lunes, 18 de febrero de 2019

Cien años de soledad (19) Gabriel García Márquez. El tiempo hace resumen.





"La casa se precipitó de la noche a la mañana en una  crisis de senilidad"

Cien años de soledad (19)
Gabriel García Márquez

Aureliano se atrinchera en el misterio del cuarto de Melquiades. Enfrascado en los pergaminos, deja de coleccionar cromos y llega a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero hecho todo un erudito en conocimientos medievales. Melquiades puede morirse de nuevo tranquilo porque su discípulo tiene por delante el tiempo suficiente para aprender sánscrito y descifrar los pergaminos. Le revela que un librero catalán sabio (cómo no), tiene una gramática de sánscrito que le permitirá traducirlos, se debe dar prisa porque si no la compra, en seis años las polillas la calcinarán. 

Petra Cotes se encarga de que en la casa no falte de comer; les hace llegar un canasto de comida todos los miércoles. ¡Esa caridad primitiva de bípedo aventajado! Al principio la anima el deseo de humillar a quien antes la ha humillado; luego, el orgullo y por último, la compasión. A veces se queda ella sin comer porque a Fernanda no le falte la cesta semanal. 

Aquí el autor nos recuerda, como hace periódicamente para que los lectores no perdamos el hilo de la narración, que Santa Sofía de la Piedad existe, que continúa con su trabajo sigiloso y solitario, criando a Aureliano, ordenando la casa inmensa sin que note alivio por la reducción de los habitantes de la casa por defunción. Sigue durmiendo en el granero entre ratas y víboras que se deslizan por el vientre. Nadie repara en ella porque nunca se queja de su condición de subalterna eternizada. La diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad sólo se empieza a quebrantar con la desaparición de Úrsula. La casa entra en una crisis de senilidad. Sus esfuerzos titánicos por contener los desafueros de la naturaleza son insuficientes, la maleza se desmanda, rompe el hormigón y penetra en el interior. Se pasa el día espantando lagartos que regresan al atardecer y vuelta empezar. Le declara la guerra a las hormigas coloradas y a las telarañas que se reproducen sin control, hasta que un día, agotada por la furia limpiadora, se da por vencida, prepara un atadito con sus posesiones y se marcha de casa. Se va a Riohacha, a vivir con una prima los últimos años de su vida. No se vuelve a saber nada de ella. 

La marcha de Santa Sofía de la Piedad se siente sobre todo en el hueco que deja en la cocina. Fernanda pide ayuda a Aureliano para encender el fogón por primera vez en su vida. Él cocina y ella come sola en la mesa montada con manteles de lino, candelabros y quince sillas vacías. Se siente liberada de todo compromiso, su única ocupación es escribir una correspondencia interminable con sus hijos en Europa y con los médicos invisibles a pesar de la caminadera de las cosas que cambian de sitio movidas por los duendes para fastidiarla. No le inquieta que José Arcadio tarde tanto en terminar los estudios de alta teología, comprende “que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro”. 


" Las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas  se le parecieron tanto las unas a las otras que no se sentían transcurrir". 


Aureliano ha empleado tres años en la traducción del primer pliego de los pergaminos. La investigación avanza muy lentamente, pero el esfuerzo no es estéril, aunque el texto resultante en castellano no signifique nada porque son versos cifrados. Busca la ocasión propicia para pedir permiso a Fernanda para comprar los libros necesarios en la librería del sabio catalán, pero no la encuentra, pierde la voz y los pies cada vez que lo intenta. Fernanda sufre un ataque de nostalgia siempre que se pone el apolillado traje de reina de carnaval. Siente la necesidad de sentirse triste. Se humaniza con la soledad. Le niega el permiso para salir y le guarda las llaves en la faltriquera donde guarda los pesarios. Aureliano no se rebela, “el hábito de obedecer había resecado en su corazón las semillas de la rebeldía”. Una mañana la encuentra inmóvil en la cama, tapada con la capa de armiño, más bella que nunca. Cuatro meses más tarde, cuando José Arcadio regresa de su estancia romana, la encuentra intacta. Aureliano ha conservado el cuerpo con el mercurio vaporizado según la fórmula de Melquiades, que por otra parte había fracasado antes en la conservación de su propio cadáver. 

El secreto de los pergaminos exigen de Aureliano una concentración máxima. Una vez desaparecida Fernanda, él mismo es quien se da permiso para ir donde el librero catalán a comprar los cinco libros necesarios para el avance en la tarea. Utiliza el penúltimo pescadito de oro para el trueque. Una hermosa cabellera plateada, rematada en la frente por unos pelos parecidos al penacho de una cacatúa, adorna la cabeza del sabio librero catalán. “Y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros”. La librería parece un basurero de libros usados y desordenados en estantes apolillados y “rincones amelazados de telarañas.” No le cobra los libros y le dice que el último que debió leerlos fue Isaac el Ciego. 

José Arcadio es el vivo retrato de su madre, lívido, de expresión lánguida, su cabello negro “tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos”. La sombra de la barba, bien destroncada del rostro de parafina parece un asunto de intendencia. Sigue siendo un niño otoñal, triste y solitario. Su paso deja el aroma de agua florida que Úrsula le echaba para no perderlo en la tiniebla de las cataratas. Confina a Aureliano al cuarto cuando lee en las cartas de su madre y en el testamento, catálogo de infortunios, que es un hijo bastardo. Él se instala en el cuarto de Meme que manda restaurar y limpiar, lo único que le molesta son los santos del altarcito doméstico que convierte en ceniza porque le recuerdan a los santos acusicas con que Úrsula le amenazaba si se movía del rincón de pensar en el que permanecía inmóvil por si lo detectaban los chivatos invisibles. 

José Arcadio, antes de irse a Roma, había tenido terror de todo, vivía en un mundo de pesadilla gobernado por el miedo que sólo al despertar se liberaba gracias a las caricias de Amaranta en la alberca y los cuidados de Úrsula que lo preparaba para llegar a ser el Papa. Al año de llegar ya ha vendido los candelabros de plata y la bacinilla de oro para poder comer. Se dedica a recoger niños para que jueguen en la casa a la hora de la siesta. Aquello se convierte en un internado sin disciplina. A Aureliano no le molesta la algarabía mientras a él no le incordien en su estudio de los pergaminos. Los niños, divertidos por la impunidad de sus travesuras, entran un día al cuarto a quitarle los pliegos. Una fuerza angélica les levanta los pies del suelo y no aterrizan hasta que Aureliano los rescata con su aspecto cochambroso y desgreñado. No lo vuelven a incomodar. 


"Había de rescatarlo de la miseria y sordidez que compartía con dos amigos en una buhardilla del Trastevere".




Los cuatro niños preadolescentes, los mayores, se ocupan del tratamiento de belleza de José Arcadio, le dedican cuidados de gabinete de belleza. Uno de ellos lo acompaña en sus insomnios de asmático. Una noche descubren la cripta donde está el tesoro de Úrsula, gracias a un resplandor amarillo, como un sol subterráneo que cristaliza el cemento del piso del dormitorio. “El hallazgo del tesoro fue como una deflagración”. El sueño romano hecho realidad. Sin embargo, no se vuelve a Roma, aún le queda algo de Buendía dentro, convierte la casa en un paraíso decadente, revestida de cortinas de terciopelo, azulejos pintados en las paredes y baldosas en el piso. Llena la alberca de champaña, sueño de emperadores romanos, se bañan entre burbujas y allí se queda tumbado boca arriba “rumiando la amargura de sus placeres equívocos” (incestuosos y homosexuales). Atormentado por sentimientos pecaminosos mezclados de asco y lástima, se entrega a disciplinas de perrero eclesiástico con cilicio y fierros de mortificación. Expulsa la tentación de los niños de la casa azotándolos como si fueran una jauría de coyotes. Entra en crisis de asma de varios días que lo ponen a bailar al borde de la sepultura. Al tercer día de asfixia, le pide a Aureliano que salga de su clausura y le compre una medicina. Al volver con ella,  le concede la libertad para irse donde quiera, pero él la rechaza porque su misión está entre los pergaminos que los va desentrañando sin saber interpretarlos a pesar del conocimiento que atesora y que asombra a su tío asmático. El acercamiento entre los dos seres solitarios no es amistad sino más bien conveniencia; uno recibe ayuda para desenredar los asuntos domésticos y el otro la libertad para andar por la casa. 

Una madrugada calurosa aparece en la casa Aureliano Amador, el único superviviente de los diecisiete hijos de Aureliano Buendía. Lo rechazan creyendo que se trata de un vagabundo por su aspecto de pordiosero. Desde la puerta ven cómo dos policías que surgen de entre los almendros terminan con él de dos balazos de máuser “en la cruz de ceniza de la frente”. Gabriel García Márquez sigue rematando los hilos sueltos de su narración, eliminado cruelmente personajes secundarios. En claro contraste con el comienzo de la novela cuando no había muertos en Macondo. José Arcadio planea tomar un transatlántico con destino a Nápoles antes de Navidad, pero una mañana de septiembre los cuatro niños que antes había echado de casa lo ahogan en la alberca y de paso le roban los sacos de oro en una quirúrgica acción militar sin daños colaterales. Aureliano lo encuentra flotando, hinchado en la alberca. Ahí comprende que ha empezado a quererlo, como si al ahogado le importara ya algo.






Por eso cuando el tiempo hace resumen 
y los sueños parecen pesadillas 
regresa aquel perfume de fotos amarillas 
y aunque se que no era la más guapa del mundo 
juro que era más guapa, más guapa que cualquiera.
Joaquín Sabina/Fito Páez



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Me gustan mucho estos personajes de García Márquez que se encierran y abandonan el mundo para la erudición o la locura -o ambas cosas a la vez-, personajes a los que el mundo termina llamando antes o después. Lo has sabido ver magníficamente.