jueves, 21 de enero de 2016

Los pazos de Ulloa (8) Emilia Pardo Bazán. El tiempo del dolor






"Como hombre,  tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio."


Los pazos de Ulloa (8) 
Emilia Pardo Bazán 

Como ya hemos señalado antes, la novela está narrada en tercera persona. La autora utiliza los ojos sorprendidos y primaverales del cura Julián para usarlos de voz narradora. Los ojos funcionan de filtro de esa voz que narra lo que acontece delante de ellos. El capítulo dieciséis se alza como una buena muestra de este planteamiento a menudo repetido a lo largo de la obra. En él se nos cuenta la parte final del embarazo de Nucha, los preparativos - nerviosos para unos, rutinarios para otros,- de la inminente llegada del infante Moscoso, un nuevo personaje que ve la luz entre los dolores de la madre primeriza y que viene a modificar los comportamientos de los protagonistas y la rutina en los Pazos de Ulloa en la segunda parte de la novela. Doña Emilia dispone que sigamos las largas horas previas de incertidumbre y expectación únicamente a través de la visión del cura Julián, nerviosos y en la sala de espera. Aquí hay una jugada maestra, sumamente original a mi humilde parecer, desde el punto de vista narrativo. 

En efecto, cuanto más cerca está el sucesor de los Moscoso de este mundo, más prisa se da la madre en tejer ropas en miniatura para el primogénito. El embarazo le sienta bien, el aumento de volumen no es desmesurado, le rellena los ángulos y planicies, le pone un tipo de curva suave, mejillas sonrosadas que denotan salud y un timbre de voz más grave. Su natural aumento de volumen semeja al misterio de la virginidad de la virgen. La dulce pesadez representada con gracia en los cuadros de la visitación de la Virgen María. 

Hay que reconocer que durante el tramo final del embarazo el comportamiento del marqués cambia a mejor, la acompaña en los paseítos higiénicos, le regala ramos de las flores silvestres más aparentes, hasta deja de cazar porque a Nucha le sobresaltan los disparos. Parece que la dura corteza se resquebraja y que por las grietas aparecen florecillas parásitas, fiel reflejo de la blandura y paternidad consciente. Que ahora le alejan de las alegres muchachadas del pasado. 




"Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos y pesadez en la cabeza."


Una tarde de octubre al anochecer en la que Julián anda engolfado en lecturas propias del clero, Pedro lo saca de su ensimismamiento. Le dice que Nucha se ha puesto de parto. Ya ha dispuesto que Primitivo vaya a por el médico. Uno de aquellos médicos rurales sabios, que lo mismo te miraban por rayos que sacaban e interpretaban una radiografía, asistían un parto, hacían una analítica o montaban a caballo para atender un paciente en mitad del monte. 

Paralelamente, Julián se siente un tanto inútil por no poder ayudar. Ni siquiera le está permitido el acceso a la cámara donde se desvela el misterio del nacimiento. Territorio sagrado, reservado a las mujeres, al esposo y al médico. Lo único que le queda es rezar. Para ello recurre al altarcito que monta con estampas de la virgen y santos benefactores, allí ora de rodillas pidiendo protección al cielo. 

El marqués lamenta la falta de fortaleza, la debilidad de las “mujeres de los pueblos.” (Yo también creo,  como dice Pedro Ojeda,  que va con segundas esta denominación de origen) Añora la rotundidad física de Rita. Pasan lentas las horas de la noche. De fuera llega el bramido de protesta del viento al deslizarse entre los árboles. En la oscuridad se siente el sollozo hondo del agua al caer por la represa del molino cercano. Julián se queda adormecido. Despierta al amanecer con la llegada del médico de Cebre, vestido para la noche fría y sonido metálico de las espuelas que le dan un ambiente bélico a su aparición en escena. Rápidamente toma el mando de las operaciones en la casa. Recomienda paciencia y barajar; la cosa va para largo, la señora es primeriza. Don Máximo es un fanático de la higiene, predica limpieza. La manía de la higiene le viene de la lectura de librotes modernos. No está exento de vicios: le tiran las faldas y el ron, que no le impiden tomarse su profesión en serio. Recomienda al padre que vaya buscando nodriza para la criatura, la debilidad de la señora no da para más. Dicho y hecho, el marqués desaparece de las maniobras del parto, no vuelve a aparecer hasta la noche de la mano de una mocetona recién parida, grande como un castillo. 

El día transcurre lento entre subidas a la cámara de partos y conversaciones de política local entre don Máximo y Julián. Al capellán le parece “que las cadenas de dolor que llegaban a la pobre virgencita […] se rompían de golpe, dejándola libre, gozosa y radiante, con la más feliz maternidad.” 




"La melosa ternura y sensualidad de sus ojos azules, parecían contrastar con la situación, con la mujer que sufría feroces tormentos."

A Julián se le caen las alas del corazón cuando ve que la parturienta sigue en su ser. Mientras arriba en la sala de partos una mujer se debate entre la vida y la muerte, abajo no hay guapo que cambie las cosas de las bajas pasiones: la cabra tira al monte. Sabel aparece más fresca y apetecible que nunca. Hacía mucho que el señor no la veía de cerca. 

A media noche el sueño se apodera de todos los expectantes. Doña Emilia pliega también la persiana porque Julián se retira a su habitación. Lucha por no rendirse al sueño. Se aplica toallas húmedas sobre las sienes, se clava las uñas en el dorso de las manos y reza. Recuerda el pasaje bíblico de Moisés orando con los brazos en cruz. Así debió permanecer, medio en éxtasis, arrobado por la oración hasta el alba en que dos palabras de Primitivo: “Una niña,” resuenan en su cerebro como los clarines del miedo. Un mazazo en el cráneo y se desmaya, se desploma en el suelo como una pelota. 

Máximo Juncal se lava las manos en la palangana como Pilatos. Menudo panorama deja en el pazo con la nueva criatura. El padre, ceñudo, hosco y tremendamente contrariado por la decepción del angelito hembra; la madre, debilitada hasta el extremo por el esfuerzo y el cura, por tierra. “¡Qué poquito estuche!” Inhábil para echarse al monte y coger el trabuco y unirse “a las partidas con que anda soñando el jabalí del abad de Boán.”


la batalla diaria entre dos cuerpos, 
mi habitación con su cartel de toros, 
el llanto en las esquinas del olvido, 
la ceniza que queda, los despojos, 
el hijo que jamás hemos tenido, 
el tiempo del dolor, los agujeros, 
el gato que maullaba en el tejado, 
el pasado ladrando como un perro, 
el exilio, la dicha, los retratos, 
la lluvia, el desamparo, los discursos, 
los papeles que nunca nos unieron, 
la redención que busco entre tus muslos,
Joaquín Sabina




El presente  comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


5 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Esa opción de focalizar la narración a través de los ojos de Julián es la clave de todo: su debilidad le pueden hacer santo pero no capaz de solucionar el previsible drama. Este personaje está desarbolado ante la naturaleza. O eso parece...

Gelu dijo...

Buenas noches, pancho:

El futuro y la esperanza de los Pazos están en Perucho y en la recién nacida. Como en la escultura del niño que has escogido para la ilustración.
Qué buena persona el capellán Julián. Me ha venido a la cabeza la canción de Serrat, “Decir amigo”

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Los niños siempre representan el futuro y las ganas de cambio que todos necesitamos.

Yo también te felicito por las ilustraciones de este post.

Abejita de la Vega dijo...

Hay un momento en que Julián, Nucha y la pequeña Manolita componen una pequeña familia, un oasis en la huronera de Ulloa.
Un abrazo, Pancho.

Paco Cuesta dijo...

El "pianissimo" introducido en el desarrollo narrativo del parto muestra hasta que punto doña Emilia estudió la estructura de la novela.
Un abrazo