"Caballeros, si ustedes buscan la salida, vengan con nosotros. Se va a cerrar".
Luces de bohemia (y 6)
Valle-Inclán
Escena decimatercia
Max Estrella muere en la calle en la escena duodécima, como Jesucristo en la duodécima estación del Vía Crucis. Las tres escenas últimas son póstumas, culminadas con la resurrección de algunos personajes como el Marqués de Bradomín, su creación, y Rubén Darío.
En los entierros de España se hace literatura de arte mayor. A fuerza de simbolismo, Valle construye un mártir de la bohemia coronado de espinas entre cuatro blandones encendidos: “Velorio en un sotabanco. Madama Collet y Claudinita, desgreñadas y macilentas, lloran al muerto, ya tendido en la angostura de la caja, amortajado con una sábana, entre cuatro velas. Astillando una tabla, el brillo de un clavo aguza su punta sobre la sien inerme. La caja, embetunada de luto por fuera, y por dentro de tablas de pino sin labrar ni pintar, tiene una sórdida esterilla que amarillea”. Es costumbre que el finado esté de cuerpo presente durante veinticuatro horas por si acaso resucita o algo. A Max hay prisa por enterrarlo, a las pocas horas ya huele. Por eso los modernistas que acuden en cuadrilla a velarlo se extrañan de que lo entierren tan pronto y pregunten por la hora: como potentados que son, no ganan para un reloj. Se conoce que la noche los confunde, acostumbrados a la luz nocturna de la luna, el sol los daña y desorienta. El esperpento ha llegado para quedarse, sigue después de la muerte, a las cuatro en sombra de la tarde llegan los de la funeraria. Valle–Inclán nos deja otra muestra más de su original manera de hablarnos del tiempo dramático.
Exclama Collet rota de dolor: “¡Que no me lo lleven todavía! ¡Que no me lo lleven!”. Recuerda aquello tan universal de Federico García Lorca:
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
Aparece el perrillo rabón que anuncia a don Latino briago, él lo achaca al dolor que le embarga al ver morir a Max en sus brazos y después abandonarlo a la puerta de su casa: “¡Es el dolor! ¡Un efecto del dolor, estudiado científicamente por los alemanes!”
Max no muere de hambre, si acaso de atracón, acababa de cobrar del ministro, e incluso lo invitó a él y al mismo Rubén Darío a cenar, sin embargo: “¿Te acuerdas, hermano? ¡Te has muerto de hambre, como yo voy a morir, como moriremos todos los españoles dignos! ¡Te habían cerrado todas las puertas, y te has vengado muriéndote de hambre! ¡Bien hecho! ¡Que caiga esa vergüenza sobre los cabrones de la Academia! ¡En España es un delito el talento!”.
Max muere en la miseria como mueren todos los genios, sólo entendidos por los poseedores de la llave que abre el acceso al secreto de la cultura, no por el gran público. Claudinita lo acusa del asesinato de su padre, salió de noche por su culpa, él malvendió los libros a Zaratustra para quedarse con la comisión. Dorio de Gádex se lo lleva a los bares, invita don Latino, por raro que parezca.
Collet piensa que Max muere de tristeza por no superar la ceguera que le impide trabajar. Concluye: “Sólo fue malo para sí”. Agradece los aplausos de los modernistas presentes, sin ellos habría estado más solo.
Basilio Soulinake aparece por el velatorio, un magufo iluminado que opina que Max Estrella no está muerto, es un caso interesante de catalepsia, lo cual llena de esperanza a su mujer y a su hija, en la desesperación uno se agarra a un clavo ardiendo. Discute con la portera que tiene fino el olfato y ya huele a muerto. Propone hacerle la prueba del espejo normal, el que nunca deja nada a deber, pues siempre devuelve lo que le das.
A continuación aparece el cochero de la funeraria vestido con todas las galas, experto en fiambres, éste zanja la cuestión encendiendo una cerilla en el pulgar de Max, como se consume sin que haya reacción al fuego, ahí está la prueba definitiva de que Max ha cruzado el río Estigia.
Escena decimocuarta
Los allegados que quedan en el mundo de los vivos cumplen con la obra de misericordia de dar tierra a los difuntos. Entierran a Max en el cementerio civil del Este, no lo entierran en sagrado como a los católicos. Dos sepultureros echan un cigarro sentados al lado del hoyo, cuando en los trabajos se paraba para fumar. Se extrañan de que un hombre de tanto mérito haya tenido un entierro tan pobre. Uno de ellos pontifica para que no haya debate: “En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo”. Pone de ejemplo al Pollo del Arete, un delincuente malasangre que se ha liado con la viuda del concejal que la dejó millonaria.
Valle-Inclán propone el diálogo de dos personajes que ya no son de este mundo. El Marqués de Bradomín (creación literaria en Las Sonatas) y Rubén Darío (su admirado amigo, fallecido en 1916) pasean por una calle del cementerio flanqueada por cipreses altos, lápidas y cruces. La atmosfera invita a hablar de la vida de Max, la muerte, la situación de la cultura en España y lo solos que se quedan los muertos en la necrópolis. Para el Marqués la vida es un milagro, una excepción, un paréntesis en la inmensidad de la muerte. Contempla su pasado desde la distancia de ser muy viejo, casi eterno.
La presencia de los dos sepultureros los lleva a hablar de Hamlet, del entierro de Ofelia adolescente: “En la edad del pavo todas las niñas son Ofelias. Era muy pava aquella criatura, querido Rubén. ¡Y el príncipe, como todos los príncipes, un babieca!”
El Marqués confiesa su admiración por William Shakespeare, sin más mimbres que un filósofo tímido y una adolescente boba es capaz de construir una tragedia, en el teatro español no darían ni para un sainete de los hermanos Quintero. Reconoce la sabiduría popular aprendida en la universidad de la calle de los sepultureros, no sin antes hacerlos sentirse inferiores por no tener ni idea de quién eran Artemisa y Mausoleo. Aprendió de Max cuando les preguntó a los guardias si conocían los cuatro dialectos griegos.
Se despiden a la puerta del cementerio. El Marqués le pide a Rubén Darío que le ayude a encontrar un editor que publique sus memorias, las cuatro Sonatas. Admite que necesita el dinero, la agricultura del Pazo le tiene en la ruina.
Escena última
Don Latino da la brasa a la clientela de la taberna del Pisa Lagartos, convida a beber al Pollo del Paipay. Se le atrancan las palabras al hablar y se tropieza con todo al andar.
Don Latino no dice la verdad ni al medico, los parroquianos lo tienen bien calado, por eso no se creen que el ministro de la Desgobernación haya acudido al entierro, pero sí dice la verdad cuando afirma que don Antonio Maura se presentó en la capilla ardiente de la calle Arrieta a dar el pésame a la familia y cuadrilla de Gallito el diecisiete de mayo. Valle-Inclán no deja de reflejar la rivalidad entre gallistas y belmontistas en la Edad de Oro del toreo, cuando la gente empeñaba el colchón para no quedarse sin entrada en las corridas de toros de Gallito y Belmonte:
DON LATINO: ¡Yo no miento! ¡Estuvo en el cementerio el Ministro de la Gobernación! ¡Nos hemos saludado!
EL CHICO DE LA TABERNA: ¡Sería Fantomas!
DON LATINO: Calla tú, mamarracho. ¡Don Antonio Maura estuvo a dar el pésame en la casa del Gallo!
EL POLLO: José Gómez, Gallito, era un astro, y murió en la plaza, toreando muy requetebién, porque ha sido el rey de la tauromaquia.
PICA LAGARTOS: ¿Y Terremoto, u séase Juan Belmonte?
EL POLLO: ¡Un intelectual!
Cuando el Pica Lagartos pone reparos a servirle más copas a don Latino porque la cuenta a deber es cuantiosa, éste le dice insolente: “Tengo dinero para comprarte a ti, con tu tabernáculo”, al tiempo que saca un fajo de billetes de lo más profundo de la capa, al instante le salen amigos a todo lo largo y ancho de la taberna. Todos quieren sacar tajada del décimo de lotería premiado con diez mil pesetas que don Lati le había sustraído a Max al dejarlo tirado, muerto, a la puerta de su casa.
Al olor del dinero fresco la escena adquiere una velocidad y tono de sainete, lo cual viene a corroborar que el teatro español es incapaz de tramar una tragedia en condiciones. Entra la Pacona en la taberna voceando la noticia luctuosa de la muerte de Collet y Claudinita: "¡Heraldo de Madrid! ¡Corres! ¡Heraldo! ¡Muerte misteriosa de dos señoras en la calle de Bastardillos! ¡Corres! ¡Heraldo!" El mundo es un esperpento, sentencia don Latino; y Zacarías, el borracho, concluye mientras cae el telón: ¡Cráneo privilegiado!
Yesterday is dead and gone
And tomorrow's out of sight
And it's sad to be alone
Help me make it through the night
Kris Kristofferson
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
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