jueves, 6 de noviembre de 2014

El Quijote de Avellaneda (10) Alonso Fernández de Avellaneda. Maltratada y mal querida





"Un domingo de Cuaresma dirigió acaso los suyos a oír un sermón en un templo de padres de Santo Domingo"

 "Semana Santa en Sevilla". 1876. 
Museo de San Francisco.
José Jiménez Aranda

El Quijote de Avellaneda (10)
Alonso Fernández de Avellaneda
Capítulo XV

Bien acomodados a la sombra fresca de los sauces, los presentes escuchan sin perder palabra el trágico suceso que el soldado Antonio Bracamonte les cuenta con solemnidad perdida. Japelín es un acaudalado noble flamenco de Flandes, estudia leyes con aprovechamiento en la universidad de Lovaina. A la edad de veinticinco hereda toda la hacienda familiar al quedarse huérfano de padre y madre y se precipita al abismo de una mocedad pródiga en convites y borracheras “que en aquella tierra se usan mucho.” 

Un domingo de cuaresma escucha la inflamada oratoria de un padre Dominico que le llega con fuerza al corazón. Sale del sermón convertido, claudicante y dispuesto a dejar la vanidad, la pompa del mundo y meterse a fraile de la insigne y severa religión de los Predicadores. Llevaba diez meses de hábito cuando el diablo, general adversario que da vueltas como león rabioso buscando a quien tragarse, trajo a la universidad a dos antiguos amigos que le persuaden de dejar la ceguera del convento y recuperar la libertad. Volver a los estudios y retomar la hacienda que está manga por hombro desde su ausencia. Consideran que como solo lleva diez meses de muerto en vida entre las cuatro paredes,  no le será gravoso enmendar el yerro. Se ve convencido por las “razones frívolas y pestilenciales avisos que aquel falso amigo y verdadero enemigo de su bien le había dado.” 




 "Volvió tras esto Japelín a tomar posesión de su hacienda, y comenzó a seguir de nuevo el humor de sus compañeros, andando de día y de noche con ellos, sin hacerse convite o fiesta en toda la ciudad donde los tres disolutos mancebos no se hallasen."

Un sibarita. 1879. 
Óleo sobre tabla. 24.5 x 15.8 cm. 

Esa misma noche decide volver a casa. Lo habría hecho ocho días antes si no hubiera sido por el qué dirán y su propia reputación. Le comunica al padre prior su fatiga para llevar los trabajos de la orden, aguantar la austeridad de la clausura, tolerar el recorte drástico en el gasto, vestir lana, no comer carne (cómo se parecen estos frailes a los modernos ascetas evolucionados de ahora). Dormir a plazos, despertarse para los rezos como los mahometanos. Además había dado palabra de casamiento a una dama. El prior escucha las palabras que evidencian su fracaso, lamenta el escaso provecho sacado a los diez meses de ejercicios espirituales continuados, impartidos por el mismo en el convento, el poco eco de sus consejos para vencer al demonio en la guerra cruel, la eterna lucha desplegada con las fuerzas del mal que intentan confundir a los creyentes, adheridos como lapas al incansable empeño de persuasión en pro del abandono de la religión y regreso a las ollas de Egipto, la confusión del siglo. El prior le amenaza con el castigo que comporta el abandono de los hábitos, como lo han hallado todos los que antes lo hicieron. Ya lo dijo el profeta: “Vocaví, et renuistis; ego quoque in interitu vestro ridebo.” Las razones débiles están forjadas en la fragua infernal gobernada por Satanás. 

En un postrer intento de volverlo al redil, le propone que se lo piense tres o cuatro días, retirado en oración. El prior promete ayuda, rezar junto a todos los demás frailes de la casa para que “su Majestad” conceda la misericordia de vencer la infernal tentación. El obvia la sugerencia y no hubo “convite o fiesta en toda la ciudad donde los tres disolutos mancebos no se hallasen.” Japelín pide la mano y se casa con la hija de un pariente, interna en un monasterio. Matrimonio de dos recién salidos del convento. Pronto se embarazan. A los seis meses tiene que marchar a Cambray y Bruselas para hacerse cargo de la herencia de un pariente cercano, también noble adinerado. Japelín regresa a los tres meses, al recibir correo de que su mujer está con los dolores del parto. Piensa llegar para el bautizo que es lo que importa: acristianar al niño. 

En el camino de vuelta se encuentra con un soldado de los tercios españoles que va a Amberes a pasar unos días de permiso con sus amigos. Pertenece a la guarnición del castillo de Cambray. Lo invita a hacer noche en su casa de Lovaina, pues se confiesa “muy aficionado a la nación española” (Podemos ser aficionados a cualquier cosa, como buenos flamencos). 



 
"mi brazo, mi fortuna y buena estrella
echaron hoy su resto
en darme un hijo de una diosa bella,
por quien es, noble y mozo,
mil parabienes y contentos gozo."

El primer hijo. 
Óleo sobre lienzo. 61 x 76 cm.
José Jiménez Aranda

La alegría reina en todos los rincones de la casa porque la señora ha parido esa noche un niño varón como mil flores. Para que pueda ser báculo de su senectud, como confiesa Japelín ante su dama que le parece al soldado la más bella criatura que ha visto en todo Flandes. Come poco el invitado, prendado de los ojos y la hermosura de pechos algo descubiertos “que usan más llaneza las flamencas en este particular que nuestras españolas.” 

A la sobremesa Japelín echa mano al clavicordio y entona una canción propia. En ella da las gracias a la vida por la suerte de amar y gozar a la bella diosa que le ha dado un hijo hermoso. Se retiran a sus aposentos; el soldado, abrasado en el fuego y rabiosa concupiscencia. Ofende a Dios, le es infiel a su nación y agravia la nobleza del anfitrión. Ni los peligros y graves inconvenientes que le acechan pueden con su ceguera. Se levanta a media noche y sin decir palabra ejecuta su desordenado apetito sobre la recién parida. De madrugada y sin haber pegado ojo,  sale de la casa. 


Tú no has de ver consumida,
cómo la vida
pasó de largo,
maltratada y mal querida,
sin ver cumplida
ni una promesa,
le dice mientras
cepilla el pelo
de su princesa.
 
Joan Manuel Serrat




 Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

EStas historias intercalas, tan marcadas de moral tridentina... son la clave ideológica de la novela.

Abejita de la Vega dijo...

Insistir en el castigo y en las formas externas de religiosidad. Así es la moral contrarreformista que predica el padre Avellaneda. En el primer cuento hay castigo, mucho castigo, muere hasta el apuntador, un cuento terrible. Me gusta más el de la monja pendona que coloca a la Virgen María como monja interina.
Gran trabajo el tuyo, Pancho.
Un abrazo

PENELOPE-GELU dijo...

Buenas noches, pancho:

No he avanzado más en la lectura de los capítulos, aunque he leído tus entradas.
Este es tremendo, por el ingrato soldado.
Los sermones, tan preparados y convincentes hace un tiempo...
Hoy, desde todos los púlpitos, se muestran como lo que son: simples charlatanes, vendedores de humo.

Un abrazo.

P.D.: Esta versión de "Princesa", es la que más me gusta.