miércoles, 13 de marzo de 2019

El color de los ángeles (1) Eva Díaz Pérez. Fuego te daré.




"Los desposorios místicos de Santa Catalina" (1682)
Museo de Cádiz
Bartolomé Esteban Murillo


El color de los ángeles (1) 
Eva Díaz Pérez 

“Sus cuadros respiraban”,  aventura el narrador al inicio de la novela. Una carga de profundidad de extraordinario efecto expansivo. Un sujeto y un verbo de predicación completa y sentido pleno es suficiente para poner al lector a pensar, aunque a primera vista parezca que se puede respirar aire limpio o lo contrario: aire viciado o tóxico. Una sentencia que va más allá de la sinestesia. Las obras de Murillo respiran; luego están vivas, no muertas. Éste es precisamente uno de los temas centrales de la novela: la obsesión del artista por la recepción de su obra siglos después de creada, pintar el tiempo en un instante para que no le afecte el futuro. 

La autora redacta los comentarios de un crítico experto en pintura a través de la mente de su creador original. Una poderosa voz narradora en tercera persona recuerda los momentos más importantes de su vida de artista mientras se pasea por sus lienzos expuestos, contemplando, comentando, repasando su obra para mejorarla en el próximo encargo. 

En efecto, el primer capítulo, “Azul de ultramar”, es la medida de la novela. Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) tiene ya más de sesenta años, se encuentra muy malito, aquejado de una hernia, pero sigue trabajando. La acción tiene lugar en un obrador de Sevilla en el siglo XVII una mañana fría del mes de enero. El pintor tropieza con los avíos de pintar y cae de un andamio instalado junto al lienzo en el que trabaja: Los desposorios místicos de Santa Catalina (4.41 x 3.15. m). Los recuerdos de su vida pasan por su mente como una película, cómo siendo aprendiz del maestro Juan del Castillo recogía barro del Guadalquivir cuando bajaba la marea. Luego lo mezclaban con conchas molidas y esa era la primera imprimación de los lienzos. Por eso los cuadros olían a mar. Conseguir el azul ultramar y el albayalde mezclado con ocres para obtener el tono tostado y curtido de la piel de los santos y el color rosado de la carne tierna de los ángeles. Y qué decir del asombro que le causaba los avances de Rodrigo de Salazar, su discípulo preferido. En eso pensaba cuando pierde el pie en el andamio. 




"Descubrió en ella el color de pelo que buscaba para la Magdalena"

"Magdalena penitente"
Museo del Prado 

Bartolomé es hijo de un afamado barbero de Sevilla, experto en el uso de la lanceta y enfermedades de los marineros que llegaban a puerto agotados de los viajes oceánicos. Su madre guarda las sanguijuelas propias del oficio en un pozo de agua limpia en el patio. Es el más pequeño de catorce hermanos, el juguete de la casa que se siente orgulloso cuando sus hermanos mayores lo admiten en los juegos. Se constata aquí el esfuerzo evidente de la autora por contarnos los juegos infantiles de los niños del siglo XVII. De entonces le proviene a Bartolomé la identificación del color y olor de la muerte, por ser testigo de cómo afectaban enfermedades como el romadizo, el garrotillo o las fiebres tercianas a los pacientes de su padre. La desnarigada ronda los aposentos entre apostemas, zaratanes y podagras que llevan la muerte. 

La autora nos regala algunos retratos fieles, bien documentados, de las calles de Sevilla: “Así que corría de un lado para otro viendo el trasiego popular del callejón, con sus escenas de vendedores de mercancías, pícaros esportilleros, aguadores y criadillas zalameras que miraban con descaro al mozo guitarrista”. Da pinceladas breves que levantan la curiosidad del lector, como esas insinuaciones fugaces a Juan, el hijo de Juana, esclava que Beatriz había traído al matrimonio en la dote y que había comprado en el mercado de Las Gradas. Lo rodea de un misterio que irá desvelado poco a poco a lo largo de la historia. 

La inundación de Sevilla llega hasta la catedral. La familia la sufre subida en la azotea. Ven cómo la fuerza desbocada del agua derriba las paredes, abre las tumbas, rompe ataúdes y arrastra cadáveres de vivos y muertos. Ven la propia muerte desde bien cerca. Sus padres mueren cuando Bartolomé y los otros hermanos son aún muy niños. Postrado en cama recuerda cómo su hermana Ana, ya casada con Juan Agustín, se hace cargo de él. Recuerda también los tañidos de las campanas que le hacían soñar y la música de tambores y chirimías que anunciaba la llegada y salida de la flota de Indias. 

El Guadalquivir ya no es lo que era. Las inundaciones habían dejado demasiado barro en el lecho y los barcos encallaban antes de llegar a puerto. La flota había cambiado el río Guadalquivir por el puerto de Cádiz

Conoce a Beatriz de Cabrera, joven doncella de una familia de plateros de Pilas. Como Murillo ya ejerce de pintor y lo ve todo a través de sus lienzos, la encuentra normal, difícil de captar porque nada tiene que destaque o domine en el rostro. Se casan y pronto se cambian de casa a una más grande con capacidad para acoger el obrador del joven pintor que cada vez recibe más encargos. Nadie como él pinta la carne sagrada de los ángeles y santos, copiada del color de sus hijos que van naciendo uno detrás de otro. Beatriz siente celos del rostro y porte de una Magdalena que está pintando y que le llevan a sospechar que su marido pinta más que carne inocente de ángeles. 

Murillo conoce a Catalina en una iglesia, la observa y la sigue hasta la plaza de San Francisco donde están quemando ropas demasiado caras e indecorosas de las tiendas por orden del rey Felipe IV. Queda fascinado por ella, tiene la Magdalena penitente que busca, “en ella se unían la virtud de la santa y el vicio de la pecadora”. La sigue en el barrio de tolerancia para pintarla al natural, le fascinan la mirada mística y la melena que trasladará a una de sus inmaculadas, la señora más divina. 

La autora aprovecha la ocasión de la búsqueda de la mirada de la inmaculada para dejarnos un retrato lúcido de los bajos fondos de Sevilla. El secreto mejor guardado de la pintura de Murillo es la copia del natural de rostros y gestos de personajes de la calle. Se vuelve a topar con Catalina en la quinta del marqués de Lafuente, por fin mujer servida y probada por una sola boca, pero ya con los síntomas de la peste. 

El aire se puebla de hedor a carroña descompuesta cuando las aguas de las riadas bajan de nivel. Al principio piensan que proviene de los perros y ratas ahogados en el río, pero pronto descubren que la causa son los cadáveres de apestados en sótanos y bodegas de Triana que son enterrados en secreto para que no afecten a la flota de Indias próxima a zarpar. Cuando la flota despliega las velas, se pregona que la peste se ha establecido en Sevilla. Llegan a morir mil personas al día. La tragedia y el hambre se apoderan de la ciudad como consecuencia del desabastecimiento, provocado por la clausura de las puertas de la ciudad, el aislamiento. Sigue a continuación una descripción descarnada de una ciudad acosada por la peste. Un moridero. La vida de verdad con su dolor y miseria. La muerte como parte de la vida.




"Sabía que ella [Isabel Francisca] era el Niño Jesús que llevaban la Virgen y San José cuando huían a Egipto"
Murillo. 1650.  (210x166)
Instituto de Artes de Detroit

En casa de Murillo se reza por Sevilla enferma. La peste no hace distingos y se ceba en toda la gente sin reparar oficio o condición. Golpea con fuerza al cabildo que procesiona el día de Corpus en una procesión triste y desangelada por las calles vacías de Sevilla como si fuera el viático. Ese mismo día el niño chico, José Felipe, el miembro más frágil de la familia arde en fiebre y le descubren bubas en las ingles. La peste entra en la casa de los Murillo. El doctor Sigüenza nada puede hacer por salvarle, solo rezar al Dios que castiga a los más inocentes por sonreír. Lo entierran en una fosa común del Arenal. Mueren también las dos hijas dejando la casa diezmada,  justo cuando había pasado lo peor y apenas morían siete personas al día en el Hospital de la Sangre. Se celebran corridas de toros para celebrarlo. 

Beatriz se consuela de la perdida de sus hijos visitando las iglesias y conventos donde cuelgan los lienzos que su marido ha pintado. En los niños y ángeles están las caras de ellos. La peste obliga a quemar todo lo de la casa, picar las paredes y volver a encalar para evitar contagios. Sevilla se llena de hogueras que no salvan almas de herejes sino que purifican el aire y alejan la peste.

Apoyá en el quicio de la mancebía, 
miraba encenderse la noche de mayo. 
Pasaban los hombres 
ella sonreía, 
hasta que en su puerta paré mi caballo. 
Serrana me das candela 
y ella te dije gaché. 
Ven 
y tómala en mis labios 
que yo fuego te daré. 
Bajé el caballo 
De cerca te ví 
y fueron dos verdes luceros de Mayo tus ojos pa' mí.
De León/Valverde/Quiroga/Carlos Cano


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


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