La saga/fuga de J.B. (43)
Scherzo y fuga Capítulo 3
Gonzalo Torrente Ballester
Don Jacinto Barallobre y José Bastida se ayudan de pico y palanca para mover la losa del hueco en el que duermen el sueño eterno los restos de Santa Lilaila de Éfeso metidos en una caja de zinc. De la santa queda poco más que “una remota alusión a su forma corporal”, una grisura de cenizas y troncos de leña calcinados. Al pie del estuche funerario descansa el icono con el relato pintado del martirio de la muchacha a manos de los iconoclastas y la barca defendida de los ataques berberiscos por muros de lampreas. El misterio más insondable, el secreto mejor guardado de la esencia de Castroforte desvelado sin que se produzca un movimiento sísmico que rasgue las paredes de la cueva, ni un huracán vengador que borre del mapa a la ciudad de los dos ríos.
No se le escapa a Barallobre que es la víspera de los Idus de marzo, la fecha de su fallecimiento prevista por los augures paganos. Como no quiere que le acusen de llevarse a la tumba el secreto de la santa, decide revelar a Clotilde cómo entrar y salir de la cueva, la única de la familia que le queda en el mundo. Suyos serán los beneficios que dejen los peregrinos cuando se sepa que las cenizas de Santa Lilaila han aparecido. Le queda además una renta mínima garantizada durante el resto de su vida a poco que salga en la prensa, medios de comunicación y primera página de Google en el siglo del prodigioso streaming en directo. Hasta puede que le salga un marido porque al parecer de Jacinto, Clotilde está aún de buen ver. Bajan las escaleras que parecen subir, entre paredes que tiemblan como cañaverales cuando les da el aire, voces premonitorias inaudibles y otras señales extrañas como los pechos rotos de la Venus de Milo y la cara de huevo quebrada de la Dama de Elche. El chorro de agua que mana de la entrepierna de la Venus Callipigia que la muchedumbre sedienta se lanza a beber como si se tratase de la Fuente de la Vida. Amén de otras señales premonitorias de estatuas sostenidas por pedernales carcomidos en cuyo hueco anidan los vermes que se trasmudan en falos de elefante o cuernos de Amaltea. Llegan a la sala de aspecto tétrico, con paredes de piedra desnuda porque no hay quien clave una punta en el granito duro. Un ara y dos sillas componen el mobiliario. Sentados en ellas hablan. Clotilde reparte pareceres: las cenizas le parecen asquerosas y el icono una mamarrachada, seguramente porque sus conocimientos sobre pintura bizantina sean más bien escasos.
En la soledad mística de la cueva, Barallobre le confiesa su dependencia: “Me hiciste la vida tan llevadera que hasta me ofreciste en la misma persona una madre, una hermana y un amante”. No es que Jacinto Barallobre esté en contra del incesto, a la vista está que la sociedad no se desmorona porque los padres se acuesten con las hijas y los hermanos se líen entre sí como ella admite. Jacinto la acusa de tramar con Bendaña la desaparición del libro de Góngora para que no pudiera entrar en Castroforte cuando las oposiciones. Ella se levanta de la silla dispuesta a armarle un escándalo a Jesualdo Bendaña delante de las Aguiar por el chivatazo. Jacinto se lo impide porque ante la inminencia de su muerte, “lo menos a que puede aspirar un moribundo es a llevarse consigo la verdad de su vida”.
Las sospechas de que Jacinto y Clotilde no son hermanos se confirman cuando aquél descubre los retratos de su padre que Clotilde esconde, es su vivo retrato y ella no; seguramente ella sea hija del administrador, por eso su padre no la menciona en el testamento. Piensa que todo terminará cuando se case con Lilaila. Pero no, su carne le pertenece y eso le atormenta. Algo existe que le empuja a volver a Clotilde. Ella juega con ventaja; conoce los hechos desde siempre mientras que él sólo lo sabe desde el día anterior a través de uno de sus sueños reveladores, fundados en el Antiguo Testamento. Tuvo que dejar de creer para desembarazarse del sueño que le acusaba de acostarse con su hermana: el más tremendo pecado de los hombres. Ella también sufrió, fue víctima del amor, “como esas madres exclusivas que sólo saben manifestar su amor con una opresión servicial”. Su dedicación a la lingüística fue una liberación, por evitar esa ayuda atosigante porque ella no podía ayudarle al no saber francés ni alemán. Y ahora, una vez libre, siente revivir el deseo antiguo, la misma necesidad de ella que cuando llegaba de un viaje y la asaltaba para resarcirse de los días de ausencia. La quiere poseer sobre el mismo altar en el que la abuela engendró al padre. Las maniobras amorosas se desenvuelven entre el sí y el no y cuando ya ella está entregada como si hubiera un solo día para amar, la desprecia y le dice que se vista si no quiere pasar desnuda,“con el remangue encima de los huesos”, a la eternidad.
Justo cuando va a tirar el cadáver a la fosa aparece la voz del narrador, la voz de la conciencia del coro de las tragedias griegas, para advertir que a la escena le falta consistencia. Barallobre le señala que “las pasiones son como granadas que, al estallar, desparraman los granos en todas direcciones”. La voz de Dios, de hondas resonancias bíblicas le insiste: “¿Por qué has matado a tu hermana?” Jacinto le contesta que estaba muerta desde el día que le tiró una plancha y falló, de eso hace ya diez años. Merece la muerte de un reptil por deshacer su noviazgo con Lilaila. El narrador le propone tachar y sustituir de los siglos lejanos de la máquina de escribir. Una lucha entre lo analógico y lo digital: tan fácil como un corta pega de los tiempos digitales. La gente tuerce el morro cuando huele en un libro el sesgo incestuoso de las relaciones. Un simple cambio de elementos narrativos y tenemos un relato distinto; hace que se pase de un incesto a un caso de amor exclusivo, tiránico. Como el que se da tantas veces entre muchas madres y hermanas. El narrador concluye que si en un texto no aparece la palabra incesto, nadie tiene derecho a una interpretación como tal. Propone la repetición de la escena de Clotilde en la cueva, en ella quedará retratada como una solterona virgen, una mujer normal algo rara.
Entra de nuevo Clotilde en la sala de la cueva para repetir la escena después de arreglarse un poco y quitarse las huellas cárdenas del cuello. Las estatuas llenas de nidales de gallinas y huras de ratones le parecen horripilantes; las Venus desnudas, una porquería de solterones. Ya le gustaría a ella tener esos apolos con los atributos al aire. Pero se tiene que contentar con la Virgen del Perpetuo Socorro, para que luego digan que las mujeres imponen sus criterios. Clotilde se lleva una decepción al descubrir que el Santo Cuerpo no pasa de un montoncito de cenizas. ¡A ver cómo puede aquello desafiar la eternidad! Ahora comprenden cuando don Acisclo afirmaba que lo del Santo Cuerpo era una paparrucha, lo cual lleva a pensar, por analogía, que también el obispo Bermúdez y el Canónigo Balseyro sean un cuento chino. Sin embargo, fue Bastida el que sabía dónde estaba el Santo Cuerpo y lo sabía porque en alguna ocasión encarnó al Canónigo Balseyro y fue él mismo quien lo escondió. Por lo tanto fue también su abuelo el que engendró en Ifigenia a su padre en la cueva.
"Quizá imaginara que el fuego de la pira que con tantos libros podía hacerse, llegaría al cielo como el humo de los holocaustos"
Clotilde le pide que no le recuerde la vergüenza de la familia, algo que no ha conseguido borrar durante toda su vida de decencia. Le ordena que al día siguiente le dé la cuenta a Bastida, no importa la mucha gramática que sepa. Como a las criadas: si no son de confianza, a la calle. Y sigue ordenando el cosmos.
Durante poco rato porque cuando se agacha a mirar el cuadro, Jacinto le hunde el pico en el colodrillo. Acto seguido, intenta justificar el puntillazo certero haciéndose la víctima. Se declara sufridor de un acoso constante de ella que lo humillaba, comparándolo con la brillantez de Jesualdo. Le dice al narrador que matarla es excesivo; él la odia, pero no tanto como para escabecharla en la cueva. El intento de dulcificar el castigo es inútil porque el odio sarraceno que le profesa le empuja a matarla. ¿Qué mejor momento que el día en el que puede morir? Morir matando es la venganza más completa. Morir después del crimen perfecto, una vez escondido el cuerpo del delito en el fondo del agujero donde se guardan las cenizas de Santo Cuerpo Iluminado.
If you want a lover
I'll do anything you ask me to
And if you want another kind of love
I'll wear a mask for you
If you want a partner, take my hand, or
If you want to strike me down in anger
Here I stand
I'm your man
Leonard Cohen
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
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