"El niño que pide un trozo de tarta a otros pícaros mientras lleva un cántaro a la fuente."
Dos golfillos y un negrito. 159 x 104 cm.
Londres, Dulwich Picture Gallery.
El color de los ángeles (y 3)
Eva Díaz Pérez
Los sevillanos celebran la beatificación de Fernando III el Santo un día de sol y moscas del mes de junio. Los caballeros maestrantes organizan corridas de toros y cañas en la plaza de San Francisco. Invitan a Murillo al palco de autoridades porque ha pintado el rostro del Rey Santo adivinando los rasgos del rostro por la momia reseca de siglos. El cuadro se convierte en un best seller, lo reproducen en estampas que el personal venera. Acude al espectáculo acompañado de Rodrigo con la intención de hacer acto de presencia y volverse a trabajar después de los primeros lances a la res. Allí se encuentra entre otros con el mercader flamenco Nicolás Omazur y con el canónigo Justino de Neve, mecenas y amigo, que le habla de un retrato y con quien se emplaza para comenzarlo sin dilación al día siguiente. El duque de la Florida le saluda efusivamente, personaje que cobra importancia de villano en la parte final de la novela, se completa así el amplio retrato de la sociedad sevillana del siglo XVII. El duque pertenece a la nobleza de más rancio linaje, no venida a menos porque se ha enriquecido en el comercio con Flandes.
La autora mueve los hilos narrativos con habilidad para contarnos cómo se conseguían encargos y se ganaban clientes sumergidos en la atmósfera de algarabía, entusiasmo o decepción de una corrida de toros y cañas. Es interesante la observación de los gustos del público a favor de los toreros a pie que se jugaban la vida cuerpo a cuerpo con el toro, en detrimento de los pomposos caballeros blindados que lidiaban a caballo y con rejones.
Juan es un esclavo singular, no lleva cadenas a la rastra, sabe leer, escribir y se distingue de los esclavos bozales, que apenas saben hablar, porque se expresa en castellano como un sevillano más. De lo conseguido con Rochela el Zurdo, trabajando en la picaresca, ahorra todo lo que puede para el día que su amo le conceda la carta de horro. Aspira a trabajar de criado para Rodrigo de Salazar cuando se independice del maestro Murillo. Por un lado está agradecido a Rochela el Zurdo porque consigue dinero fácil desplumando ricos incautos, pero por otro teme que su inclinación a hábitos sexuales torcidos pueda llevarlos al quemadero. Es un negocio peligroso y que mueve mucho dinero ya que está implicada gente principal. Tiene miedo a que lo pillen en algún renuncio o lo reconozcan por ser esclavo de Murillo.
"Era una anciana que representaba el invierno, pero una que no tenía que ver con las que había pintado en otras ocasiones, como la abuela que espulgaba a su nieto"
Vieja despiojando a un niño. 147 x 113 cm.
Alte Pinakothek. Munich.
Uno de los atractivos más destacables de la novela es la mezcla de tonos y estilos narrativos, junto a momentos de acción y de intriga semejante a una novela negra, hay paradas narrativas en las que la autora reflexiona sobre el arte de la pintura y su perduración en el tiempo. En efecto, cuando Murillo mejora un poco de lo suyo y puede bajar escaleras, se asoma al taller y a la cocina donde se le quitan las ganas de comer al ver a la esclava Juana que llora por su Juan. Se mira en el espejo que había regalado a Beatriz, el más lujoso que llegó en una galera de Venecia, se asusta un poco, allí ve reflejados los estragos de la edad. “Es un saco de huesos, un pellejo andante, un cuero viejo sin lustre, un odre vacío”. El paso del tiempo, la vida marcada en aquel rostro con arrugas y el miedo a mirarse por dentro. Será su tercer autorretrato, captará su propio fantasma para mirarse en el futuro.
Ya hemos visto que la novela tiene como escenario la ciudad de Sevilla. Se le puede considerar como un personaje más de la obra y no de los secundarios por el recorrido minucioso que la autora hace por todos los rincones. No podía faltar una descripción de la riqueza, representada por las casas en las que vive la nobleza clásica y la nueva clase aristocrática, proveniente de una burguesía enriquecida por la buena suerte en los negocios y el comercio con Flandes y ultramar. Eva Díaz Pérez nos la presenta en una visita que Murillo, acompañado de Rodrigo de Salazar, rinde al duque de la Florida. Poco se sospecha del lujo y esplendor interior al ver la austeridad de la fachada; de indudable influencia árabe son la sucesión de patios, jardines con cenadores, los templetes y las corrientes de agua constante procedente de los Caños de Carmona. Unos automatismos hidráulicos accionan las fuentes apagando las voces de la ciudad. Durante la fiesta se representan entremeses protagonizados por personajes ambiguos de dudosa moralidad para la época, pero que provocan carraspeos y carcajadas de complicidad en la audiencia. En este caso se presenta Juan Rana, famoso en la corte por divertir a los Austrias, el rey Felipe IV y su hijo Carlos. Murillo no se agota en el tópico de sus Inmaculadas como vamos viendo en esta novela.
Una visita del duque de la Florida al taller de Murillo desconcierta al maestro, al ayudante, a la criada y pone nervioso al esclavo Juan. El duque los sorprende por la hondura de sus comentarios sobre el arte de la pintura. El encargo de unos cuadros de ángeles disparan los sensores de las alarmas. Murillo considera que un cuadro sólo con ángeles es raro, resulta algo vacío, está acostumbrado a pintarlos como complemento de los cuadros religiosos, casi como orlas de sus lienzos. Que suenen los ángeles trompeteros.
"Moisés da de beber a su pueblo sediento gracias a la intercesión de Dios"
Moisés golpeando la roca de Horeb. 62,8 x 145,1 cm
Hospital de la Caridad. Sevilla
La larga convalecencia da, además de resistir los dolores, para paseítos cortos por las dependencias de la casa y darle vueltas a la cabeza sobre asuntos del pasado. Recuerda la serie de ángeles pintados en aguada de tinta de bogallas guardados en el fondo de un baúl y los elogios vertidos por el duque erudito el día que fue a presentar los cuadros de santos para Marcela. Lo compara con los clásicos griegos, lo nombra Apeles sevillano, capaz de pintar seres divinos como simples mortales.
“En vuestros ángeles veo la belleza que duerme bajo la piel prohibida. ¡Qué hermosa carne la de los ángeles!”, le dice al maestro, poco consciente de la declaración de guerra que lleva implicita la frase. Murillo se niega a seguir pintando ángeles y anula el encargo. El duque se enoja y lo acusa de hipócrita y falso beato. Él no quiere más que besar los labios de los ángeles divinos. Desde entonces las aguadas descansan sin respirar en el fondo del baúl.
Lo que uno no quiere, ciento lo desea. Por trescientos ducados Rodrigo está dispuesto a pintar dónde, cuándo y lo que sea. Esa es la cantidad que le ofrece Juan, agente artístico, por acercarse a pintar al palacio del duque de la Florida. Recibe la oferta en el matadero de ganado donde ha ido a tomar nota del ambiente sórdido e irrespirable entre tripas, vísceras y desechos en el que trabajan los jiferos y atento a la suerte de los mozos en el toreo: apartan las reses recias para darle unos pases antes de pasar a manos de los matarifes. Juan y Rodrigo se presentan en los portalones del palacio del duque con los avíos de pintar cuando las campanas de San Marcos tocan a completas. El encargo consiste en pintar un mancebo afeminado de “delicado rostro lampiño, el cabello rubio y ensortijado, la piel blanquísima y el talle espigado”. Cuando Rodrigo ve la pluma del modelo, le dan ganas de salir corriendo, pero trescientos ducados y la promesa de más encargos le convencen de trabajar para esta gente principal que le gusta mirar. Al fin y al cabo él ya se ha definido como pintor de la Sevilla oscura.
Murillo decide cumplir con el encargo de Marcela a pesar del desencuentro con el marido. Ella acude a disculparse con el pintor e intiman un poco. Se cuentan cosas que rara vez han contado. Murillo la lleva por las iglesias y conventos donde cuelgan sus obras, se las explica y terminan en la iglesia de la Caridad en construcción, impulsada por Miguel Mañara, y donde tiene encargada una serie de lienzos sobre las obras cristianas de caridad.
Murillo vuelve a la iglesia de la Caridad cuando las obras están a punto de terminar. La iglesia es un puro contraste barroco entre el cielo poblado de ángeles de dos alas a punto de posarse en la tierra y el horror absoluto del pudridero de cuerpos agusanados después de la muerte en la silenciosa soledad de la cripta. Observamos de cerca los efectos de la competencia que estimula la creación de dos artistas sevillanos que en el fondo se admiran: Murillo y Valdés Leal. El mecenas capitalista es Miguel Mañara que ha cambiado la vida regalada que le corresponde de cuna por otra de mortificación en los frailes de la Caridad que se dedican a dar tierra a los despojos de los ahogados en el río y a los ajusticiados en los patíbulos. También recogen a los moribundos que agonizan en las calles para asistirlos en sus últimas horas en una enfermería que han habilitado en las antiguas atarazanas del puerto. Su presencia desprende santidad tras una vida disipada plagada de episodios pendencieros, adúltero aficionado al allanamiento de casas de virtud de doncellas hasta que un día ve desfilar su propio entierro como don Juan Tenorio.
El maestro pernocta en la celda contigua a la de Miguel Mañara, no pega ojo en toda la noche entre las disciplinas rigurosas que se aplica el santo y la obsesión por las pinturas de Valdés Leal, “maldito pintor del demonio”.
"Habéis pintado la Sagrada Cena y el pan ha dejado de ser pan de los apóstoles"
Sagrada Cena. 265 x 265 cm.
Iglesia de Santa Maria la Blanca. Sevilla.
Rodrigo es especialista en pintar los ángeles del maestro. Luego pasa a la clandestinidad por miedo a que Murillo o alguien ajeno al negocio descubra sus mancebos galantes y angelitos de carnes mullidas. Juan entra de hoz y coz en el negocio turbio de Rochela el Zurdo porque le llena la faltriquera de maravedíes con poco esfuerzo.
Murillo se extraña de que Rodrigo no lo haya visitado en varios días, así que de paso para la fuente de la feria pasa por su obrador cerrado a cal y canto. No le da mayor importancia, piensa que estará enredado en el vicio de unos ojos de gata, como los gatos que desaparecen semanas enteras y aterrizan transidos, medio muertos. Sigue su paseo hasta la fuente de la feria para observar escenas de gente que bebe sedienta. Su objetivo es plasmar la contemplación en el cuadro de la peña de Horeb, fiel a su estilo de trasladar escenas cotidianas de la ciudad a sus cuadros de tema bíblico.
La novela se precipita hacia el desenlace final en capítulos breves que le dan vivacidad. Los corchetes aparecen por casa de Murillo preguntando por Juan de Santiago y Rodrigo de Salazar, acusados de un delito terrible. Han desaparecido sembrando inquietud en los de casa y dando motivos de cotilleo al implacable vecindario fisgón. Queman a Rochela y dos mozos doncellos en el campo de Tablada. Detienen a Juan en los cañaverales de Isla Mayor. Lo condenan a cien azotes de castigo; de verdad, no los de mosqueo de Sancho. Murillo le concede la libertad con la condición de que abandone Sevilla para siempre. Los duques desaparecen de Sevilla en vista de que la muchedumbre los busca para darles el merecido que su pecado nefando merece. Rodrigo se esfuma, nadie sabe nada de él. Lo encuentran ahogado en el río el día que inauguran la iglesia de la Caridad. Miguel Mañara se niega a enterrarlo en sagrado porque sospecha que ha cometido el peor de los pecados: “Se ha borrado a sí mismo, incapaz de soportar la vergüenza” de haber colaborado en la difusión del pecado. Mientras tanto la vida sigue en la ciudad, expectante por ver el ganador del derbi local entre Murillo y Valdés Leal, un Sevilla Betis del arte de la pintura
Los pasos cansados y temblorosos de anciano enfermo le llevan a la iglesia a rezar y servir a los pobres, a semejanza de Miguel Mañara, el primer día que sale de casa. Luego, si puede, quiere despedirse de sus cuadros, pero ya no tiene tiempo. Un perro que se espanta de un carruaje que va deprisa le golpea entre las piernas y cae. Un sudor frío se le apodera y entra en la nube negra entre dolores por la hernia agangrenada y el silencio. Él es el pintor del silencio que puebla sus obras, más difícil de captar que el ruido o el sonido. Nacer para perder o para disfrutar del silencio en un mundo en obras o ruido permanente.
Me hablas del ser humano,
de Mr. Hyde y Dr. Jekyll cuerpo a cuerpo,
dando paso a la ciencia
capaz de separar lo malo de lo bueno;
casi como los dioses
que en él se miran como si fuera un espejo...
pero a veces los mata
y acaba convirtiendo el cielo en un infierno.
Luis Eduardo Aute
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
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