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Este comentario pertenece al grupo de lectura del Quijote que coordina y dirige desde La Acequia el profesor D Pedro Ojeda Escudero que si no ha sido publicado en la misma, lo será próximamente, visto el día y la hora que es.
“El espíritu de los estudios humanistas está tatuado en la geografía urbana de Salamanca de tal manera que la ciudad no puede desprenderse de la carga de su historia.”
Fernando Rodríguez de
CAPÍTULO 2.29
Entre admiraciones transcurre el capítulo vigésimo noveno: la primera; de apertura, se corresponde con el impacto que la visión de las aguas del gran río causan en DQ, tanto que: “renovó en su memoria mil amorosos pensamientos” la última; de clausura, la de los molineros y pescadores que miran aquellos locos trasnochados salidos de algún cuento. Un DQ impotente, que reconoce la derrota, junto a la acción, el suspense, el ritmo, la intriga, nuestros héroes y los encantadores que truecan los molinos en castillos, mezclados con el agua del Ebro, conforman un relato pasado por agua y harina del mismo costal.
En efecto, dos días de camino después del molimiento de S, el sosiego y la abundancia de los líquidos cristales del gran río que nace pequeño en el Norte, ya grande y remansado en su amplitud cerca del mar, le dan la paz necesaria para recordar lo que vivió en
“Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira.” Vemos cómo el autor utiliza aquí una estrategia sacada del teatro: el truco teatral consiste en que el protagonista ignora algo que los espectadores saben. Al sentir éstos la necesidad de contárselo al actor, se crea suspense. Así lo hace Cervantes con DQ y los lectores al ignorar aquél lo que el narrador nos contó acerca de Maese Pedro y su mono un par de capítulos atrás.
Río Ebro arriba caminaban en sus monturas, cuando una barca solitaria, atada al tronco de un árbol, empuja a descabalgar al amo y criado. Su soledad enciende la imaginación de DQ, piensa que es una invitación a usarla y liberar caballeros presos, gente importante, pero aunque fuera un mísere fraile descalzo, no dejaría de acudir a su llamada de auxilio.
S, amante de los animales, apaciguado y manso tras el duro castigo que su amo le propinó en la suerte de varas (qué poco nos queda de disfrutar de estas expresiones taurinas, ahora que los “antitodo” van a echar el candado) observa el ascendiente que los encantadores vuelven a tener sobre su amo. Teme el trato que reciban sus monturas. Él quiere que la locura de su amo que les aparta, les vuelva a juntar una vez llegado el desengaño cierto.
Llora de nuevo S, sentimental, ya resignado por no tener la valentía de volverse a casa con los suyos, como amenazó, mostrando mansedumbre. DQ no ha medido el castigo, el puyazo hace daño, ha sido demasiado profundo. El escudero quiere sentir la solidez de la tierra bajo sus pies, no la inestabilidad de una barca. El Hidalgo manda levar anclas, en lugar de cortar amarras, creyendo que se encuentra en un gran bajel.
El humor de S, su ingenuidad e ignorancia hacen girar el discurso de DQ, otra vez desde su cólera. Ahora ya no soporta que S llore, le quiere sometido, pero sin que se note porque eso le hace recordar la situación injusta: el desnivel amo – criado debe existir tapado, sin manifestarse, un paso más en el sometimiento. La mezcla de la ciencia más puntera del momento con la situación graciosa y humorística de los habitantes, parásitos no deseados, de la pierna de S está utilizada con intención: aquí relaja la tensión entre los dos que ha subido a un punto que la novela tolera con dificultad. La historia necesita el giro y C se lo da con maestría.
En estas aguas inestables andaban, cuando la proximidad de un molino le pareció castillo a DQ, de nuevo los encantadores con su labor de zapa acosando al hidalgo en su locura. La barca abocándose a las ruedas del molino, que amenazan con hacer papilla los huesos duros de roer de DQ y las carnes poco magras de S. Sólo gracias a los molineros, que con habilidad volcaron la barca con su contenido, no ardió Troya, a pesar del agua.
Termina el relato con un resignado DQ que, impotente, reconoce su derrota. Al menos ahora no culpa al pobre S que se libro por los pelos de aquella Troya pasada por el agua del Ebro, con la bolsa de caudales más aligerada por el desembolso que supuso el daño de la barca, pero junto a sus animales que se alegraron de tenerlos de vuelta.
Feliz Navidad pasadas por agua, como DQ y S, a todos los visitantes, lectores y comentaristas.