martes, 29 de diciembre de 2015

Los Pazos de Ulloa (3). Emilia Pardo Bazán. Fajador.






"Era imponente la fealdad de la bruja: tenía las cejas canas y de perfil le sobresalían, como también las cerdas de un lunar"


Los Pazos de Ulloa (3) 
Emilia Pardo Bazán 

Perucho se cría como un morito en los pazos. La visión del niño asilvestrado, revolcado en el estiércol de las cuadras llega al alma del capellán. Crece al mismo son de los tostones y corderos. Se encenaga en la misma charca, mama de la vaca recién parida como un becerro más, se acurruca en un pesebre para dormir como un niño Jesús en el portal, tapado por el heno de la burra que le da calor con el aliento. 

Julián se toma a pecho enseñarle las cuatro letras. Las tardes de invierno lo pilla y le obliga a aprender, a pesar de su radical oposición a la instrucción dando chillidos de estornino preso, gruñidos, pateos y huidas de la ciencia para ir a refugiarse al abrigo del establo al menor descuido del maestro;  allí se siente protegido por el calor corporal de los animales. Se propone adecentarlo. Cuesta Dios y ayuda despegarle la roña dispuesta en capas geológicas, como estratos de tierra aplastada por el tiempo con guijarros y cuerpos extraños engastados que le cubren la piel. Al paso, de tanto frotar, la piel va dando la cara; descubre la belleza escondida de aquel angelote con rizos recién salido de un cuadro de Murillo

El chiquillo le coge las sobaqueras al tonsurado con tanta limpieza y complicidad. La disciplina se va de las manos. El chiquillo le tira la tinta de escribir. La pluma es lanza que mata las moscas. Hace cucuruchos con el papel, revuelve los cajones, brinca en la cama como un saltimbanqui y le prende fuego a las botas llenas de cerillas como traca final. Luego está la madre,  con más peligro para el clérigo que un piel roja escondido detrás de un árbol. ¡Qué mujeres se encuentran en el mundo! Exclama Julián antes de echarla de la habitación, como hizo Jesús a los mercaderes del templo. Después se arrepiente como cristiano bien enseñado: “Mi obligación de sacerdote era enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente como a los bichos de los archivos.” 

Julián no hace buenas migas con los clérigos de las parroquias de la comarca. Sólo agavilla un poco con Eugenio, párroco de Naya. El Abad de Ulloa considera a Julián un afeminado. Piensa que la virtud en un cura ha de ser bronca y cerril. Oler a montuno desde lejos. ¿Qué es eso de lavarse con jabón de olor, cortarse las uñas o beber agua? El agua estropea los caminos, así que cuando las ceremonias se terminan, él se retira, no acude a las terceras partes aplaudidas por los demás porque no hay quien tenga la escopeta siempre cargada ni se está permanentemente en los templos. 



"Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, [...] ¡Con cuánto placer vería el espectáculo de la gran cocina!"


La boda
Brueghel el Viejo 
Museo de Historia del Arte Viena. 

El día de San Julián acepta la invitación del párroco y sube andando a Naya para pasar el día del patrón. Nos topamos casi sin querer con una deliciosa muestra de la mejor prosa de la autora, un dibujo de firme trazo y agilidad del tipismo gallego que se  desparrama sin tasa en las romerías al son de la gaita, bombo y tamboril, envuelto en aromas de hinojo fresco y espadaña recién cortada. El recogimiento popular durante la misa del patrón, la más importante del año. La grave solemnidad cantada por una docena de curas de voz bronca. Y el desquite posterior de los mozos y mozas de la comarca que bailan desatados la muñeira más brincona. Gran maestría para crear ambientes cargados de magia. Queimada gallega. 

Después la tercera parte, que es la más interesante. La frenética actividad de la cocina rectoral. El despliegue ordenado de un ejército en maniobras. Señoras desplumando aves. Muchachos desollando reses y piezas de caza. Mozas y mozos acompasados en la faena bajo el mando experto del ama de Cebre, algo bigotuda, pecho alzado y brioso ademán. Daba gusto ver la lumbre ardiendo bajo los vientres oscurecidos de las ollas, sartenes y peroles llenos de los guisos más diversos. La acción de la gran cocina rectoral haría temblar de emoción los pinceles de un pintor flamenco que quisiera plasmar lo que ocurre delante de sus ojos. “Derramando la poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material.” 




"Desde aquel punto y hora, Julián se desvió de la muchacha como un animal dañino e impúdico."

A la mesa y sus apéndices formados por tablones extendidos y apoyados en cestos se sientan las fuerzas vivas de las parroquias de la zona. Una quincena de curas, el médico, el notario, el juez de paz y los caciques dan buena cuenta de veintiséis platos distintos que van y vienen por la mesa hasta acabarse. A todos le van dando. Julián pasa palabra al siguiente. A medida que se van desocupando las fuentes y vaciándose los jarros, las lenguas se desatan. Unos hablan de mujeres; otros, de política. Hay quien apunta que el día de la gran barredura está cercano. Se va a liar el tiberio del siglo. Los curas se enzarzan en una discusión teológica de altura que mezcla a San Agustín, latinajos antiguos, concilios medievales y Santo Tomás. Sube de tono con argumentos, proposiciones y silogismos y llega a su punto culminante a medida que se van agotando las botellas de tostado. 

 Cuando parece que la discusión se despeña por los barrancos de la herejía, aparece el marqués con la escopeta al hombro pisándole los talones a Chula y Turco, los dos perros perdigueros. Viene a los postres a tomarse una copa y pillar compañero para la excursión cinegética. La conversación deriva hacia el cotilleo, las malas lenguas hacen del palmito de Sabel en el baile de la mañana el centro de las habladurías. Le dirigen a Julián señas y guiños maliciosos que lo sacan de sus casillas y explota “unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea.” El aguafiestas que disuelve la reunión. En vista del cariz que toman los acontecimientos, algunos se escurren a menear el naipe hasta la noche. Para cerrar el día Julián y Eugenio, tendidos a la sombra de una higuera, escuchan la formidable algarabía que llega desde la cocina. Allí los criados, primas del cura, cocineras, músicos… En fin, los siervos de la gleba, la tercera clase del Titanic se divierte. Julián se cae del guindo de lo de Sabel, el Marqués y Perucho, a la sombra de una higuera. A qué santo va él a autorizar un amancebamiento con su presencia en el pazo. La mujer del César no sólo tiene que ser honrada, también parecerlo.

A fuerza de golpes 
me convertí en fajador. 
No espero a nadie. 
Ya no espero a nadie.
Loquillo





El presente  comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



2 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

Esos curas comiendo y discutiendo de teologías nos provocan una sonrisa cómplice. Doña Emilia nos hace un guiño.

Una bruja en la cocina que secretea con Sabel, una celestina galaica. ¡Qué foto!

Feliz Año Nuevo, Pancho.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Qué bien sabe preparar el terreno doña Emilia para que se desencadene el primer tornado sobre los Pazos...