viernes, 22 de marzo de 2019

El color de los ángeles (2) Eva Díaz Pérez. Subir al cielo.





"Su maestro lo pintó tal y como era, con el pelo cortado a corro, las ropas raídas, los pies sucios, la roña en las piernas y las cáscaras de los camarones tiradas por el suelo"
Niño espulgándose(134 x 110) 
Museo de Louvre: Paris

El color de los ángeles (2) 
Eva Díaz Pérez 

Murillo viaja a Madrid invitado por su amigo y sevillano, Diego Velázquez (1599-1660), pintor de plantilla de la corte. Queda fascinado ante un lienzo del veneciano Tintoretto (1518-1574) que cuelga en el Salón de los Espejos del Alcázar Real, Velázquez le permite una copia. Desde lejos observa cómo el artista consigue pintar el sonido; de cerca, se fija en la fábrica de la obra, la tela del vestido de la mujer sólo existe en ese cuadro, poderosa creación original del artista. Piensa que él nunca llegará a la magnitud de los genios, sus cuadros no le sobrevivirán. Ante la obra de los grandes genios que Velázquez ha adquirido en sus viajes por Italia, duda de su arte y cae en el pesimismo. 

La fragilidad, la duda que muestran los genios de su arte, es tema de conversación entre los dos pintores. Velázquez reflexiona acerca de la perduración de su arte ante La expulsión de los moriscos, uno de sus cuadros preferidos. El mar brumoso y el cielo espectacular que había pintado a su llegada a Madrid como añorando los cielos crueles de Sevilla

Visitan el obrador instalado en los aposentos del infante Baltasar Carlos, el heredero pronto malogrado. Obsesionado por el niño al que adora, Velázquez lo pinta muchas veces. Le enseña también unos bocetos del rostro del Rey envejecido, agotado por la vida; Murillo admira la habilidad del maestro para dotar de expresión un rostro con apenas unos trazos. Postrado en cama, sin comer, con un vendaje apretado para intentar que las tripas vuelvan a su sitio y evitar la gangrena mortal de necesidad, recuerda la conversación con Velázquez sobre pintura la última noche que estuvo en Madrid un poco antes de morir. Le revela técnicas para reflejar las sombras y trucos como el de los espejos en Las Meninas que lo confirman como uno de los grandes genios de la época, “envidiaba la libertad y el atrevimiento de Velázquez”. Cómo él le sugiere que mezcle elementos religiosos y profanos, que pinte el aire, el instante o el silencio si quiere trascender a su época. 



" Murillo había pensado en pintarlas con las tinajas y lozas trianeras a sus pies salvando a la ciudad de un gran terremoto"
Santas Justa y Rufina(200 x 176) 
Museo de Bellas Artes de Sevilla

De vuelta a casa, el obrador bulle de actividad desde que sale el sol hasta más allá de la anochecida. El maestro recibe encargos en serie para las iglesias nuevas de América, siempre ajustando los pedidos a la salida de la Carrera de Indias y cruzando los dedos para que la flota se libre de la tormenta; reciente estaba el hundimiento de una galera con sus obras, entre las que naufragó una hermosa Inmaculada para un convento de Veracruz. El taller rebosa de ayudantes para enmarcar, moler pigmentos y de modelos que protestan por la inmovilidad o la posición forzada durante horas. Sin olvidarse de los hijos, encantados de tanto alboroto y que contribuyen a la algarabía. Murillo tiene cinco hijos más después de la epidemia de peste, pierde la segunda por enfermedad. A ellos hay que sumar a Juan de Santiago, hijo de la esclava Juana. Murillo se preocupa de que aprenda a leer y piensa concederle la libertad en cuanto alcance la mayoría de edad. El maestro se siente feliz del alboroto y las trastadas de los hijos en el taller, en contraste con el silencio y soledad después de la peste y que amenazó con destruirle. Confía en su ayudante Rodrigo de Salazar que llegó a la casa con ocho años y ya con quince considera que ha aprendido los secretos de la pintura y controla la marcha del taller. 

Murillo luchó por la creación de la Academia de Pintura a la manera italiana, buscando la unión de los artistas para luchar contra los impuestos y proporcionar un lugar en el que pintar desnudos al natural, evitando sucesos desagradables como el tráfico de cadáveres. El comercio con ultramar estaba de capa caída y el grandioso edifico de la Casa Lonja de Mercaderes había perdido utilidad. Era “una sombra del glorioso pasado de Sevilla”. Allí se localizaba la Academia de Pintura de la que comparte presidencia con Herrera el Mozo y donde se reúne para debatir con otros pintores sevillanos después del trabajo de los talleres artísticos. Coincide con Sebastián Llanos, Alonso Cano, Herrera el Viejo y Valdés Leal al que Murillo considera el mismísimo diablo. Tienen prohibido entrar armados por la fama de pendencieros que arrastran. La envidia y los celos profesionales eran la moneda acuñada entre ellos. 

Con la excusa de la llegada de unos dibujos encargados a un mercader flamenco, la autora nos regala otra estampa fiel de la atmósfera que se respira en el puerto de Sevilla. Le llegan grabados de artistas flamencos y alemanes como Durero, Rubens o Cornelis en los que encuentra inspiración para sus cuadros. Avispones y murcios proliferan al olor de la mercancía. Los relatos fantásticos de los marineros que llenan las tabernas después de tantos meses en alta mar. Los olores a especias de oriente que se propagan por la ciudad. No son buenos tiempos para la Carrera de Indias, pero todavía se celebra la llegada del Galeón de la China y las naves pequeñas, pero sólidas y más versátiles de los mercaderes flamencos. Murillo revela a Rodrigo que ya tiene en mente “Las bodas de Caná”. Pintará al esclavo Juan de Santiago “llenando los cántaros de agua. En el centro de la escena. ¡Será el protagonista de la celebración!”. Le anima a que se independice, que monte su propio obrador, él le presentará clientes y le cederá encargos, principios quieren las cosas. 





"- Y cómo lo pintaréis esta vez?
- Llenando los cántaros de agua..."
Las bodas de Caná (179 x 235)
Barber Institute of Fine Arts. Birminghan,  Reino Unido

Beatriz muere de parto el día de Nochevieja de 1663, afectada por las fiebres de la madre que entonces no se curaban. La criatura fallece unos días más tarde. De nuevo la tragedia visita la casa de los Murillo. El fallecimiento de la madre deja huérfanos a cuatro niños pequeños y le quitan las ganas de pintar. La sirvienta Dorotea se hace cargo de los niños. Un manto de tristeza se cierne sobre la casa del pintor. Hasta los niños parecen fantasmas, temerosos de romper el silencio que rodea a su padre. 

Un día Rodrigo de Salazar se alegra de que el maestro le mande comprar pigmentos y materiales para el cuadro de Santa Justa y Rufina que tiene encargado para el convento de los Capuchinos. Lo acompaña por las calles, plazas y mercados bulliciosos de Sevilla, Juan de Santiago, el esclavo que ha visto crecer en la casa del maestro. Juan admira el desparpajo de Rodrigo para regatear a los comerciantes el precio de aceites, pigmentos, lacas y lienzos. Rodrigo conoce por Juan los bajos fondos de Sevilla; el mercado subterráneo del vicio de las gentes principales de la ciudad, a pesar de su procedencia, porque Murillo lo sacó de los niños de la calle, asiduos a la sopa boba de los conventos. La Sevilla oscura de los pecados escondidos, ese mundo de perros callejeros es lo que Rodrigo quiere pintar. 

Pasan el río y en Triana compran loza para el cuadro, pues Murillo piensa pintar las santas de alfareras, salvando a la ciudad de un terremoto que había sacudido Sevilla cien años atrás. Después se detienen en una taberna a almorzar. Allí se resuelven los negocios turbios y los marineros próximos a embarcar se desquitan hasta el amanecer de las privaciones de altamar. María la Mondonguera regenta la taberna. Les sirve unas tajadas de bacalao cocinadas con aceite de oliva en vez de grasa de tocino por ser viernes de Cuaresma. Luego un plato de camarones que a Rodrigo le recuerda el cuadro que el maestro pintó mientras se espulgaba cuando apenas tenía ocho años y trabajaba de esportillero del mercado y estaba recogido por el párroco de San Bartolomé. Admiraba “cómo había conseguido templar hasta la furia de la luz de esa tierra, pues era tanta su pericia que todo lo convertía en dulzura”. 

La muerte de Beatriz desbarata la vida del artista. La primera vez que sale de casa lo hace al alba para seguir su huella por los lienzos que ella visitaba habitualmente por las iglesias de Sevilla para no olvidar a sus hijos muertos durante la peste. La salida es un ejercicio de meditación sobre la pintura, los olores atrapados y el amor recordado entre soles y sombras. Llora arrodillado sobre su tumba. De vuelta a casa decide coger los pinceles de nuevo y continuar la más hermosa de sus Inmaculadas, el encargo de su amigo Justino de Neve con el rostro de Beatriz antes de que se difumine en el olvido. 

El mes de marzo lo pasa convaleciente de la hernia. Le duele menos, pero debe continuar en cama si quiere curarse. La habitación huele a cerrado, sólo se asoma a la ventana para tomar aire. Se nota que ha mejorado porque tiene hambre. Recuerda cuando su esclavo Juan lo llevaba a los lugares de reunión de los pícaros para pintarlos al natural, haciéndose pasar por un negro bozal, hablando la jerga negresca como los esclavos de primera generación. Él es esclavo ladino que habla español de primera lengua como cualquier sevillano. Murillo conoce de sobra que esos niños de la calle son carne de galera, abocados al hambre o a la muerte. Se siente satisfecho de pintar el lado amable de la miseria, siempre buscando la belleza, lo único que salva a los ricos y a los pobres. Pintor de una felicidad falsa.


Yo quise subir al cielo para ver 
y bajar hasta el infierno 
para comprender 
qué motivo es 
que nos impide ver 
dentro de tí 
dentro de mí.
Triana



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


1 comentario:

Sor Austringiliana dijo...

Un paso para descifrar el enigma Murillo. O por lo menos para que le prestemos más atención, que no todo es Velázquez en ese tiempo.
Nos cuentas todo magistralmente.
Besos