en el interior. Se pasa el día espantando lagartos que regresan al atardecer y vuelta empezar. Le declara la guerra a las hormigas coloradas y a las telarañas que se reproducen sin control, hasta que un día, agotada por la furia limpiadora, se da por vencida, prepara un atadito con sus posesiones y se marcha de casa. Se va a Riohacha, a vivir con una prima los últimos años de su vida. No se vuelve a saber nada de ella. 

La marcha de Santa Sofía de la Piedad se siente sobre todo en el hueco que deja en la cocina. Fernanda pide ayuda a Aureliano para encender el fogón por primera vez en su vida. Él cocina y ella come sola en la mesa montada con manteles de lino, candelabros y quince sillas vacías. Se siente liberada de todo compromiso, su única ocupación es escribir una correspondencia interminable con sus hijos en Europa y con los médicos invisibles a pesar de la caminadera de las cosas que cambian de sitio movidas por los duendes para fastidiarla. No le inquieta que José Arcadio tarde tanto en terminar los estudios de alta teología, comprende “que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro”. 


" Las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas  se le parecieron tanto las unas a las otras que no se sentían transcurrir". 


Aureliano ha empleado tres años en la traducción del primer pliego de los pergaminos. La investigación avanza muy lentamente, pero el esfuerzo no es estéril, aunque el texto resultante en castellano no signifique nada porque son versos cifrados. Busca la ocasión propicia para pedir permiso a Fernanda para comprar los libros necesarios en la librería del sabio catalán, pero no la encuentra, pierde la voz y los pies cada vez que lo intenta. Fernanda sufre un ataque de nostalgia siempre que se pone el apolillado traje de reina de carnaval. Siente la necesidad de sentirse triste. Se humaniza con la soledad. Le niega el permiso para salir y le guarda las llaves en la faltriquera donde guarda los pesarios. Aureliano no se rebela, “el hábito de obedecer había resecado en su corazón las semillas de la rebeldía”. Una mañana la encuentra inmóvil en la cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca. Cuatro meses más tarde, cuando José Arcadio regresa de su estancia romana, la encuentra intacta. Aureliano ha conservado el cuerpo con el mercurio vaporizado según la fórmula de Melquiades, que por otra parte había fracasado antes en la conservación de su propio cadáver. 

El secreto de los pergaminos exigen de Aureliano una concentración máxima. Una vez desaparecida Fernanda, él mismo es quien se da permiso para ir donde el librero catalán a comprar los cinco libros necesarios para el avance en la tarea. Utiliza el penúltimo pescadito de oro para el trueque. Una hermosa cabellera plateada, rematada en la frente por unos pelos parecidos al penacho de una cacatúa, adorna la cabeza del sabio librero catalán. “Y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros”. La librería parece un basurero de libros usados y desordenados en estantes apolillados y “rincones amelazados de telarañas.” No le cobra los libros y le dice que el último que debió leerlos fue Isaac el Ciego. 

José Arcadio es el vivo retrato de su madre, lívido, de expresión lánguida, su cabello negro “tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos”. La sombra de la barba, bien destroncada del rostro de parafina parece un asunto de intendencia. Sigue siendo un niño otoñal, triste y solitario. Su paso deja el aroma de agua florida que Úrsula le echaba para no perderlo en la tiniebla de las cataratas. Confina a Aureliano al cuarto cuando lee en las cartas de su madre y en el testamento, catálogo de infortunios, que es un hijo bastardo. Él se instala en el cuarto de Meme que manda restaurar y limpiar, lo único que le molesta son los santos del altarcito doméstico que convierte en ceniza porque le recuerdan a los santos acusicas con que Úrsula le amenazaba si se movía del rincón de pensar en el que permanecía inmóvil por si lo detectaban los chivatos invisibles. 

José Arcadio, antes de irse a Roma, había tenido terror de todo, vivía en un mundo de pesadilla gobernado por el miedo que sólo al despertar se liberaba gracias a las caricias de Amaranta en la alberca y los cuidados de Úrsula que lo preparaba para llegar a ser el Papa. Al año de llegar ya ha vendido los candelabros de plata y la bacinilla de oro para poder comer. Se dedica a recoger niños para que jueguen en la casa a la hora de la siesta. Aquello se convierte en un internado sin disciplina. A Aureliano no le molesta la algarabía mientras a él no le incordien en su estudio de los pergaminos. Los niños, divertidos por la impunidad de sus travesuras, entran un día al cuarto a quitarle los pliegos. Una fuerza angélica les levanta los pies del suelo y no aterrizan hasta que Aureliano los rescata con su aspecto cochambroso y desgreñado. No lo vuelven a incomodar. 


"Había de rescatarlo de la miseria y sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere".




Los cuatro niños preadolescentes, los mayores, se ocupan del tratamiento de belleza de José Arcadio, le dedican cuidados de gabinete de belleza. Uno de ellos lo acompaña en sus insomnios de asmático. Una noche descubren la cripta donde está el tesoro de Úrsula, gracias a un resplandor amarillo, como un sol subterráneo que cristaliza el cemento del piso del dormitorio. “El hallazgo del tesoro fue como una deflagración”. El sueño romano hecho realidad. Sin embargo, no se vuelve a Roma, aún le queda algo de Buendía dentro, convierte la casa en un paraíso decadente, revestida de cortinas de terciopelo, azulejos pintados en las paredes y baldosas en el piso. Llena la alberca de champaña, sueño de emperadores romanos, se bañan entre burbujas y allí se queda tumbado boca arriba “rumiando la amargura de sus placeres equívocos” (incestuosos y homosexuales). Atormentado por sentimientos pecaminosos mezclados de asco y lástima, se entrega a disciplinas de perrero eclesiástico con cilicio y fierros de mortificación. Expulsa la tentación de los niños de la casa azotándolos como si fueran una jauría de coyotes. Entra en crisis de asma de varios días que lo ponen a bailar al borde de la sepultura. Al tercer día de asfixia, le pide a Aureliano que salga de su clausura y le compre una medicina. Al volver con ella,  le concede la libertad para irse donde quiera, pero él la rechaza porque su misión está entre los pergaminos que los va desentrañando sin saber interpretarlos a pesar del conocimiento que atesora y que asombra a su tío asmático. El acercamiento entre los dos seres solitarios no es amistad sino más bien conveniencia; uno recibe ayuda para desenredar los asuntos domésticos y el otro la libertad para andar por la casa. 

Una madrugada calurosa aparece en la casa Aureliano Amador, el único superviviente de los diecisiete hijos de Aureliano Buendía. Lo rechazan creyendo que se trata de un vagabundo por su aspecto de pordiosero. Desde la puerta ven cómo dos policías que surgen de entre los almendros terminan con él de dos balazos de máuser “en la cruz de ceniza de la frente”. Gabriel García Márquez sigue rematando los hilos sueltos de su narración, eliminado cruelmente personajes secundarios. En claro contraste con el comienzo de la novela cuando no había muertos en Macondo. José Arcadio planea tomar un transatlántico con destino a Nápoles antes de Navidad, pero una mañana de septiembre los cuatro niños que antes había echado de casa lo ahogan en la alberca y de paso le roban los sacos de oro en una quirúrgica acción militar sin daños colaterales. Aureliano lo encuentra flotando, hinchado en la alberca. Ahí comprende que ha empezado a quererlo, como si al ahogado le importara ya algo.






Por eso cuando el tiempo hace resumen 
y los sueños parecen pesadillas 
regresa aquel perfume de fotos amarillas 
y aunque se que no era la más guapa del mundo 
juro que era más guapa, más guapa que cualquiera.
Joaquín Sabina/Fito Páez



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

lunes, 11 de febrero de 2019

Cien años de soledad (18) Gabriel García Márquez. Soledad compartida.





"Se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida"

Cien años de soledad (18) 
Gabriel García Márquez 

Los rosales se resecan y los pantanos se petrifican con el viento árido que sigue a la lluvia. El aire revitaliza a Úrsula que no tarda en unirse a la vida familiar a pesar de la promesa que había hecho de morir en cuanto escampara. No necesita ver para detectar el desastre causado por la lluvia en la casa y el jardín. Se arma de insecticida contra las cucarachas invasoras, emprende trabajos especializados contra las termitas y prepara cal viva para asfixiar a las voraces hormigas coloradas en sus madrigueras. Levanta el ánimo apesadumbrado de la familia, resignada a las bestias que amenazan con echar abajo la casa desde los cimientos. La fiebre de la reconquista la arrastra a los cuartos olvidados. En el cuarto de Melquiades el biznieto José Arcadio Segundo sigue enfrascado en los pergaminos. A decir de Úrsula, vive como un puerco, aislado como un ermitaño cuya vida no es de este mundo. Inmune a la pestilencia de las bacinillas repletas de excrementos. Trata de sumarlo a la fiebre restauradora, pero comprende que el tiempo en Macondo no pasa sino que da vueltas en redondo. José Arcadio Segundo está dañado por una tiniebla más infranqueable que la suya, afectado por la soledad de los Buendía. Al menos consigue que lo tengan limpio y presentable como estuvo José Arcadio Buendía hasta su final pegado al castaño del patio. 

Una carta de José Arcadio desde Roma en la que anuncia que irá a Macondo a tomar los votos perpetuos, desactiva la indolencia de Fernanda que se lanza a reponer todo lo que Aureliano Segundo había roto en su ataque de furia exterminadora para que el hijo no vea la degradación de la casa. Úrsula quiere abrir puertas y ventanas y que vuelvan el ajetreo de los forasteros aunque le embarren la casa y le orinen los parterres de flores, pero ya no lo consigue porque las fuerzas no son las mismas que de joven y además Fernanda realmente quiere que sigan cerradas. 

Aureliano Segundo muda los baúles donde Petra Cotes que rifa la mula a la lotería y poco a poco los martes, día del sorteo, se van convirtiendo en feria semanal. Aureliano Segundo toca el acordeón y vuelven los torneos de voracidad, pero él ya ha cambiado, los ciento veinte kilos se han quedado en setenta y ocho y la cara de tortuga se ha convertido en una afilada cara de iguana. La cama es lugar de confidencias y desvelamientos cuando el dinero de las rifas no da para llegar a fin de mes. Las cosas han cambiado, los animales ya no paren con desconcierto y a la gente le parece un asalto en despoblado pagar doce centavos por una rifa de seis gallinas. Juntos encuentran el paraíso de la soledad compartida y disfrutan del amor de una pareja que sigue “retozando como conejitos y peleándose como perros”. 

Al principio Aureliano Segundo se encarga de dibujar a mano vacas, cerditos o gallinitas de colores en los billetes de la rifa. Dibujar, pintar y rotular Rifas de la Divina Providencia en dos mil papeletas semanales le dejan agotado, así que se alía con el progreso y lo cambia por un sello de caucho que le alivia la faena. Organizar la rifa es un trabajo a tiempo completo, no le queda tiempo para los hijos. Fernanda mete a Amaranta Úrsula en el parvulario y a Aureliano lo deja en casa bajo la vigilancia de las abuelas. No puede ir a la escuela porque es un derecho exclusivo de “hijos legítimos de matrimonios católicos” y él es un expósito. Se queda en el jardín haciendo barrabasadas a los bichos o metiendo alacranes en una caja para asustar a Úrsula. La madre lo atranca en la habitación de Meme. Úrsula asperja las habitaciones de la casa con un ramo de ortigas empapada de agua serenada. 




"Ella hilvanaba una cháchara colorida, comentando asuntos de lugares apartados y tiempos sin coincidencia"

Cuando el viento que infunde ráfagas eventuales de lucidez en el cerebro de Úrsula cede, se le apaga la razón. Úrsula se hunde en un laberinto de muertos que confunde los tiempos de los antepasados. Los últimos meses de su vida se va reduciendo, momificándose en vida, “era una ciruela pasa perdida dentro de un camisón”. Santa Sofía de la Piedad la sienta en las piernas para darle de comer, “parecía una anciana recién nacida”. El domingo de ramos mientras que Fernanda está en misa, Amaranta Úrsula y Aureliano la cogen por la nuca y los tobillos, muerta como un grillito, pero ella responde: “¡Estoy viva! Y respiro”. Santa Sofía de la Piedad sabe que va a morir de un momento a otro porque observa un cierto aturdimiento de la naturaleza antes de acogerla en sus entrañas. Amanece muerta el jueves santo, un día de mucho calor, a los ciento quince o ciento veintidós muertos de edad. Le dan tierra en una cajita no mayor que la canastilla de Aureliano. Los pájaros se desorientan, achicharrados por el calor y entran a morir en los cuartos de las casas. 

El padre Antonio Isabel culpa al Judío Errante de la peste de los pájaros en el sermón del domingo de resurrección. Lo describe como una bestia infernal, “híbrido de macho cabrío, cruzado con hembra hereje”. Al principio los feligreses no le hacen mucho caso, piensan que se trata de desvaríos propios de la edad, pero el descubrimiento en un patio de unas huellas de bípedo de pezuña hendida encienden las alarmas. Excavan con gran esfuerzo hoyos en los patios y dos semanas después cae el monstruo en la trampa, berrea como un becerro recién destetado que despierta a todo el vecindario. Pesa como un buey y de sus heridas sale un líquido verdoso, su cuerpo es peludo y está plagado de garrapatas. En sus omóplatos destacan los muñones cicatrizados de las alas. Lo cuelgan boca abajo en un almendro y lo incineran cuando empieza a oler, incapaces de discernir si es cristiano digno de sepultura o bestia de tirar al río. 

A fin de año muere Rebeca, un asunto menor para Gabriel García Márquez que, un poco a lo tonto, lo despacha en unas líneas en un capitulo lleno de desapariciones del mundo de los vivos y obituarios de personajes principales que han nacido, se han criado, y han evolucionado haciendo relato circular y novela. Muere sola, “enroscada como un camarón con la cabeza pelada por la tiña y el pulgar metido en la boca”. Como llegó a la casa de niña, usando el dedo de chupete. La casa de derrumba después de su muerte. 

Después del diluvio la gente entra en un periodo de desidia que carcome poco a poco los recuerdos. Cuando los emisarios del gobierno llegan a entregar la medalla rechazada por Aureliano Buendía, les cuesta un mundo encontrar a algún descendiente. Aureliano no cae en la indignidad de recogerla a pesar de que sospecha que es de oro macizo. Vuelven los gitanos con sus fierros imantados y las lupas gigantes al ver ciudadanos tan acabados y apartados del resto del mundo. Del tren multitudinario y de los trenes bananeros con ciento veinte vagones ya sólo queda un desvencijado tren amarillo que no transporta nada ni a nadie. Los delegados eclesiásticos que vienen a investigar el informe de la mortandad de pájaros y el caso del Judío Errante se llevan al asilo al padre Antonio Isabel. Mandan al padre Augusto Ángel de sustituto. Empieza el apostolado con brío, pero al año se le ve vencido por la negligencia que se respira en el aire y amodorrado por el calor insoportable a la hora de la siesta. 

La muerte de Úrsula cae como una losa sobre las puertas y ventanas de la casa. Fernanda le pone un dique infranqueable de oscuridad al torrente de luz de la abuela centenaria. Se entierra en vida como había hecho su padre, manda clausurar los vanos de la casa con crucetas de madera, se tumba en la cama con la cabeza al norte y se cubre con una sábana blanca. Cuando despierta, el sol entra por la ventana. Los cirujanos telepáticos la informan de que han encontrado “un descendimiento de útero que podía corregirse con un pesario”. Se siente agobiada por el peso de una palabra desconocida, no fuera alguien a conocer la naturaleza de su quebranto. José Arcadio le manda los pesarios con un folleto explicativo desde Roma, ella se lo aprende de memoria y lo hace desaparecer por el excusado. 



"Que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque esa es la única manera de espantar la ruina"


Amaranta Úrsula se dedica a estudiar el tiempo que antes empleaba en atormentar a Úrsula, Aureliano se vuelve cada vez más esquivo y ensimismado, sin ninguna intención de conocer el mundo más allá de las cuatro paredes de la habitación de Melquiades. Vinculado a José Arcadio Segundo por una corriente de afecto recíproco, le enseña a leer y a escribir y lo inicia en el estudio de los pergaminos de Melquiades y le inculca la versión verdadera, “radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares”, que era una versión alucinada para los oficialistas. Aureliano logra descifrar las letras encriptadas de los pergaminos, las clasifica en un alfabeto de cuarenta y siete caracteres que parecen arañitas y garrapatas, semejantes a piezas de ropa puestas al sol en la cuerda de secar; similar a una tabla que ha visto en la enciclopedia inglesa de Meme

Por este tiempo, a Aureliano Segundo se le pone un nudo en la garganta que le impide respirar con normalidad. Las cartas de Pilar Ternera hablan y dicen que Fernanda está usando malas artes, hincando alfileres en su retrato para que vuelva a casa. Para conjurar el maleficio le propone que moje una gallina en agua y que la entierre viva bajo el castaño de José Arcadio Buendía. Aureliano Segundo mejora un poco, pero un día, seis meses más tarde, se despierta a media noche con un acceso de tos y comprende que es la muerte que llama a la puerta y sin cumplir la promesa de mandar a Amaranta Úrsula a estudiar a Bruselas. Con el dolor de las tenazas que le despedazan la garganta trabaja a marchas forzadas en la organización de tres rifas semanales. Lo llegan a llamar don Divina Providencia de tanto vender boletos. Concibe la idea de “la fabulosa rifa de las tierras destruidas por el diluvio”. La rifa definitiva es un éxito cuyos beneficios son suficientes para mandar a Amaranta Úrsula a estudiar a Bruselas. Al principio Fernanda se opone, pero se tranquiliza porque el padre Ángel le facilita la entrada en una pensión de jóvenes católicas, además viaja acompañada por unas monjas franciscanas que van a Toledo

Unos meses después, a las puertas de la muerte, Aureliano la recuerda con el cuerpo menudo, el cabello suelto y los ojos vivaces de Úrsula joven, tomando el brazo de Fernanda por primera vez desde el día de la boda, mientras Amaranta Úrsula camina hacia el tren. 

El nueve de agosto mueren a la vez los dos hermanos gemelos. José Arcadio Segundo cae de bruces, con los ojos abiertos, sobre los pergaminos de Melquiades. Aureliano Segundo llega al final del martirio terrible de los cangrejos de hierro que le carcomen la garganta en la cama de Fernanda, cumpliendo así la promesa de morir junto a su esposa, el primer Buendía que muere de enfermedad. Fernanda no permite que Petra Cotes le ponga los botines de charol al cadáver y Santa Sofía de la Piedad degüella el cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo entierran vivo. Los borrachitos tristes que los sacan de la casa los entierran en tumbas equivocadas.


Puede que fuera amor 
La soledad que compartían 
Un día sí, setenta veces siete no 
 Y Dorremí se lo creía 
Como te pasa a ti, como me pasa a mi 
 Las uñas negras de la vida los arañaban 
Pero después, cerraban al dormir 
 Los ojos y soñaban que soñaban
Joaquín Sabina



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



martes, 5 de febrero de 2019

Cien años de soledad (17). Gabriel García Márquez. Silencio ondulado.





"Me quedo aquí hasta que escampe"

Cien años de soledad (17) 
Gabriel García Márquez 

Las tempestades de estropicio, los huracanes de miedo que desmantelan los tejados, que arrancan de cuajo los árboles y provocan corrimientos de tierra duran cuatro años y un día (más IVA) de condena calamitosa. El diluvio universal pilla a Aureliano Segundo en la casa por casualidad. Allí se queda hasta que escampe. Como está con lo puesto, cada tres días espera en calzoncillos a que le laven la ropa y se seque. Para combatir la ociosidad decide arreglar cosas en la casa. Le entra la fiebre de las reparaciones domésticas; no queda bisagra sin ajustar, cerradura sin aceitar ni tornillo sin apretar. Se convierte en el hombre del maletín de herramientas, siempre de acá para allá. Con tanto ajetreo de destornilladores y alicates se le desinfla la panza poco a poco, le quita la cara de tortuga beatífica y llega a atarse los cordones de los zapatos. Fernanda llega a pensar que a Aureliano Segundo le está entrando la manía familiar de hacer para después deshacer. 

Lo peor de la lluvia es que lo trastorna todo: oxida los mecanismos y los hilos de bordar, le nacen algas a la ropa, los peces aprenden a entrar y salir de la casa por las ventanas y las sanguijuelas se adoquinan en la espalda de Úrsula. Se las arrancan una a una en un acto de hermandad, luego las achicharran en la lumbre para que no terminen de desangrarla. La lluvia también afecta al apasionamiento rijoso de Aureliano Segundo, le infunde la serenidad de la inapetencia y le anima a regresar al amor insípido de Fernanda cuya belleza se había reposado con la madurez. Descubre que su nieto Aureliano es un Buendía auténtico, con “sus pómulos altos, su mirada de asombro y su aire solitario”, después de asearlo y enseñarle a no esconderse de la gente. Para Amaranta Úrsula el sobrino, ya con los dientes de verdad, es un juguete escurridizo y un descanso para la conciencia de Fernanda porque Aureliano Segundo se dedica a ellos y les enseña un mundo fantástico al explicarles los dibujos de la enciclopedia británica de Meme, recuperada del polvo del olvido. 

La calamidad de la lluvia tan continuada no modifica las costumbres de Fernanda aunque las patas de la mesa descansen sobre ladrillos y las sillas estén subidas sobre tablones, ella sigue poniendo la mesa con manteles de lino y vajilla china. Continúa encendiendo candelabros y nadie se asoma a la calle porque las puertas están para cerrarlas. “La curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de rameras”. Pero ella es la primera en asomarse entre visillos cuando pasa el entierro de Gerineldo Márquez, acompañado por un cortejo desolado chapaleando fango, allí van los últimos supervivientes de la capitulación de Neerlandia, ayudando a los bueyes a desatollar la carreta y dar tierra al ataúd con los restos ensopados del guerrero. Ceremonia de la confusión o anomalía histórica como los últimos de Filipinas. Úrsula lo despide con la mano desde la puerta. Sólo le queda que escampe para morir en lo seco, como todos los habitantes de Macondo que esperan que escampe para morirse, hartos de mirar la lluvia.


"Ella consideraba que las puertas se habían inventado para cerrarlas"

Los animales de Aureliano Segundo mueren a racimadas, mueren como nacieron. Los que escapan a las tierras altas donde no hay agua, quedan a merced del tigre y de la peste. Poco se puede hacer para detener el exterminio, sólo contemplar la lluvia. No hay tiempo, sólo silencio ondulado y soledad, lluvia y más lluvia. Se queda tres meses con Petra Cotes cuyos “lanceolados ojos de animal carnívoro se habían vuelto tristes y mansos de tanto mirar la lluvia”. Al final de los cuales comprende la decadencia, ya no tienen fuerzas para los desafueros jubilosos que antaño hacían multiplicar los animales. 

Regresa a casa con sus baúles a cuestas y vuelve a tocar el acordeón asmático para entretener a los niños, pero ellos prefieren las historias que encienden la imaginación con las sesiones de enciclopedia. Así se le pasan las horas de lluvia hasta que Fernanda le advierte que la despensa está bajo mínimos, que corresponde a los hombres traer la comida a casa. Fernanda se queja constantemente de su mala suerte, ella que la han educado para reina y termina de sirvienta “en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo”. Tratada por la familia Buendía como un estorbo o el trapito de bajar la olla. Insultada de Cachaca mandona, hija de mala saliva. Ella que puede firmar con once apellidos peninsulares, ahijada del duque de Alba, para que luego el adúltero de su marido le diga que comer con tanta vajilla y cubiertos no es de cristianos sino de ciempiés. Como la montaraz Amaranta que dice que el vino blanco se sirve de día y el tinto de noche. O el masón de Aureliano Buendía que le preguntaba por qué usaba bacinillas de oro si ella cagaba mierda como todos y no astromelias. O que su propia hija le diga que su mierda es peor que la suya porque es mierda de cachaca. Pero lo que más le duele es la nula consideración de su esposo, “cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador”, que apenas ha guardado la dieta de Pentecostés y ya se ha ido con los baúles trashumantes y el acordeón a casa de ésa con nalgas de potranca que se presta a maromas y vagabundinas, a eso a lo que no se puede condenar una dama de palacio, temerosa de Dios e hija de don Fernando del Carpio, caballero de la Orden del Santo Sepulcro, pero, eso sí, que ya apestaba cuando lo trajeron. 

El día siguiente amanece con la misma música, el incansable y exasperante zumbido de moscardón, las acusaciones “contra los hombres que se pasan el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa”. Así todo el día hasta que estalla, sereno y en sordo rompe contra el suelo todo lo rompible de la casa: los tiestos, los tarros de hierbas, las vajillas, los cristales y los floreros. Nada deja sano, hasta la tinaja revienta en el jardín causando una explosión profunda. Sale de la casa y antes de medianoche regresa cargado con talegos de carne y varios sacos de arroz y maíz. No vuelve a faltar comida en la casa. ¡Qué bueno es este soliloquio de Fernanda! Un monólogo demoledor, hilarante, humor en estado puro, la enésima muestra de un talento literario fuera de lo normal. No sé qué más decir para alabarlo. Léanlo si quieren solazarse con algo de lo mejor escrito de la historia de la literatura. 



"En el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el pueblo en que nacieron"

El diluvio es una época feliz para los niños Amaranta Úrsula y Aureliano a pesar del confinamiento forzoso. Úrsula es el juguete preferido. La llevan de allá para acá como una muñeca vieja. Un día están a punto de “destriparle los ojos como le hacían a los sapos con unas tijeras de podar”. Pero lo que más les divierte son sus desvaríos. El año tres de la gran lluvia su cerebro se colapsa, mezcla los tiempos y las personas anteriores a su existencia con el presente. Los niños la pican, le presentan antepasados y ella se siente feliz de encontrarse con parientes desaparecidos en su mundo pequeño. Una vez se tira tres meses llorando desconsoladamente por la muerte de su bisabuela Petronila Iguarán, muerta hacía más de cien años. Los niños advierten que siempre pregunta por el propietario del san José de yeso lleno de monedas que tiene escondido, pero ella conserva la lucidez suficiente para no soltar prenda. Aureliano Segundo contrata una cuadrilla de operarios que excavan la casa y el patio durante tres meses sin encontrar ni rastro del tesoro. Recurre a las cartas de Pilar Ternera que confirman la existencia del tesoro, pero no será encontrado hasta tres meses después de dejar de llover, una vez que los soles conviertan en polvo los barrizales. Aureliano Segundo no la cree, lo deja todo y se dedica a voltear la tierra, hundido en la ciénaga hasta el cuello. Tanto barrena los cimientos que ceden y aparece una grieta de escalofrío en las paredes y un crujido subterráneo que a punto está de causar un cataclismo. 

Así hasta junio que deja de llover y la lluvia no vuelve en diez años. 

Macondo despierta como una escombrera. La compañía bananera desmantela las instalaciones. Las plantaciones de bananos son un tremedal de cepas putrefactas. Las casas “arrasadas por una anticipación del viento profético que años después había de arrasar a Macondo de la faz de la tierra”. Aureliano descubre la asombrosa fortaleza de ánimo de los supervivientes aún con olor a rincón húmedo que habían nadado en la catástrofe y que se sienten orgullosos de haber recuperado el pueblo en el que nacieron. Orgullo siente también Petra Cotes por haber mantenido la casa en pie y haber salvado la mula a fuerza de darle a comer las ropas y la rabia. Decidida a restaurar la fortuna despilfarrada por el amante y rematada por el diluvio.



Oye, hijo mío, el silencio.
 Es un silencio ondulado, 
 un silencio, 
 donde resbalan valles y ecos 
y que inclina las frentes 
 hacia el suelo.
Federico García Lorca/Miguel Poveda






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.