"Era la historia de la familia escrita por Melquiades hasta en sus detalles más triviales"
El rapto de Europa, obra de Fernando Botero. 1995
Cien años de soledad (y 21)
Gabriel García Márquez
Pilar Ternera muere en acto de servicio. Una noche, mientras vigila la entrada a su paraíso de luces negruzcas, emprende el camino hacia la luz última por carretera asfaltada. Le dan tierra en la mitad de una pista de baile donde se pudren los escombros del pasado. La acompañan en su viaje postrero unas cuantas mulatas de luto que entierran con ella sus adornos de sirenas de salón. Envenenan los animales, clausuran puertas y ventanas del garito y se dispersan por el mundo con sus baúles tapizados por dentro con recortes de revistas y fotos de novios que cagan diamantes y comen caníbales.
El sabio catalán, que había huido de su tierra a causa de tantas guerras, también echa el cierre a la librería de incunables y libros de muladar y vuelve a sus raíces mediterráneas. Abandona Macondo cagándose en el canon 27 del sínodo de Londres. Lo último que se le oye decir satisfecho, al conseguir viajar con tres cajas de manuscritos en el vagón de pasajeros: “El mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga”. Los papeles son el trabajo de media vida encerrado, garrapateando la escritura en la trastienda.
A los tres meses de su marcha reciben de golpe veintinueve cartas y más de cincuenta retratos que había escrito y dibujado durante la travesía oceánica. Cualquier acontecimiento trivial en el barco le parece digno de añoranza, reconoce “en el agua de a bordo el sabor a remolachas nocturnas de los manantiales de Lérida”. Se escriben y remiten tanto que se sienten más cerca que cuando el sabio estaba en Macondo. El tono de las cartas pierde el ritmo en las subordinadas, pasa poco a poco de un desahogo nostálgico, añoranzas del calor de la trastienda, a auténticas pastorales del desengaño. Medio aturdido por dos nostalgias enfrentadas, termina por recomendarles que se caguen en Horacio y que se vayan de Macondo porque el pasado está cimentado en la mentira.
Macondo se va vaciando lentamente. Álvaro lo vende todo, incluido el tigre cautivo que hace burla a los transeúntes, para pagar el billete de un tren que no acaba de viajar. A continuación, se van Alfonso y Germán. Queda Gabriel, sometido a la azarosa caridad de Nigromanta, contestando cuestionarios con la ayuda de Aureliano, cuyo premio es un viaje a París. Cuando gana el concurso y se va, Macondo se reduce a un rincón de abandono, de maniquíes decapitados en los escaparates. Macondo se va acabando sin terminar de acabarse jamás. Los lagartos y roedores anidan en la iglesia de una ciudad olvidada por los pájaros. Amaranta y Aureliano se quedan a pesar del aire espeso trabajoso de respirar y el estruendo de las hormigas coloradas. Se sienten los seres más felices de la tierra. Sucumben a los delirios de amores atrasados que estremecen en la tumba a los huesos quietos de Fernanda. Pierden la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. En su estado de exaltación no se dan cuenta de que las hormigas devastan el jardín y sacian el hambre prehistórica en las maderas de la casa. Sin embargo, en sus bregas amorosas causan más estragos que las hormigas coloradas. Rasgan con sus locuras la hamaca que había resistido los amores de campamento de Aureliano Buendía. Amaranta comanda el paraíso de desastres, explora también las posibilidades amorosas de los periodos de cansancio. Se entregan a la idolatría de los cuerpos. Una noche se embadurnan con melocotón en almíbar, se lamen como perros y se aman como cuerdos locos mientras un torrente de hormigas se dispone a devorarlos.
La ausencia de contacto exterior los deja a ambos “flotando en un universo vacío donde la única realidad cotidiana y eterna era el amor”. Las únicas noticias del exterior provienen de las cartas de Gabriel afincado en París donde malvive de la escritura; decidido a triunfar, quema las naves y vende el pasaje de vuelta. También reciben noticias de que Gastón se ha ido a Tanganika con la intención de recuperar el aeroplano que habían enviado por equivocación a la comunidad de los Makondos. Cuando reciben la noticia de que regresa, prefieren la muerte a la separación. Cuando Amaranta le hace saber que un designio fatal les impide separarse, a Gastón le importa un pepino que le ramoneen la mujer y les desea una buena experiencia conyugal. Amaranta se siente humillada porque piensa que le ha servido de pretexto para abandonarla. El rencor se agrava cuando les pide en otra carta que le manden el velocípedo, lo único que merece la pena conservar de lo que dejó en Macondo.
En estas estaban cuando Amaranta se queda embarazada y Aureliano comprueba que sus conocimientos enciclopédicos son inútiles para sobrevivir. Viven a la cuarta pregunta. Durante el embarazo se aman “en el sosiego con tanto amor como antes se amaron en el escándalo”. La incertidumbre del futuro les hace volver sus pensamientos al pasado. El tormento de la posibilidad de ser hermano de su mujer le empuja a los apolillados archivos parroquiales en los que no aparece en ninguna anotación. El párroco lo tranquiliza diciéndole que en aquellos tiempos (como si fuera hace cien años) la gente le ponía a los recién nacidos el nombre de las calles.
Nueve meses de embarazo dan para que la naturaleza se haga cargo de las cosas, vaya achicando espacios al juego de la casa. Ellos se integran cada vez más en la soledad del edificio, defienden los últimos reductos libres de las hormigas destructoras con un cinturón de cal viva. Viven como antropófagos en tiempos de postrimerías. Al sexto mes de embarazo se rompe el único vínculo que mantenían con el exterior: el sabio catalán deja de escribir. Pasan los últimos meses tomados de la mano, sin que el ataque de las hormigas, ni el fragor de las polillas o las neblinas del crecimiento descontrolado de la maleza les amedrente. A veces les despiertan las voces de los antepasados: Úrsula tratando de preservar la especie, Fernanda rezando o Aureliano Buendía engañándose y embruteciéndose con guerras quiméricas y pescaditos de oro. Ellos están seguros de que su amor prevalecerá al paraíso de miserias, a los pequeños rencores y al ataque de los insectos que arrebatan a los hombres.
Un domingo a las seis de la tarde Amaranta da a luz un varón formidable, un Buendía de los grandes, predispuesto a empezar la nueva estirpe purificada porque es el único Buendía engendrado con amor. Descubren que viene con una cola de cerdo, pero no le dan importancia a la tara física de la criatura, bastante tienen con la madre que se desangra en un manantial incontenible. Fallece el lunes por la tarde, incapaces de taponar el surtidor de sangre que sale de la natura. Las oraciones de cauterio de una mujer experta en desangrado de hombres y animales no consiguen detener el caudal de vida que se escapa.
"Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra"
La cornada, obra de Fernando Botero.1988.
Aureliano vaga sin rumbo por las calles desiertas, “buscando un desfiladero de regreso al pasado”. Nada hay como conocer el pasado para ser dueño del destino. ¡Cuánto echaba de menos a sus amigos! Los busca en la rebotica, pero allí hay una carpintería, una mujer le dice que nunca ha habido en ese sitio una botica. El cantinero del único salón de tolerancia que queda le invita a beber aguardiente. Lloran y beben hasta perder el sentido. Nigromanta lo rescata en la plaza del pueblo en mitad de un charco de vómitos y lágrimas. Cuando despierta, azotado por un horrible dolor de cabeza, no ve al niño en la canastilla y se alegra porque piensa que Amaranta ha despertado de la muerte para encargarse de él. En el comedor están los escombros recientes del parto malogrado. “En un relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado” al ver a las hormigas que arrastran a su hijo por los senderos del jardín camino de la madriguera, reducido a un pellejito hinchado y reseco.
Comprende entonces el epígrafe de los pergaminos: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”. Cuando olvida sus muertos y el dolor, entra en un estado de lucidez sobrenatural. Descubre que su destino está escrito en los pergaminos. Se enclaustra en la casa de nuevo y al resplandor brillante del mediodía descifra de viva voz todos los acontecimientos que hemos leído de los Buendía, anotados en los manuscritos intactos, hechos naturaleza entre plantas prehistóricas y charcos humeantes. La historia de la familia escrita en sánscrito con cien años de anticipación por Melquiades, un ser que desconoce el tiempo y lo domina porque lo hace coincidir en el mismo instante. Pega un salto en los manuscritos hasta el momento de ser engendrado por amor entre alacranes y mariposas amarillas, hasta el día y el lugar en el que un hombre que trabaja con manos de mecánico y una mujer rebelde sacian su lujuria.
Aureliano está tan enfrascado en los pergaminos que no siente el viento que con fuerza ciclónica arranca puertas y ventanas, descuaja el techo, desarraiga los cimientos y sólo entonces descubre que Amaranta es su tía y que Francis Drake no es más que una excusa para que ellos hayan engendrado un ser mitológico que pondrá el punto final a la estirpe. Descubre que ya no saldrá vivo del cuarto porque está viviendo lo mismo que está escrito, una ciudad de espejos, se está “viendo en un espejo hablado”. La ciudad será arrasada por un huracán bíblico en el mismo instante que acabe de descifrar los pergaminos. No habrá nueva oportunidad de recordar el tacto del hielo de Melquiades.
La balada
De la casada infiel
Demasiadas
Cosas por aprender
El portero
De la puerta del sol
El cartero
De tus cartas de amor
El primero
En sacarte a bailar
Un vals
El vals
De la tristeza más triste del mundo
Fito Páez /Joaquín Sabina
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
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