viernes, 22 de marzo de 2019

El color de los ángeles (2) Eva Díaz Pérez. Subir al cielo.





"Su maestro lo pintó tal y como era, con el pelo cortado a corro, las ropas raídas, los pies sucios, la roña en las piernas y las cáscaras de los camarones tiradas por el suelo"
Niño espulgándose(134 x 110) 
Museo de Louvre: Paris

El color de los ángeles (2) 
Eva Díaz Pérez 

Murillo viaja a Madrid invitado por su amigo y sevillano, Diego Velázquez (1599-1660), pintor de plantilla de la corte. Queda fascinado ante un lienzo del veneciano Tintoretto (1518-1574) que cuelga en el Salón de los Espejos del Alcázar Real, Velázquez le permite una copia. Desde lejos observa cómo el artista consigue pintar el sonido; de cerca, se fija en la fábrica de la obra, la tela del vestido de la mujer sólo existe en ese cuadro, poderosa creación original del artista. Piensa que él nunca llegará a la magnitud de los genios, sus cuadros no le sobrevivirán. Ante la obra de los grandes genios que Velázquez ha adquirido en sus viajes por Italia, duda de su arte y cae en el pesimismo. 

La fragilidad, la duda que muestran los genios de su arte, es tema de conversación entre los dos pintores. Velázquez reflexiona acerca de la perduración de su arte ante La expulsión de los moriscos, uno de sus cuadros preferidos. El mar brumoso y el cielo espectacular que había pintado a su llegada a Madrid como añorando los cielos crueles de Sevilla

Visitan el obrador instalado en los aposentos del infante Baltasar Carlos, el heredero pronto malogrado. Obsesionado por el niño al que adora, Velázquez lo pinta muchas veces. Le enseña también unos bocetos del rostro del Rey envejecido, agotado por la vida; Murillo admira la habilidad del maestro para dotar de expresión un rostro con apenas unos trazos. Postrado en cama, sin comer, con un vendaje apretado para intentar que las tripas vuelvan a su sitio y evitar la gangrena mortal de necesidad, recuerda la conversación con Velázquez sobre pintura la última noche que estuvo en Madrid un poco antes de morir. Le revela técnicas para reflejar las sombras y trucos como el de los espejos en Las Meninas que lo confirman como uno de los grandes genios de la época, “envidiaba la libertad y el atrevimiento de Velázquez”. Cómo él le sugiere que mezcle elementos religiosos y profanos, que pinte el aire, el instante o el silencio si quiere trascender a su época. 



" Murillo había pensado en pintarlas con las tinajas y lozas trianeras a sus pies salvando a la ciudad de un gran terremoto"
Santas Justa y Rufina(200 x 176) 
Museo de Bellas Artes de Sevilla

De vuelta a casa, el obrador bulle de actividad desde que sale el sol hasta más allá de la anochecida. El maestro recibe encargos en serie para las iglesias nuevas de América, siempre ajustando los pedidos a la salida de la Carrera de Indias y cruzando los dedos para que la flota se libre de la tormenta; reciente estaba el hundimiento de una galera con sus obras, entre las que naufragó una hermosa Inmaculada para un convento de Veracruz. El taller rebosa de ayudantes para enmarcar, moler pigmentos y de modelos que protestan por la inmovilidad o la posición forzada durante horas. Sin olvidarse de los hijos, encantados de tanto alboroto y que contribuyen a la algarabía. Murillo tiene cinco hijos más después de la epidemia de peste, pierde la segunda por enfermedad. A ellos hay que sumar a Juan de Santiago, hijo de la esclava Juana. Murillo se preocupa de que aprenda a leer y piensa concederle la libertad en cuanto alcance la mayoría de edad. El maestro se siente feliz del alboroto y las trastadas de los hijos en el taller, en contraste con el silencio y soledad después de la peste y que amenazó con destruirle. Confía en su ayudante Rodrigo de Salazar que llegó a la casa con ocho años y ya con quince considera que ha aprendido los secretos de la pintura y controla la marcha del taller. 

Murillo luchó por la creación de la Academia de Pintura a la manera italiana, buscando la unión de los artistas para luchar contra los impuestos y proporcionar un lugar en el que pintar desnudos al natural, evitando sucesos desagradables como el tráfico de cadáveres. El comercio con ultramar estaba de capa caída y el grandioso edifico de la Casa Lonja de Mercaderes había perdido utilidad. Era “una sombra del glorioso pasado de Sevilla”. Allí se localizaba la Academia de Pintura de la que comparte presidencia con Herrera el Mozo y donde se reúne para debatir con otros pintores sevillanos después del trabajo de los talleres artísticos. Coincide con Sebastián Llanos, Alonso Cano, Herrera el Viejo y Valdés Leal al que Murillo considera el mismísimo diablo. Tienen prohibido entrar armados por la fama de pendencieros que arrastran. La envidia y los celos profesionales eran la moneda acuñada entre ellos. 

Con la excusa de la llegada de unos dibujos encargados a un mercader flamenco, la autora nos regala otra estampa fiel de la atmósfera que se respira en el puerto de Sevilla. Le llegan grabados de artistas flamencos y alemanes como Durero, Rubens o Cornelis en los que encuentra inspiración para sus cuadros. Avispones y murcios proliferan al olor de la mercancía. Los relatos fantásticos de los marineros que llenan las tabernas después de tantos meses en alta mar. Los olores a especias de oriente que se propagan por la ciudad. No son buenos tiempos para la Carrera de Indias, pero todavía se celebra la llegada del Galeón de la China y las naves pequeñas, pero sólidas y más versátiles de los mercaderes flamencos. Murillo revela a Rodrigo que ya tiene en mente “Las bodas de Caná”. Pintará al esclavo Juan de Santiago “llenando los cántaros de agua. En el centro de la escena. ¡Será el protagonista de la celebración!”. Le anima a que se independice, que monte su propio obrador, él le presentará clientes y le cederá encargos, principios quieren las cosas. 





"- Y cómo lo pintaréis esta vez?
- Llenando los cántaros de agua..."
Las bodas de Caná (179 x 235)
Barber Institute of Fine Arts. Birminghan,  Reino Unido

Beatriz muere de parto el día de Nochevieja de 1663, afectada por las fiebres de la madre que entonces no se curaban. La criatura fallece unos días más tarde. De nuevo la tragedia visita la casa de los Murillo. El fallecimiento de la madre deja huérfanos a cuatro niños pequeños y le quitan las ganas de pintar. La sirvienta Dorotea se hace cargo de los niños. Un manto de tristeza se cierne sobre la casa del pintor. Hasta los niños parecen fantasmas, temerosos de romper el silencio que rodea a su padre. 

Un día Rodrigo de Salazar se alegra de que el maestro le mande comprar pigmentos y materiales para el cuadro de Santa Justa y Rufina que tiene encargado para el convento de los Capuchinos. Lo acompaña por las calles, plazas y mercados bulliciosos de Sevilla, Juan de Santiago, el esclavo que ha visto crecer en la casa del maestro. Juan admira el desparpajo de Rodrigo para regatear a los comerciantes el precio de aceites, pigmentos, lacas y lienzos. Rodrigo conoce por Juan los bajos fondos de Sevilla; el mercado subterráneo del vicio de las gentes principales de la ciudad, a pesar de su procedencia, porque Murillo lo sacó de los niños de la calle, asiduos a la sopa boba de los conventos. La Sevilla oscura de los pecados escondidos, ese mundo de perros callejeros es lo que Rodrigo quiere pintar. 

Pasan el río y en Triana compran loza para el cuadro, pues Murillo piensa pintar las santas de alfareras, salvando a la ciudad de un terremoto que había sacudido Sevilla cien años atrás. Después se detienen en una taberna a almorzar. Allí se resuelven los negocios turbios y los marineros próximos a embarcar se desquitan hasta el amanecer de las privaciones de altamar. María la Mondonguera regenta la taberna. Les sirve unas tajadas de bacalao cocinadas con aceite de oliva en vez de grasa de tocino por ser viernes de Cuaresma. Luego un plato de camarones que a Rodrigo le recuerda el cuadro que el maestro pintó mientras se espulgaba cuando apenas tenía ocho años y trabajaba de esportillero del mercado y estaba recogido por el párroco de San Bartolomé. Admiraba “cómo había conseguido templar hasta la furia de la luz de esa tierra, pues era tanta su pericia que todo lo convertía en dulzura”. 

La muerte de Beatriz desbarata la vida del artista. La primera vez que sale de casa lo hace al alba para seguir su huella por los lienzos que ella visitaba habitualmente por las iglesias de Sevilla para no olvidar a sus hijos muertos durante la peste. La salida es un ejercicio de meditación sobre la pintura, los olores atrapados y el amor recordado entre soles y sombras. Llora arrodillado sobre su tumba. De vuelta a casa decide coger los pinceles de nuevo y continuar la más hermosa de sus Inmaculadas, el encargo de su amigo Justino de Neve con el rostro de Beatriz antes de que se difumine en el olvido. 

El mes de marzo lo pasa convaleciente de la hernia. Le duele menos, pero debe continuar en cama si quiere curarse. La habitación huele a cerrado, sólo se asoma a la ventana para tomar aire. Se nota que ha mejorado porque tiene hambre. Recuerda cuando su esclavo Juan lo llevaba a los lugares de reunión de los pícaros para pintarlos al natural, haciéndose pasar por un negro bozal, hablando la jerga negresca como los esclavos de primera generación. Él es esclavo ladino que habla español de primera lengua como cualquier sevillano. Murillo conoce de sobra que esos niños de la calle son carne de galera, abocados al hambre o a la muerte. Se siente satisfecho de pintar el lado amable de la miseria, siempre buscando la belleza, lo único que salva a los ricos y a los pobres. Pintor de una felicidad falsa.


Yo quise subir al cielo para ver 
y bajar hasta el infierno 
para comprender 
qué motivo es 
que nos impide ver 
dentro de tí 
dentro de mí.
Triana



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


miércoles, 13 de marzo de 2019

El color de los ángeles (1) Eva Díaz Pérez. Fuego te daré.




"Los desposorios místicos de Santa Catalina" (1682)
Museo de Cádiz
Bartolomé Esteban Murillo


El color de los ángeles (1) 
Eva Díaz Pérez 

“Sus cuadros respiraban”,  aventura el narrador al inicio de la novela. Una carga de profundidad de extraordinario efecto expansivo. Un sujeto y un verbo de predicación completa y sentido pleno es suficiente para poner al lector a pensar, aunque a primera vista parezca que se puede respirar aire limpio o lo contrario: aire viciado o tóxico. Una sentencia que va más allá de la sinestesia. Las obras de Murillo respiran; luego están vivas, no muertas. Éste es precisamente uno de los temas centrales de la novela: la obsesión del artista por la recepción de su obra siglos después de creada, pintar el tiempo en un instante para que no le afecte el futuro. 

La autora redacta los comentarios de un crítico experto en pintura a través de la mente de su creador original. Una poderosa voz narradora en tercera persona recuerda los momentos más importantes de su vida de artista mientras se pasea por sus lienzos expuestos, contemplando, comentando, repasando su obra para mejorarla en el próximo encargo. 

En efecto, el primer capítulo, “Azul de ultramar”, es la medida de la novela. Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) tiene ya más de sesenta años, se encuentra muy malito, aquejado de una hernia, pero sigue trabajando. La acción tiene lugar en un obrador de Sevilla en el siglo XVII una mañana fría del mes de enero. El pintor tropieza con los avíos de pintar y cae de un andamio instalado junto al lienzo en el que trabaja: Los desposorios místicos de Santa Catalina (4.41 x 3.15. m). Los recuerdos de su vida pasan por su mente como una película, cómo siendo aprendiz del maestro Juan del Castillo recogía barro del Guadalquivir cuando bajaba la marea. Luego lo mezclaban con conchas molidas y esa era la primera imprimación de los lienzos. Por eso los cuadros olían a mar. Conseguir el azul ultramar y el albayalde mezclado con ocres para obtener el tono tostado y curtido de la piel de los santos y el color rosado de la carne tierna de los ángeles. Y qué decir del asombro que le causaba los avances de Rodrigo de Salazar, su discípulo preferido. En eso pensaba cuando pierde el pie en el andamio. 




"Descubrió en ella el color de pelo que buscaba para la Magdalena"

"Magdalena penitente"
Museo del Prado 

Bartolomé es hijo de un afamado barbero de Sevilla, experto en el uso de la lanceta y enfermedades de los marineros que llegaban a puerto agotados de los viajes oceánicos. Su madre guarda las sanguijuelas propias del oficio en un pozo de agua limpia en el patio. Es el más pequeño de catorce hermanos, el juguete de la casa que se siente orgulloso cuando sus hermanos mayores lo admiten en los juegos. Se constata aquí el esfuerzo evidente de la autora por contarnos los juegos infantiles de los niños del siglo XVII. De entonces le proviene a Bartolomé la identificación del color y olor de la muerte, por ser testigo de cómo afectaban enfermedades como el romadizo, el garrotillo o las fiebres tercianas a los pacientes de su padre. La desnarigada ronda los aposentos entre apostemas, zaratanes y podagras que llevan la muerte. 

La autora nos regala algunos retratos fieles, bien documentados, de las calles de Sevilla: “Así que corría de un lado para otro viendo el trasiego popular del callejón, con sus escenas de vendedores de mercancías, pícaros esportilleros, aguadores y criadillas zalameras que miraban con descaro al mozo guitarrista”. Da pinceladas breves que levantan la curiosidad del lector, como esas insinuaciones fugaces a Juan, el hijo de Juana, esclava que Beatriz había traído al matrimonio en la dote y que había comprado en el mercado de Las Gradas. Lo rodea de un misterio que irá desvelado poco a poco a lo largo de la historia. 

La inundación de Sevilla llega hasta la catedral. La familia la sufre subida en la azotea. Ven cómo la fuerza desbocada del agua derriba las paredes, abre las tumbas, rompe ataúdes y arrastra cadáveres de vivos y muertos. Ven la propia muerte desde bien cerca. Sus padres mueren cuando Bartolomé y los otros hermanos son aún muy niños. Postrado en cama recuerda cómo su hermana Ana, ya casada con Juan Agustín, se hace cargo de él. Recuerda también los tañidos de las campanas que le hacían soñar y la música de tambores y chirimías que anunciaba la llegada y salida de la flota de Indias. 

El Guadalquivir ya no es lo que era. Las inundaciones habían dejado demasiado barro en el lecho y los barcos encallaban antes de llegar a puerto. La flota había cambiado el río Guadalquivir por el puerto de Cádiz

Conoce a Beatriz de Cabrera, joven doncella de una familia de plateros de Pilas. Como Murillo ya ejerce de pintor y lo ve todo a través de sus lienzos, la encuentra normal, difícil de captar porque nada tiene que destaque o domine en el rostro. Se casan y pronto se cambian de casa a una más grande con capacidad para acoger el obrador del joven pintor que cada vez recibe más encargos. Nadie como él pinta la carne sagrada de los ángeles y santos, copiada del color de sus hijos que van naciendo uno detrás de otro. Beatriz siente celos del rostro y porte de una Magdalena que está pintando y que le llevan a sospechar que su marido pinta más que carne inocente de ángeles. 

Murillo conoce a Catalina en una iglesia, la observa y la sigue hasta la plaza de San Francisco donde están quemando ropas demasiado caras e indecorosas de las tiendas por orden del rey Felipe IV. Queda fascinado por ella, tiene la Magdalena penitente que busca, “en ella se unían la virtud de la santa y el vicio de la pecadora”. La sigue en el barrio de tolerancia para pintarla al natural, le fascinan la mirada mística y la melena que trasladará a una de sus inmaculadas, la señora más divina. 

La autora aprovecha la ocasión de la búsqueda de la mirada de la inmaculada para dejarnos un retrato lúcido de los bajos fondos de Sevilla. El secreto mejor guardado de la pintura de Murillo es la copia del natural de rostros y gestos de personajes de la calle. Se vuelve a topar con Catalina en la quinta del marqués de Lafuente, por fin mujer servida y probada por una sola boca, pero ya con los síntomas de la peste. 

El aire se puebla de hedor a carroña descompuesta cuando las aguas de las riadas bajan de nivel. Al principio piensan que proviene de los perros y ratas ahogados en el río, pero pronto descubren que la causa son los cadáveres de apestados en sótanos y bodegas de Triana que son enterrados en secreto para que no afecten a la flota de Indias próxima a zarpar. Cuando la flota despliega las velas, se pregona que la peste se ha establecido en Sevilla. Llegan a morir mil personas al día. La tragedia y el hambre se apoderan de la ciudad como consecuencia del desabastecimiento, provocado por la clausura de las puertas de la ciudad, el aislamiento. Sigue a continuación una descripción descarnada de una ciudad acosada por la peste. Un moridero. La vida de verdad con su dolor y miseria. La muerte como parte de la vida.




"Sabía que ella [Isabel Francisca] era el Niño Jesús que llevaban la Virgen y San José cuando huían a Egipto"
Murillo. 1650.  (210x166)
Instituto de Artes de Detroit

En casa de Murillo se reza por Sevilla enferma. La peste no hace distingos y se ceba en toda la gente sin reparar oficio o condición. Golpea con fuerza al cabildo que procesiona el día de Corpus en una procesión triste y desangelada por las calles vacías de Sevilla como si fuera el viático. Ese mismo día el niño chico, José Felipe, el miembro más frágil de la familia arde en fiebre y le descubren bubas en las ingles. La peste entra en la casa de los Murillo. El doctor Sigüenza nada puede hacer por salvarle, solo rezar al Dios que castiga a los más inocentes por sonreír. Lo entierran en una fosa común del Arenal. Mueren también las dos hijas dejando la casa diezmada,  justo cuando había pasado lo peor y apenas morían siete personas al día en el Hospital de la Sangre. Se celebran corridas de toros para celebrarlo. 

Beatriz se consuela de la perdida de sus hijos visitando las iglesias y conventos donde cuelgan los lienzos que su marido ha pintado. En los niños y ángeles están las caras de ellos. La peste obliga a quemar todo lo de la casa, picar las paredes y volver a encalar para evitar contagios. Sevilla se llena de hogueras que no salvan almas de herejes sino que purifican el aire y alejan la peste.

Apoyá en el quicio de la mancebía, 
miraba encenderse la noche de mayo. 
Pasaban los hombres 
ella sonreía, 
hasta que en su puerta paré mi caballo. 
Serrana me das candela 
y ella te dije gaché. 
Ven 
y tómala en mis labios 
que yo fuego te daré. 
Bajé el caballo 
De cerca te ví 
y fueron dos verdes luceros de Mayo tus ojos pa' mí.
De León/Valverde/Quiroga/Carlos Cano


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


sábado, 2 de marzo de 2019

Cien años de soledad (y 21) Gabriel García Márquez. La casada infiel.





"Era la historia de la familia escrita por Melquiades hasta en sus detalles más triviales"

El rapto de Europa, obra de Fernando Botero. 1995

Cien años de soledad (y 21) 
Gabriel García Márquez 

Pilar Ternera muere en acto de servicio. Una noche, mientras vigila la entrada a su paraíso de luces negruzcas, emprende el camino hacia la luz última por carretera asfaltada. Le dan tierra en la mitad de una pista de baile donde se pudren los escombros del pasado. La acompañan en su viaje postrero unas cuantas mulatas de luto que entierran con ella sus adornos de sirenas de salón. Envenenan los animales, clausuran puertas y ventanas del garito y se dispersan por el mundo con sus baúles tapizados por dentro con recortes de revistas y fotos de novios que cagan diamantes y comen caníbales. 

El sabio catalán, que había huido de su tierra a causa de tantas guerras, también echa el cierre a la librería de incunables y libros de muladar y vuelve a sus raíces mediterráneas. Abandona Macondo cagándose en el canon 27 del sínodo de Londres. Lo último que se le oye decir satisfecho, al conseguir viajar con tres cajas de manuscritos en el vagón de pasajeros: “El mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga”. Los papeles son el trabajo de media vida encerrado, garrapateando la escritura en la trastienda. 

A los tres meses de su marcha reciben de golpe veintinueve cartas y más de cincuenta retratos que había escrito y dibujado durante la travesía oceánica. Cualquier acontecimiento trivial en el barco le parece digno de añoranza, reconoce “en el agua de a bordo el sabor a remolachas nocturnas de los manantiales de Lérida”. Se escriben y remiten tanto que se sienten más cerca que cuando el sabio estaba en Macondo. El tono de las cartas pierde el ritmo en las subordinadas, pasa poco a poco de un desahogo nostálgico, añoranzas del calor de la trastienda, a auténticas pastorales del desengaño. Medio aturdido por dos nostalgias enfrentadas, termina por recomendarles que se caguen en Horacio y que se vayan de Macondo porque el pasado está cimentado en la mentira. 

Macondo se va vaciando lentamente. Álvaro lo vende todo, incluido el tigre cautivo que hace burla a los transeúntes, para pagar el billete de un tren que no acaba de viajar. A continuación, se van Alfonso y Germán. Queda Gabriel, sometido a la azarosa caridad de Nigromanta, contestando cuestionarios con la ayuda de Aureliano,  cuyo premio es un viaje a París. Cuando gana el concurso y se va, Macondo se reduce a un rincón de abandono, de maniquíes decapitados en los escaparates. Macondo se va acabando sin terminar de acabarse jamás. Los lagartos y roedores anidan en la iglesia de una ciudad olvidada por los pájaros. Amaranta y Aureliano se quedan a pesar del aire espeso trabajoso de respirar y el estruendo de las hormigas coloradas. Se sienten los seres más felices de la tierra. Sucumben a los delirios de amores atrasados que estremecen en la tumba a los huesos quietos de Fernanda. Pierden la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. En su estado de exaltación no se dan cuenta de que las hormigas devastan el jardín y sacian el hambre prehistórica en las maderas de la casa. Sin embargo, en sus bregas amorosas causan más estragos que las hormigas coloradas. Rasgan con sus locuras la hamaca que había resistido los amores de campamento de Aureliano Buendía. Amaranta comanda el paraíso de desastres, explora también las posibilidades amorosas de los periodos de cansancio. Se entregan a la idolatría de los cuerpos. Una noche se embadurnan con melocotón en almíbar, se lamen como perros y se aman como cuerdos locos mientras un torrente de hormigas se dispone a devorarlos. 





"Nigromanta lo rescató de un charco de vómito y de lágrimas"
El quite, de Fernando Botero, 1988. 

La ausencia de contacto exterior los deja a ambos “flotando en un universo vacío donde la única realidad cotidiana y eterna era el amor”. Las únicas noticias del exterior provienen de las cartas de Gabriel afincado en París donde malvive de la escritura; decidido a triunfar, quema las naves y vende el pasaje de vuelta. También reciben noticias de que Gastón se ha ido a Tanganika con la intención de recuperar el aeroplano que habían enviado por equivocación a la comunidad de los Makondos. Cuando reciben la noticia de que regresa, prefieren la muerte a la separación. Cuando Amaranta le hace saber que un designio fatal les impide separarse, a Gastón le importa un pepino que le ramoneen la mujer y les desea una buena experiencia conyugal. Amaranta se siente humillada porque piensa que le ha servido de pretexto para abandonarla. El rencor se agrava cuando les pide en otra carta que le manden el velocípedo, lo único que merece la pena conservar de lo que dejó en Macondo

En estas estaban cuando Amaranta se queda embarazada y Aureliano comprueba que sus conocimientos enciclopédicos son inútiles para sobrevivir. Viven a la cuarta pregunta. Durante el embarazo se aman “en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el escándalo”. La incertidumbre del futuro les hace volver sus pensamientos al pasado. El tormento de la posibilidad de ser hermano de su mujer le empuja a los apolillados archivos parroquiales en los que no aparece en ninguna anotación. El párroco lo tranquiliza diciéndole que en aquellos tiempos (como si fuera hace cien años) la gente le ponía a los recién nacidos el nombre de las calles. 

Nueve meses de embarazo dan para que la naturaleza se haga cargo de las cosas, vaya achicando espacios al juego de la casa. Ellos se integran cada vez más en la soledad del edificio, defienden los últimos reductos libres de las hormigas destructoras con un cinturón de cal viva. Viven como antropófagos en tiempos de postrimerías. Al sexto mes de embarazo se rompe el único vínculo que mantenían con el exterior: el sabio catalán deja de escribir. Pasan los últimos meses tomados de la mano, sin que el ataque de las hormigas, ni el fragor de las polillas o las neblinas del crecimiento descontrolado de la maleza les amedrente. A veces les despiertan las voces de los antepasados: Úrsula tratando de preservar la especie, Fernanda rezando o Aureliano Buendía engañándose y embruteciéndose con guerras quiméricas y pescaditos de oro. Ellos están seguros de que su amor prevalecerá al paraíso de miserias, a los pequeños rencores y al ataque de los insectos que arrebatan a los hombres. 

Un domingo a las seis de la tarde Amaranta da a luz un varón formidable, un Buendía de los grandes, predispuesto a empezar la nueva estirpe purificada porque es el único Buendía engendrado con amor. Descubren que viene con una cola de cerdo, pero no le dan importancia a la tara física de la criatura, bastante tienen con la madre que se desangra en un manantial incontenible. Fallece el lunes por la tarde, incapaces de taponar el surtidor de sangre que sale de la natura. Las oraciones de cauterio de una mujer experta en desangrado de hombres y animales no consiguen detener el caudal de vida que se escapa. 




"Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra" 
La cornada, obra de Fernando Botero.1988. 

Aureliano vaga sin rumbo por las calles desiertas, “buscando un desfiladero de regreso al pasado”. Nada hay como conocer el pasado para ser dueño del destino. ¡Cuánto echaba de menos a sus amigos! Los busca en la rebotica, pero allí hay una carpintería, una mujer le dice que nunca ha habido en ese sitio una botica. El cantinero del único salón de tolerancia que queda le invita a beber aguardiente. Lloran y beben hasta perder el sentido. Nigromanta lo rescata en la plaza del pueblo en mitad de un charco de vómitos y lágrimas. Cuando despierta, azotado por un horrible dolor de cabeza, no ve al niño en la canastilla y se alegra porque piensa que Amaranta ha despertado de la muerte para encargarse de él. En el comedor están los escombros recientes del parto malogrado. “En un relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado” al ver a las hormigas que arrastran a su hijo por los senderos del jardín camino de la madriguera, reducido a un pellejito hinchado y reseco. 

Comprende entonces el epígrafe de los pergaminos: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”. Cuando olvida sus muertos y el dolor, entra en un estado de lucidez sobrenatural. Descubre que su destino está escrito en los pergaminos. Se enclaustra en la casa de nuevo y al resplandor brillante del mediodía descifra de viva voz todos los acontecimientos que hemos leído de los Buendía, anotados en los manuscritos intactos, hechos naturaleza entre plantas prehistóricas y charcos humeantes. La historia de la familia escrita en sánscrito con cien años de anticipación por Melquiades, un ser que desconoce el tiempo y lo domina porque lo hace coincidir en el mismo instante. Pega un salto en los manuscritos hasta el momento de ser engendrado por amor entre alacranes y mariposas amarillas, hasta el día y el lugar en el que un hombre que trabaja con manos de mecánico y una mujer rebelde sacian su lujuria. 

Aureliano está tan enfrascado en los pergaminos que no siente el viento que con fuerza ciclónica arranca puertas y ventanas, descuaja el techo, desarraiga los cimientos y sólo entonces descubre que Amaranta es su tía y que Francis Drake no es más que una excusa para que ellos hayan engendrado un ser mitológico que pondrá el punto final a la estirpe. Descubre que ya no saldrá vivo del cuarto porque está viviendo lo mismo que está escrito, una ciudad de espejos, se está “viendo en un espejo hablado”. La ciudad será arrasada por un huracán bíblico en el mismo instante que acabe de descifrar los pergaminos. No habrá nueva oportunidad de recordar el tacto del hielo de Melquiades


 La balada 
De la casada infiel 
Demasiadas 
Cosas por aprender 
El portero 
De la puerta del sol 
El cartero 
De tus cartas de amor 
El primero 
En sacarte a bailar 
Un vals 
El vals 
De la tristeza más triste del mundo
Fito Páez /Joaquín Sabina



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.