"El impulso de su mano fue como si me hubiese llevado en vilo hasta casa: no sentí el suelo bajo los pies."
Memorias de Leticia
Valle (y3)
Rosa Chacel
Leticia siente la euforia del director de teatro que recibe la ovación entusiasta del día del estreno. En sus devaneos adolescentes se confunden realidad y ficción. Como todo joven quiere llevarse la vida por delante, el argumento es vivir, la vejez y la muerte son sólo las dimensiones del teatro (parafraseando la idea de Gil de Biedma). Se siente en su elemento natural, piensa que si lleva el teatro a la realidad tendrá algo que admirar. La función ha comenzado, de ella depende saber mantenerlo. Ella es la creadora de la ficción y los actores harán lo que ella ordene y mande. Pero “esto no era como el teatro: un cuadro cerrado donde no se puede entrar y que no hay medio de alargar una vez terminado”. Se convierte así en chica autócrata, manipuladora y malvada, la malicia se impone a la ingenuidad e inocencia; aprendiz de mujer fatal parecida a la Lolita de Vladimir Nabokov.
Entramos en los secretos familiares al mismo tiempo que Leticia; le hace marcas a las botellas de coñac y descubre que su padre es bebedor. Ella lo sospecha porque cada día lo ve más solo, pronuncia mal las erres y repite las palabras. Comprueba que su tía está en el secreto y decide no estorbarles por humana cobardía.
La protagonista observa que Luisa y Daniel no se llevan bien. Hay diferencias en el matrimonio. “Y lo peor era que su marido le hacía comprender su inoportunidad sin ningún miramiento”. “No sé por qué, cuando yo veía que ni una línea de sus facciones cambiaba de expresión, pensaba siempre: no tiene serenidad, lo que le falta es serenidad, tiene tenacidad solamente”. No sé por qué, pero también percibo demasiada capacidad de observación para una niña de once años de edad.
Los sentimientos, deseos y ambiciones de Leticia cambian, se acompasan al paso de los meses. El apagamiento del invierno los arruga y empequeñece como a los lirones, como si los empozara en una sima profunda y no surgieran hasta la luz primaveral del mes de marzo.
Un día frío del mes de marzo, uno de los más tristes de su vida, visita al jardinero al otro lado del río. Su mujer acaba de dar a luz un niño hermoso. A la vuelta ve cómo una criada de alguna casa pudiente tira al río cuatro cachorros que lleva en una cesta todavía ciegos a la vida. Ella que es provida no vuelve a sentir el cambio climático porque su cuerpo helado se queda más frío que el ambiente. Se le corta la respiración, entra en ese estado en el que hay que pensar en respirar. Deja de exigir el aire limpio de forma mecánica esas trece veces por minuto. Se le satura la razón, se esfuerza en respirar.
Leticia pasa la Nochebuena y Nochevieja en casa de Luisa y Daniel. Le molesta no entender el amor de una madre por sus hijos, por qué hablan de San Agustín y de Santa Mónica, mujer que lleva la llave de la despensa porque es ama de casa y ejemplo de madre coraje que salva a su hijo de la mala vida, la perversión y la herejía.
Un día que Luisa se quita lo plateado de las sienes, le pide a Leticia que no la llame doña Luisa porque la hace sentirse mayor. La chica calla más de lo que dice, pero dice la verdad cuando hablan de respeto porque lo ha oído de gente que no puede querer. El relato camina hacia la cúspide entre huecos y silencios, después se derramará en catarata imposible de represar. A esto sucede uno de los hechos más turbadores de las Memorias, Daniel mediante. Se manifiesta la fuerza manipuladora de la jovencita que sabe lenguas vivas. Los hombres son tontos, se rinden a las insinuaciones. “Pero mis delirios no pararon en la observación”. Se puede mirar sin ver, la luz como elemento primordial de salvación de los sueños negros. Ella vincula el episodio de “El Botica”, músico callejero que le cantaba su habanera preferida a cambio de una propina cuando ella tenía cinco años, con su poder de seducción sobre los hombres.
Daniel reacciona de manera violenta con un “Vete, vete de aquí traidora”, al tiempo que la empuja y la echa de casa con los dedos hundidos en el pelo.
Los párrafos que siguen certifican el puesto que la autora merece entre la élite de los escritores en español de todas las épocas. El tranco de más de un toro bravo que hace el avión al embestir y que permite al torero rematar el muletazo detrás de la cadera. Una profundidad única que explica los sentimientos que embargan a Leticia.
Este suceso turbulento de la expulsión tiene que quedar como un secreto bien guardado en el desván de la memoria. Le queda un dolor de corazón porque el respeto repugnante y los pensamientos queden impunes por estar amurallados e inaccesibles desde el exterior. Llevará el secreto a la tumba, como llevará el sueño insólito que le acosa de vivir el misterio de la resurrección desde dentro del Santo Sepulcro. No tiene derecho a la exclusiva del secreto, le alivia un poco que la confesión no sea hasta dentro de un mes. Tiene hasta el mes de abril para organizar sus sensaciones y razonarlas sin fiebre en las alas adolescentes.
Los tres días que el tío Alberto, su mujer Frida y su hija Adriana pasan en Simancas rompen el ambiente borrascoso que se abate sobre las dos casas de Leticia. Los tres días de dedicación exclusiva a las visitas sanean la superficie de sus sentimientos. Sin embargo, le sigue atormentando la idea de dejar a medias el asunto del día anterior. Teme que la armonía con la otra casa se pueda romper en cualquier momento, “los pensamientos marchaban por una cuerda desgastada”. Adriana es de su edad, “pero tan aniñada que daban ganas de llevarla en brazos”, una muñeca chochona. Frida y Adriana se quedarán en España hasta septiembre, recorriéndola en coche.
Las atenciones a hacer y deshacer las trenzas de Adriana se mezclan con la preocupación inconfesable, hecha costumbre, de la relación con la otra casa. El caso es que allí se ven tomando café con doña Luisa y entrando en otra dimensión cuando aparece don Daniel y le dice a Luisa que el pimpollo de Leticia se ha desmandado por completo.
Leticia admira a Adriana subida sobre la punta de los pies cuando baila ballet clásico, aprendido en actividades extraescolares. La embelesan todas las cosas que madre e hija saben hacer, ella que es una marisabidilla. Donde yeguas hay, potros nacen, amiga.
“Toda la patulea, uno detrás de otro, fuimos visitando salas con estanterías, con vitrinas y facistoles”. Las tres familias excepto los hijos pequeños de Luisa y Daniel, visitan el archivo y se empachan de legajos, documentos y datos. Leticia se interesa más por las vistas castellanas desde las ventanas de huecos profundos y el edificio con sus sótanos, fosos y poternas.
La vida en Simancas languidece entre la muerte lenta de su padre y su tía, los libros de don Daniel y las explicaciones, siempre rigurosas, de temas más o menos pedregosos y que a ella le roban el tiempo y la atención. Leticia intuye que don Daniel cambia de estrategia de enseñanza. Comienza las explicaciones con una verdad universal, una de esas afirmaciones con las que no queda más remedio que asentir. Se da cuenta de que en su desarrollo utiliza frases netas sobre conceptos complejos e intrincados en los que él tiene la certeza de que a ella le resultará imposible penetrar. Las lecciones la dejan para el arrastre, son una cura de humildad porque ponen su ignorancia en evidencia, se queda con la sensación de que se ha tragado un veneno y observa cómo le invade poco a poco sin remedio.
La semana que precede al acto homenaje a la maestra es muy ajetreada para Leticia. Ocupa la mañana en bordar con las chicas y las tardes en reciclar el vestido de la comunión con doña Luisa. A última hora toca el suplicio con don Daniel que ve las corribambas de última hora como los entrenamientos finales de los atletas olímpicos. Leticia aprende de memoria La Carrera de Alhamar de José Zorrilla para recitarlo en la fiesta. La carrera es un poema largo, de cuatrocientos cuarenta y ocho versos, que empieza ancho y caudaloso y termina rápido, estrecho y perfilado, al revés de los ríos que mueren en un “manspreading”, desparramados en la arena de la playa. Una de esas tardes de vísperas se va a la trasera de la ermita del Arrabal y lo recita completo a modo de ensayo general en el silencio maravilloso, con el horizonte ancho sin eco y el cielo alto de Castilla a la puesta del sol, preparada para recolectar hasta la última gota de sudor del futuro trágico que se avecina.
Se pasa por casa para visitar al padre, tomar un café y una copa de coñac en tres tientos, “con ademán varonil, su cabeza tomaba una actitud tan delicada como la de una virgen”, que le provocan impulsos discordantes por dentro.
"Fue un pequeño estampido, lejano y tan breve, que se preguntaba uno si podía tener realidad una cosa tan sin tiempo"
Leticia llega a la fiesta derrumbada de ánimo, entretenida en resolver el problema geométrico de la tira de papel enrollado donde tiene copiado el largo poema por si acaso. Cuando la música del piano brota y llena la sala, se olvida del malestar que le causan los discursos y palabras huecas, hipnotizada por la soledad emanada de su majestad el piano. El mundo reducido a una esquina solitaria; en trance hasta que las palabras trufadas de eximio poeta del alcalde lanzadas contra ella la bajan a la tierra y la anuncian.
El comentario en prosa que acompaña algunos de los versos del poema de Zorrilla tienen tanto ritmo o más que la poesía. El poema es una vuelta a los orígenes genesiacos de la poesía, la oralidad del poema, la poesía para ser dicha. Leticia se funde en la fuerza sonora del ritmo y deja de pesar sobre suelo, parece de pluma. Mira sin ver, se borran los murmullos del gentío, desaparece la sana distancia de cinco o seis metros con Daniel (ni que hubiera Covid). Se desvelan los secretos entre los dos. Contempla la sangre acelerada, la agitación del que es pillado con las manos en la masa, cabalgando donde no hay que cabalgar. Es la justicia poética, el tormento, la venganza del humillado. Hay que leer esta decena de páginas como una suerte de “play within a play”: la poesía recitada en la novela con ruptura de la cuarta pared en esa fusión de actor-espectador que conoce, doma y modifica las sensaciones del lector-receptor-espectador. Los chicos están entusiasmados, no rebullen, los cinco sentidos puestos en el galope del caballo, más que los mayores que escuchan como por obligación. Estas páginas son un ejemplo prodigioso de mezcla de géneros literarios y ritmo interno, te sientes como Al-Hamar a lomos de su caballo (¡ojo!, hoy montar a caballo es facha).
Después del recital, que es la auténtica cúspide del relato, la novela se derrama en cascada imposible de detener, entra en el tramo final que desemboca en tragedia. El tío Alberto saca a Leticia de Simancas, la rotura de la pierna de Luisa, que no es grave pero la tienen cuarenta días de convalecencia, la sorpresa por el bajo umbral de resistencia al dolor de Luisa. Ella encuentra la excusa perfecta para explotar la holgazanería y no estudiar si no la obligan. Luisa, como cualquier progenitor haría, le recomienda que aproveche el tiempo y estudie solfeo primero, luego ya educará la voz. El solfeo le resulta fácil, muy fácil a esta jovencita que odia la monotonía.
Y vamos a terminar el comentario a este relato en el que los sueños pesan más que la realidad porque esto se hace largo y los millones de lectores querrán dedicarse a otra cosa más proteica. Lo hacemos con una cita del padre de la criatura, caballero mutilado de guerra, que da que pensar porque mezcla la soledad del torero, la muleta, la suerte y la muerte que siempre acecha. Pues eso, suerte y salud a los fieles que han leído Memorias de Leticia Valle hasta el pequeño estampido final, tan sin tiempo: “Yo podría perfectamente hacer lo que usted está pensando, pero no voy a hacerlo. Ya sé lo que es eso: lo hice hace diez años y me quedé aquí solo —daba con la muleta en el suelo—, aquí solo, de pie. ¿Cree usted que voy a repetir la suerte?”.
De noche piel de hada,
a plena luz del día Cruella de Vil,
maldita madrugada,
y yo que me creía Steve McQueen.
Joaquín Sabina
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.