Cien años de soledad (9)
Gabriel García Márquez
Al terminar la guerra, el general José Raquel Moncada es nombrado corregidor de Macondo. Ha llegado a general por méritos de guerra a la vez que el coronel Aureliano Buendía se enredaba entre las escombreras y los desfiladeros tortuosos de la revolución permanente, pero se considera antimilitarista. Piensa que los militares son unos holgazanes intrigantes, expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Su mérito no es menor: ha llegado a treguas con Aureliano Buendía para intercambiar prisioneros durante la guerra. Alguna vez hablan incluso de instalar un régimen patriótico y humanitario tomando lo mejor de cada doctrina: el sendero de la tercera vía de todas las guerras, camino incierto cegado de maleza.
Macondo prospera durante su mandato, Bruno Crespi construye un teatro que las compañías españolas incluyen en sus giras americanas. Se restaura la escuela. Viene don Melchor Escalona, un nuevo maestro ya de edad, representante de la vieja escuela, mandado desde la ciénaga y partidario de la doctrina de la letra con sangre entra. Aplica el castigo severo a los alumnos desaplicados. Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo prueban el método radical de don Melchor. Remedios empieza a volver tarumba a los muchachos con su belleza. El negocio de repostería de Úrsula, ayudada por las manos piadosas de Santa Sofía de la Piedad, marcha como un tiro. En poco tiempo vuelve a llenar de oro las calabazas de debajo de la cama vaciadas por la guerra. “Mientras Dios me dé vida no faltará la plata en esta casa de locos,” asegura Úrsula de una casa cuyo gobierno se le escapa de las manos.
Así están las cosas cuando aparece por la puerta, “macizo como un caballo,” Aureliano José. Ha empuñado la bandera del desertor de la revolución permanente en Nicaragua. Viene con la intención de casarse con Amaranta. Dispuesto a cualquier cosa con tal que ella baje los puentes levadizos de la fortaleza. No le importa que el pecado mortal engendre un armadillo. Al principio ella le da alguna esperanza al no echar la aldaba de la puerta de su dormitorio, hasta que un día al volver al cuarto la encuentra cerrada para siempre. La fortaleza ha aguantado el asedio, Amaranta, una Buendía de buena casta, conserva la virtud intacta. No como Úrsula que al final cedió ante el acoso original de José Arcadio Buendía.
La tensión se masca en el aire electrizado de Macondo. Se suspenden las riñas de gallos. El capitán Aquiles Ricardo asume el poder municipal. La pasión de Aureliano José por Amaranta se extingue sin dejar cicatrices. Sobrelleva la soledad como hacen los Buendía varones: en la tienda de Catarino o con mujeres ocasionales que le suministra Pilar Ternera, su madre biológica. Todos los hombres son iguales, se lamenta Úrsula: “Al principio se crían muy bien, son obedientes y formales y parecen incapaces de matar una mosca, y apenas le sale la barba se tiran a la perdición.”
Las cartas augures echadas por Pilar Ternera vuelven a hablar, le dicen que morirá de viejo en brazos de Carmelita Montiel, mujer virgen de veinte años, siete hijos después. Una mala interpretación porque esa misma noche que lo espera en el cuarto de Pilar Ternera, Aureliano José muere de un tiro al corazón disparado por el capitán Aquiles Ricardo cuando guarda cola para asistir a la obra de José Zorrilla: “El puñal del zorro,” título modificado porque en Macondo llaman godos a los conservadores. El capitán Aquiles Ricardo cae desplomado cuando aún no ha terminado el eco del disparo homicida, atravesado por dos balazos de origen desconocido. Un grito coral cierra la noche: “Viva el partido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!”
"Dispuesto a renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus mejores años."
Una mujer exuberante se presenta en la casa a los pocos meses del regreso de Aureliano José. Trae de la mano un niño de cinco años y dice que es hijo de Aureliano Buendía, quiere que Úrsula lo acristiane. Nadie duda de su precedencia porque es el vivo retrato de su padre. Lo llaman Aureliano - cómo si no-, pero con el apellido de la madre, al menos hasta que el padre lo reconozca. Antes de terminar el año otros nueve niños varones pasan por Macondo para que Úrsula los bautice, todos hijos de Aureliano Buendía. Se las ponen como a Felipe II y el que es gallo fino no dice que no a tanta gallina en el gallinero. Hasta diecisiete madres con otras tantas criaturas, según las cuentas de Úrsula, aspirantes a las aguas del Jordán, bautizadas y nombradas Aureliano.
El uno de octubre unos mil hombres mandados por Aureliano Buendía atacan Macondo y detienen al general Moncada cuando intenta escapar amparado por la noche. Lo llevan a la casa preso hasta que sea juzgado por el consejo de guerra revolucionario. Úrsula extraña al hijo, parece un intruso vestido de militar y botas altas de cuero, espuelas embadurnadas de barro y sangre reseca. “Su rostro cuarteado por la sal del Caribe había adquirido una dureza metálica.” Un tipo duro capaz de todo. Entierran las bajas en la fosa común. Encarga a Roque Carnicero que meta prisa en los juicios sumarísimos y decreta las reformas judiciales. No hay tiempo que perder, es necesario que cuando lleguen los políticos se encuentren con hechos consumados, tierra quemada con todo lo anterior. Anula de un plumazo los títulos de propiedad de su hermano José Arcadio, restituye las tierras a sus legítimos propietarios anteriores. A Rebeca le da igual, su reino ya no es de este mundo. Aureliano Buendía siempre fue un descastado. Los juicios de guerra condenan a muerte por fusilamiento a todos los oficiales prisioneros del ejército regular.
De nada sirve la movilización de las mujeres de los oficiales condenados unidas a las viejas fundadoras. Las mujeres de blanco que están a favor del general Moncada son las mismas heroicas participantes en la larga marcha por la sierra hasta Macondo, organizadas y dirigidas por Úrsula ante el tribunal piden al coronel Aureliano Buendía la amnistía para el general. Paso de perdedores para la nueva casta dirigente. Ellas sostienen que Aureliano odia tanto a los militares que ha terminado por superarlos en maldad. El general José Raquel Moncada es fusilado al amanecer.
La guerra ocurre lejos. El coronel Gerineldo Márquez mantiene contacto con Aureliano Buendía a través del telégrafo dos veces por semana. Intercambio codificado en puntos y rayas que se va borrando en un universo de irrealidad hasta difuminar en la abstracción toda información de la guerra. Siente el hastío de una lejana guerra estancada. El costurero de Amaranta es su refugio, la compañía recíproca y un corazón indescifrable que rechaza la sumisión de aquel hombre investido de un poder arbitrario que gobierna por la fuerza bruta de las botas y el decreto, sin embargo, dispuesto a renunciar a todo por ella. Ella se encierra en su habitación a llorar su soledad hasta la muerte. Ruega que el rencor que contrae las pupilas, disipa los colores y que comienza a anidar en su corazón contra Remedios, la bella, apenas una adolescente que parece retrasada mental, “pero ya la criatura más bella que se había visto en Macondo” no renazca en el odio africano que la llevó a desear la muerte de Rebeca.
Aureliano Buendía entra en Macondo sin ruido, envuelto en una manta ruana a pesar del calor sofocante. Viene con tres amantes que le dan satisfacción rudimentaria en su eterna hamaca de noche o a la hora de la siesta. La guerra pasa por un momento crítico. Los políticos que la financian desde el extranjero desaprueban el radicalismo del coronel, pero eso a él no le inmuta. Embriagado de poder, traza un círculo de tiza de tres metros por donde quiera que va y en cuyo interior no entra nadie, ni su madre puede pasar la raya. Desde el interior decide el destino del mundo, sus deseos son órdenes para los edecanes que le rodean.
Por esa época Aureliano Buendía convoca una segunda reunión de los principales comandantes rebeldes. La revolución da guarida a gentes que quieren llevarse la vida por delante, allí hay de todo: “idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes comunes.” A nadie importa su vida anterior. En medio de esa chusma abigarrada destaca el general Teófilo Vargas, una máquina entrenada para matar oponentes, una autoridad tenebrosa de malicia taciturna que suscita en sus partidarios un fanatismo demente. En unas horas se hace con el mando unificado que pretendía Aureliano con la reunión. A los quince días perece despedazado a machetazos en una emboscada urdida por los seguidores del coronel Aureliano Buendía, ya tiene vía libre para asumir el mando central el coronel.
Well, I'd sooner forget, but I remember those nights
Yeah, life was just a bet on a race between the lights
You had your hand on my shoulder, you had your
hand in my hair
Now you act a little colder like you don't seem to care.
Dire Straits
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.
2 comentarios:
Guerra y sexos: pasiones. Son los que mueven el mundo, como bien demuestra García Márquez y tú pones de relieve aquí.
Y quién le iba a decir a los Dire Straits que terminarían aquí, con los Buendía...
La mujer es en realidad la gran protagonista.
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