lunes, 28 de enero de 2019

Cien años de soledad (16) Gabriel García Márquez. Prado mortal.






"En el cuarto de Melquiades, protegido por la luz sobrenatural, por el ruido de la lluvia, por la sensación de ser invisible, encontró el reposo que no tuvo un solo instante de su vida anterior"

Cien años de soledad (16) 
Gabriel García Márquez 

Cuando una monja deja en la casa al bebe Aureliano metido en una cestita como si fuera un regalo, ya se vislumbran los acontecimientos que habrán de dar el golpe mortal a Macondo. A Fernanda le entran ganas de ahogar a la criatura y ahorcar a la mensajera, pero al final prefiere esperar con paciencia a la providencia, a que la infinita bondad de Dios la libere del estorbo. El niño es como el regreso de una vergüenza que Fernanda ya creía haber desterrado cuando ingresó a Meme en el mismo convento en el que ella se había preparado para ser la reina del carnaval, en “la ciudad lúgubre en cuyos vericuetos de piedra resonaban los bronces funerarios de treinta y dos iglesias”. Fernanda soporta el oprobio del nieto no deseado toda la vida. Lo encierra en el taller de Aureliano Buendía y les dice a los de casa que lo ha recogido flotando en una cestita. Aureliano Segundo no descubre la existencia del nieto hasta que cumple tres años, cuando ve por casualidad a un ser fenomenal completamente desnudo, con un sexo de moco de pavo, greñas enmarañadas, más antropoide que humano. 

La acusada conflictividad pública tapa el escándalo privado, nadie vuelve a acordarse de salvar a la princesa. Meme muere de vieja en el convento, muda, sin volver a articular palabra, pensando en el aroma a aceite de mecánico y las mariposas amarillas que presentían a Mauricio Babilonio. 

Fernanda tiene una premonición, huele en el aire enrarecido del tren de vuelta a Macondo que algo grave va a ocurrir. Los vagones están tomados por policías armados y pasajeros en tensión. José Arcadio Segundo, el Buendía tapado, el gallero que remató a los gallos, el marcado por la sarna del banano y que había fracasado en la empresa de navegación, abandona el puesto de capataz y ahora es un sindicalista anarquista que llama a la huelga. Piden que la compañía respete el descanso dominical de toda la vida; se niegan a cortar y embarcar bananos el domingo. Apoyados por el clero, triunfan en sus demandas, pero más pronto que tarde es señalado como agente de una conspiración internacional (el contubernio judeo masónico exterior que atormenta a los dictadores). Sufre un atentado del que sale indemne de milagro y entra en la clandestinidad. Úrsula percibe en sus tinieblas la misma atmósfera enrarecida de aire espeso que impregnaba los tiempos de la guerra de Aureliano Buendía. 




"La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura" 

La tensión social estalla al año de llegar Aureliano en una canastilla. Los dirigentes sindicales salen de la clandestinidad un fin de semana y promueven manifestaciones en los pueblos bananeros. Protestan por la vivienda, la sanidad, las condiciones de trabajo y los vales con los que les pagan y que sólo pueden cambiar por jamón de Virginia en los economatos de la compañía. José Arcadio Segundo denuncia que así financian los barcos bananeros al no volver de vacío desde Nueva Orleans. El lunes por la noche los sacan de las casas arrastrando grillos de cinco quilos. Los liberan a los tres meses porque el gobierno y la compañía bananera no se ponen de acuerdo en el pago de los gastos de manutención de los presos. 

Ante la persistencia de las protestas míster Brown y los dirigentes de la compañía bananera desaparecen de Macondo. Los abogados se las arreglan para demostrar que los acuerdos firmados entre las partes son falsos. Según ellos, míster Brown muere atropellado en Chicago por un camión de bomberos. Mediante argucias judiciales convencen al tribunal de que los trabajadores no existen, que la compañía sólo contrata obreros con carácter temporal. 

La huelga grande estalla. No hay quien cultive la tierra, la fruta se echa a perder en los árboles. Los trenes se aparcan en las estaciones y los obreros ociosos desbordan los bares de los pueblos bananeros. El ejército llega para hacerse cargo de la situación. José Arcadio Segundo ve pasar a tres regimientos desde el hotel de Jacob. Tiene el presentimiento de que está jugando la última partida de billar. Los hombres de obediencia ciega y sentido del honor, “pequeños, macizos, brutos”, recogen la fruta y movilizan los trenes. Al tiempo que acaba la partida de billar presiente la tragedia como la presintió aquel día que Gerineldo Márquez lo llevó a ver la sonrisa fría de los fusilados. Los obreros se echan al monte con machetes, incendian los campos y los economatos. Los trenes se abren paso entre el vómito de fuego de las ametralladoras. Las acequias se visten de sangre. Más de tres mil, trabajadores con sus mujeres e hijos, se reúnen en Macondo respondiendo a la llamada del gobierno que manda al jefe civil y militar a mediar en la guerra civil. José Arcadio Segundo escucha la lectura de un decreto que los declara “cuadrilla de malhechores y facultaba para matarlos a bala” con un niño acabalgado en la nuca. Un capitán da a la muchedumbre cinco minutos para retirarse. A las cuatro José Arcadio Segundo grita con rabia por primera vez en su vida: “¡Cabrones! Les regalamos el minuto que falta”. El capitán ordena disparar sobre la multitud compacta a catorce nidos de ametralladoras. Les disparan desde todas las bocacalles cortándoles la retirada. “Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla”. 




"-Lo mismo que Aureliano -exclamó Úrsula-. Es como si el mundo estuviera dando vueltas".


José Arcadio Segundo despierta boca arriba con la mirada nublada por la tiniebla, acostado sobre montones de cadáveres en un tren interminable, doscientos vagones de muerte se deslizan en la oscuridad a velocidad nocturna. Salta al vacío en mitad de un aguacero torrencial. Empapado hasta los huesos desanda el camino del macabro tren de la muerte. Azotado por la lluvia, tarda tres horas en divisar las primeras casas de Macondo al amanecer. 

“Aquí no ha habido muertos. Desde los tiempos de tu tío, no ha pasado nada en Macondo” le dice una mujer que le ofrece su casa para secarse y le prepara una taza de café caliente sin azúcar. Ni rastro de la masacre de la estación. El aguacero ha borrado la huella de la sangre derramada sobre la arena. Las campanas tocan a misa primera en un pueblo sin vestigios de vida interior. En casa tampoco se creen “la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar”. La propaganda machacaba la versión oficial mil veces repetida: “No hubo muertos en Macondo”. Los trabajadores vuelven a sus casas en paz, no hay trabajo hasta que la lluvia amaine; los soldados,  acuartelados y ayudando en las inundaciones. Las sacas nocturnas y eliminación de los dirigentes es un sueño de la gente. Macondo es un pueblo feliz, proclama la versión oficial. 

José Arcadio Segundo, el único sindicalista superviviente, se encierra en la habitación de Melquiades. La noche que lo van a buscar, el oficial al mando registra la casa minuciosamente; lo mira, pero no lo ve. Se vuelve invisible, protegido por una luz sobrenatural y el ruido incesante de la lluvia que se convierte en una forma nueva de silencio. Su temor es que lo entierren vivo. Santa Sofía de la Piedad le promete luchar para estar viva el día que él muera y asegurarse de que lo entierran bien muerto. 

A los seis meses se van los militares y Aureliano Segundo abre la puerta de la habitación esclarecida de Melquiades para tener alguien con quien hablar y es agredido por el olor pestilente de las bacinillas extendidas por el suelo y varias veces ocupadas por los desechos de una especie de antropoide, casi humano. Descubre a José Arcadio Segundo, hecho resplandor, leyendo los pergaminos ininteligibles de Melquiades, atado al destino irreparable de Aureliano Buendía. 

“Eran más de tres mil”, lo único que los ojos desorbitados de miedo pueden articular.

"Canción de la muerte pequeña"
Prado mortal de lunas 
y sangre bajo tierra. 
Prado de sangre vieja. 

Luz de ayer y mañana. 
Cielo mortal de hierba. 
Luz y noche de arena.
Federico García Lorca/Miguel Poveda



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Entró el aire exterior y nada volvió a ser lo mismo. La historia entra en el mito.
Por cierto, qué buenas fotos.