jueves, 28 de abril de 2022

Memorias de Leticia Valle (y3). Rosa Chacel. Noche piel de hada.

 



"El impulso de su mano fue como si me hubiese llevado en vilo hasta casa: no sentí el suelo bajo los pies."


Memorias de Leticia Valle (y3)

Rosa Chacel

Leticia siente la euforia del director de teatro que recibe la ovación entusiasta del día del estreno. En sus devaneos adolescentes se confunden realidad y ficción. Como todo joven quiere llevarse la vida por delante, el argumento es vivir, la vejez y la muerte son sólo las dimensiones del teatro (parafraseando la idea de Gil de Biedma). Se siente en su elemento natural, piensa que si lleva el teatro a la realidad tendrá algo que admirar. La función ha comenzado, de ella depende saber mantenerlo. Ella es la creadora de la ficción y los actores harán lo que ella ordene y mande. Pero “esto no era como el teatro: un cuadro cerrado donde no se puede entrar y que no hay medio de alargar una vez terminado”. Se convierte así en chica autócrata, manipuladora y malvada, la malicia se impone a la ingenuidad e inocencia; aprendiz de mujer fatal parecida a la Lolita de Vladimir Nabokov. 

Entramos en los secretos familiares al mismo tiempo que Leticia; le hace marcas a las botellas de coñac y descubre que su padre es bebedor. Ella lo sospecha porque cada día lo ve más solo, pronuncia mal las erres y repite las palabras. Comprueba que su tía está en el secreto y decide no estorbarles por humana cobardía. 

La protagonista observa que Luisa y Daniel no se llevan bien. Hay diferencias en el matrimonio. “Y lo peor era que su marido le hacía comprender su inoportunidad sin ningún miramiento”. “No sé por qué, cuando yo veía que ni una línea de sus facciones cambiaba de expresión, pensaba siempre: no tiene serenidad, lo que le falta es serenidad, tiene tenacidad solamente”. No sé por qué, pero también percibo demasiada capacidad de observación para una niña de once años de edad. 

Los sentimientos, deseos y ambiciones de Leticia cambian, se acompasan al paso de los meses. El apagamiento del invierno los arruga y empequeñece como a los lirones, como si los empozara en una sima profunda y no surgieran hasta la luz primaveral del mes de marzo. 

Un día frío del mes de marzo, uno de los más tristes de su vida, visita al jardinero al otro lado del río. Su mujer acaba de dar a luz un niño hermoso. A la vuelta ve cómo una criada de alguna casa pudiente tira al río cuatro cachorros que lleva en una cesta todavía ciegos a la vida. Ella que es provida no vuelve a sentir el cambio climático porque su cuerpo helado se queda más frío que el ambiente. Se le corta la respiración, entra en ese estado en el que hay que pensar en respirar. Deja de exigir el aire limpio de forma mecánica esas trece veces por minuto. Se le satura la razón, se esfuerza en respirar. 



"Describí todos mis sentimientos sublimes hasta que desembocaron en aquello"

Leticia pasa la Nochebuena y Nochevieja en casa de Luisa y Daniel. Le molesta no entender el amor de una madre por sus hijos, por qué hablan de San Agustín y de Santa Mónica, mujer que lleva la llave de la despensa porque es ama de casa y ejemplo de madre coraje que salva a su hijo de la mala vida, la perversión y la herejía. 

Un día que Luisa se quita lo plateado de las sienes, le pide a Leticia que no la llame doña Luisa porque la hace sentirse mayor. La chica calla más de lo que dice, pero dice la verdad cuando hablan de respeto porque lo ha oído de gente que no puede querer. El relato camina hacia la cúspide entre huecos y silencios, después se derramará en catarata imposible de represar. A esto sucede uno de los hechos más turbadores de las Memorias, Daniel mediante. Se manifiesta la fuerza manipuladora de la jovencita que sabe lenguas vivas. Los hombres son tontos, se rinden a las insinuaciones. “Pero mis delirios no pararon en la observación”. Se puede mirar sin ver, la luz como elemento primordial de salvación de los sueños negros. Ella vincula el episodio de “El Botica”, músico callejero que le cantaba su habanera preferida a cambio de una propina cuando ella tenía cinco años, con su poder de seducción sobre los hombres. 

Daniel reacciona de manera violenta con un “Vete, vete de aquí traidora”, al tiempo que la empuja y la echa de casa con los dedos hundidos en el pelo. 

Los párrafos que siguen certifican el puesto que la autora merece entre la élite de los escritores en español de todas las épocas. El tranco de más de un toro bravo que hace el avión al embestir y que permite al torero rematar el muletazo detrás de la cadera. Una profundidad única que explica los sentimientos que embargan a Leticia

Este suceso turbulento de la expulsión tiene que quedar como un secreto bien guardado en el desván de la memoria. Le queda un dolor de corazón porque el respeto repugnante y los pensamientos queden impunes por estar amurallados e inaccesibles desde el exterior. Llevará el secreto a la tumba, como llevará el sueño insólito que le acosa de vivir el misterio de la resurrección desde dentro del Santo Sepulcro. No tiene derecho a la exclusiva del secreto, le alivia un poco que la confesión no sea hasta dentro de un mes. Tiene hasta el mes de abril para organizar sus sensaciones y razonarlas sin fiebre en las alas adolescentes. 

Los tres días que el tío Alberto, su mujer Frida y su hija Adriana pasan en Simancas rompen el ambiente borrascoso que se abate sobre las dos casas de Leticia. Los tres días de dedicación exclusiva a las visitas sanean la superficie de sus sentimientos. Sin embargo, le sigue atormentando la idea de dejar a medias el asunto del día anterior. Teme que la armonía con la otra casa se pueda romper en cualquier momento, “los pensamientos marchaban por una cuerda desgastada”. Adriana es de su edad, “pero tan aniñada que daban ganas de llevarla en brazos”, una muñeca chochona. Frida y Adriana se quedarán en España hasta septiembre, recorriéndola en coche. 

Las atenciones a hacer y deshacer las trenzas de Adriana se mezclan con la preocupación inconfesable, hecha costumbre, de la relación con la otra casa. El caso es que allí se ven tomando café con doña Luisa y entrando en otra dimensión cuando aparece don Daniel y le dice a Luisa que el pimpollo de Leticia se ha desmandado por completo. 

Leticia admira a Adriana subida sobre la punta de los pies cuando baila ballet clásico, aprendido en actividades extraescolares. La embelesan todas las cosas que madre e hija saben hacer, ella que es una marisabidilla. Donde yeguas hay, potros nacen, amiga. 

“Toda la patulea, uno detrás de otro, fuimos visitando salas con estanterías, con vitrinas y facistoles”. Las tres familias excepto los hijos pequeños de Luisa y Daniel, visitan el archivo y se empachan de legajos, documentos y datos. Leticia se interesa más por las vistas castellanas desde las ventanas de huecos profundos y el edificio con sus sótanos, fosos y poternas

La vida en Simancas languidece entre la muerte lenta de su padre y su tía, los libros de don Daniel y las explicaciones, siempre rigurosas, de temas más o menos pedregosos y que a ella le roban el tiempo y la atención. Leticia intuye que don Daniel cambia de estrategia de enseñanza. Comienza las explicaciones con una verdad universal, una de esas afirmaciones con las que no queda más remedio que asentir. Se da cuenta de que en su desarrollo utiliza frases netas sobre conceptos complejos e intrincados en los que él tiene la certeza de que a ella le resultará imposible penetrar. Las lecciones la dejan para el arrastre, son una cura de humildad porque ponen su ignorancia en evidencia, se queda con la sensación de que se ha tragado un veneno y observa cómo le invade poco a poco sin remedio. 

La semana que precede al acto homenaje a la maestra es muy ajetreada para Leticia. Ocupa la mañana en bordar con las chicas y las tardes en reciclar el vestido de la comunión con doña Luisa. A última hora toca el suplicio con don Daniel que ve las corribambas de última hora como los entrenamientos finales de los atletas olímpicos. Leticia aprende de memoria La Carrera de Alhamar de José Zorrilla para recitarlo en la fiesta. La carrera es un poema largo, de cuatrocientos cuarenta y ocho versos, que empieza ancho y caudaloso y termina rápido, estrecho y perfilado, al revés de los ríos que mueren en un “manspreading”, desparramados en la arena de la playa. Una de esas tardes de vísperas se va a la trasera de la ermita del Arrabal y lo recita completo a modo de ensayo general en el silencio maravilloso, con el horizonte ancho sin eco y el cielo alto de Castilla a la puesta del sol, preparada para recolectar hasta la última gota de sudor del futuro trágico que se avecina. 

Se pasa por casa para visitar al padre, tomar un café y una copa de coñac en tres tientos, “con ademán varonil, su cabeza tomaba una actitud tan delicada como la de una virgen”, que le provocan impulsos discordantes por dentro. 



"Fue un pequeño estampido, lejano y tan breve, que se preguntaba uno si podía tener realidad una cosa tan sin tiempo"

Leticia llega a la fiesta derrumbada de ánimo, entretenida en resolver el problema geométrico de la tira de papel enrollado donde tiene copiado el largo poema por si acaso. Cuando la música del piano brota y llena la sala, se olvida del malestar que le causan los discursos y palabras huecas, hipnotizada por la soledad emanada de su majestad el piano. El mundo reducido a una esquina solitaria; en trance hasta que las palabras trufadas de eximio poeta del alcalde lanzadas contra ella la bajan a la tierra y la anuncian. 

El comentario en prosa que acompaña algunos de los versos del poema de Zorrilla tienen tanto ritmo o más que la poesía. El poema es una vuelta a los orígenes genesiacos de la poesía, la oralidad del poema, la poesía para ser dicha. Leticia se funde en la fuerza sonora del ritmo y deja de pesar sobre suelo, parece de pluma. Mira sin ver, se borran los murmullos del gentío, desaparece la sana distancia de cinco o seis metros con Daniel (ni que hubiera Covid). Se desvelan los secretos entre los dos. Contempla la sangre acelerada, la agitación del que es pillado con las manos en la masa, cabalgando donde no hay que cabalgar. Es la justicia poética, el tormento, la venganza del humillado. Hay que leer esta decena de páginas como una suerte de “play within a play”: la poesía recitada en la novela con ruptura de la cuarta pared en esa fusión de actor-espectador que conoce, doma y modifica las sensaciones del lector-receptor-espectador. Los chicos están entusiasmados, no rebullen, los cinco sentidos puestos en el galope del caballo, más que los mayores que escuchan como por obligación. Estas páginas son un ejemplo prodigioso de mezcla de géneros literarios y ritmo interno, te sientes como Al-Hamar a lomos de su caballo (¡ojo!, hoy montar a caballo es facha). 

Después del recital, que es la auténtica cúspide del relato, la novela se derrama en cascada imposible de detener, entra en el tramo final que desemboca en tragedia. El tío Alberto saca a Leticia de Simancas, la rotura de la pierna de Luisa, que no es grave pero la tienen cuarenta días de convalecencia, la sorpresa por el bajo umbral de resistencia al dolor de Luisa. Ella encuentra la excusa perfecta para explotar la holgazanería y no estudiar si no la obligan. Luisa, como cualquier progenitor haría, le recomienda que aproveche el tiempo y estudie solfeo primero, luego ya educará la voz. El solfeo le resulta fácil, muy fácil a esta jovencita que odia la monotonía. 

Y vamos a terminar el comentario a este relato en el que los sueños pesan más que la realidad porque esto se hace largo y los millones de lectores querrán dedicarse a otra cosa más proteica. Lo hacemos con una cita del padre de la criatura, caballero mutilado de guerra, que da que pensar porque mezcla la soledad del torero,  la muleta, la suerte y la muerte que siempre acecha. Pues eso, suerte y salud a los fieles que han leído Memorias de Leticia Valle hasta el pequeño estampido final, tan sin tiempo: “Yo podría perfectamente hacer lo que usted está pensando, pero no voy a hacerlo. Ya sé lo que es eso: lo hice hace diez años y me quedé aquí solo —daba con la muleta en el suelo—, aquí solo, de pie. ¿Cree usted que voy a repetir la suerte?”.


De noche piel de hada, 
a plena luz del día Cruella de Vil, 
maldita madrugada, 
y yo que me creía Steve McQueen. 
Joaquín Sabina




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


lunes, 18 de abril de 2022

Memorias de Leticia Valle (2). Rosa Chacel. Recuerdos al aire.






"Estaban bien delimitadas en mi cerebro, pero como figuras recortadas en un papel"


Memorias de Leticia Valle (2) 
Rosa Chacel
 
La sensación de frustración que te persigue cuando lees sin entender lo que lees porque no estás en el estado de ánimo correcto, o te falta concentración porque piensas en otra cosa: “Si fuera verosímil, creería que había leído con los ojos cerrados, tal era la convicción que tenía de la inutilidad de mi esfuerzo”. Leticia llega al convencimiento de que hay lecturas que le sobrepasan, que le desbordan como el toro que se va sin torear. No comprender no es humillación, como le pasó con los nueve tomos de Las historias de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo a pesar de leer y releer muy despacio: 
 “Desde entonces, la idea de no poder comprender algunas de las cosas que dijera ya no me resultó humillante. Era tan cierta la altura de todo aquello, que no significaba derrota el que tardase mucho en llegar a ello”. 

El sentido del tacto explicado por el contacto con la piel que cubre todo el cuerpo. Rosa Chacel se centra en las manos de Luisa, las considera parte de un espíritu puro, manos vivas, trasfiguradas. Manos que se hunden en la masa madre del pan. Manos enérgicas que saben agarrar un martillo para arreglar cosas a martillazos, que aprietan y aflojan tuercas con la llave inglesa. Manos que trasparentan las venas, con la firmeza suficiente para empuñar la espada y la cruz, como el Arcángel San Miguel, manos para besarlas. Manos firmes y poderosas que acarician las teclas del piano y ponen banda sonora a la estancia, “como un fenómeno natural, como el viento cuando silva en las chimeneas”. Una atmosfera musical, la poesía y el arte de bordar, a mano, son la melodía que en muchos momentos envuelve el relato. 

La novela es una obra hermética, a medio escribir, llena de huecos y silencios, al lector concierne interpretar y llenar de voces significativas para comprender. La protagonista deja pistas, pero no cuenta la historia completa. Una novela erótica finamente elaborada, que escamotea el cuerpo de la niña aventajada, a diferencia de la Lolita de Nabokov que lo realza. Una obra maestra del arte de la insinuación, de decir sin mostrar, de leer entre líneas. 

El tema central de MDLV es el proceso de enamoramiento en la mente confusa de una adolescente de once años, principalmente de su maestro, don Daniel, pero también de su maestra, doña Luisa, de su prima Adriana y de Margarita Velayos, la profesora de Valladolid que le quita también el sentido: “Cuando yo vi, entre aquel montón de faldas negras, enormes, su figura esbelta, con un traje de sastre gris muy ajustado, sentí que perdía el compás, el equilibrio, el centro de gravedad para todo el día”. El silencio cómplice, los secretos familiares, las preguntas sin respuesta.

  

“¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! 

Leticia es no sólo la protagonista, también actúa como narradora y creadora de todo lo que allí ocurre. Es Rosa Chacel y su capacidad intacta de observación de adolescente curiosa, aunque parezca poco creíble una voz propia y un espíritu crítico tan agudo en una niña de once años que no tiene edad para conservar imágenes de un pasado casi inexistente: “Resultaba que yo era una chica como las demás. Ni eso, yo no era más que una marisabidilla”. Resulta poco menos que increíble que en una singladura tan breve se tenga ya más pasado que futuro y que enfrentarse a él sea un drama. A la autora le interesa poco la verosimilitud del relato si la narradora manifiesta la necesidad de pensar y contar por cuenta propia. La realidad es una ensoñación, como la república independiente de Cataluña de mentira que todos vimos proclamar a los alcaldes con aquellos bastones amenazantes en las escaleras durante los sucesos de 2017. La protagonista escribe los recuerdos de lo que acaba de vivir desde el exilio de Suiza, cuando están frescos, como si hubieran pasado cincuenta años o más, sin embargo afirma que escribe dentro del mismo año: “Los dos primeros meses de este año me parecen tan lejanos! ¿Qué pasó en esos sesenta días? Nada: llovió y nevó y vivimos tan empequeñecidos como los lirones”. Los padres han intentado rebajar su educación por abajo, al recomendarle que pasee y no pasar por una precoz marisabidilla. De su niñez nos cuenta que su padre era un veterano mutilado de la guerra de África. Las fechas coinciden con las propias de Chacel que cuenta con doce en 1910, en plena guerra del Rif. Leticia cuenta que fue una inadaptada durante los pocos meses que fue al colegio: “¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! En el recreo yo las veía jugar a hacer comiditas y hubiera querido pisotearlas”. 

Toda esta curiosidad por lo que le rodea y la capacidad de observación de la autora-narradora-protagonista que la hacen descubrir lo que no se debe son elementos autobiográficos indiscutibles. 

Como ya hemos señalado, Leticia escribe sus memorias en Suiza, empieza a escribir en octubre y termina el nueve de marzo, la víspera de su cumpleaños cuando se tiene prisa por cumplirlos. Lo único que sabemos de esos meses de trabajo y de estrujarse las neuronas para recordar es que la enredadera helvética ha crecido un palmo. La lentitud de los jardines sustituye al reloj como unidad de tiempo: “Aquí es ella [la enredadera] la que va a medir mi tiempo”. El grueso de los hechos que se narran ocurren en Simancas, los más lejanos son recuerdos de la niñez pasada en las calles del centro de Valladolid. A principios de abril la familia se muda a Simancas, el traslado coincide con el paso de niña a mujer autónoma. Qué bien explicada la transición cuando ya no te ayudan a peinarte por la noche, pero ganas en libertad al dejar de tener los ojos de los mayores permanentemente encima: “Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en la cuenta que antes mi tía me ayudaba todas las noches a irme a la cama”. 

A pesar de la confusión temporal y crecimiento de la enredadera, Rosa Chacel da referencias exactas de tiempo que abundan en ese carácter autobiográfico de algunos tramos de la novela. La protagonista y la autora tenían la misma edad por esas fechas: “Entonces empezó a contarme que se lo había regalado un amigo que lo compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se lo habían dado”. Antes de cumplir los doce decide vivir hacia atrás, recordar el pasado y escribir las memorias desde el principio cuando escuchaba en la casa que su padre era un héroe con madera de mártir y que se había ido al África a hacerse matar por los moros. Tanto el médico y su tía Aurelia que la criaba “decían que yo sabía demasiado y que me convenía más pasear que estudiar”. No quieren que ella sea una empollona.

“Aquel pasaje a la entrada dela calle del Obispo se torcía en el medio para salir a la de la Sierpe, y en el ángulo que formaba había una rotonda con montera de cristales que tenía cuatro estatuas representando las estaciones, y en medio una de Mercurio. ¡Qué luz caía sobre aquella pequeña plaza encerrada”. Torera la Chacel en el endecasílabo con más tronío de la sobrina de José Zorrilla: ”Rotonda con montera de cristales”. Está para que el apoderado le prepare la alternativa en el Viejo Coso. 

Leticia no reza mucho a Dios de pequeña, su fantasía se desborda al entrar en las iglesias. Se acusa de no rezarle a las imágenes, sólo padrenuestros y eso no es a Cristo. Ante el Cristo yacente de la iglesia de San Sebastián se licúa como el corazón de San Genaro en Nápoles. Entra con los cinco sentidos en la urna de cristal que guarda el Cristo. Se funde con él, respira el mismo aire santo concentrado de la urna y hunde los ojos en la agonía milenaria del misterio cristiano renovado todos los años. Sufre en sus carnes cuarteadas el lanzazo del romano criminal que desangra al Cristo por el boquete. Se olvida del cuerpo y se abandona al fluir de las lágrimas que le empozan el alma. Se produce una dejación de funciones, una suspensión de los sentidos que huele a santidad o a pecado de apostasía. 

En Simancas no hace buenas migas con sus compañeras de pupitre iguales en edad y desgobierno, se adapta a la velocidad de las plantas del huerto como un jubilado, se pasa las horas muertas mirándolas, escuchando el ruido de los conejos que comen las raíces de tapadillo,  los tronchos de las coles y escapan. Observa al gallo compadrón  subido de continuo a la higuera, galleando y pavoneándose ante su harén de gallinas picoteadoras y desafiando con su quiquiriquí a los gallos vecinos.

 

"Doña Luisa, llena de confianza en su maestría , me decía: "Ya verás tú, ya verás tú". 


Como la vida sana al aire libre y la existencia natural le dan un hambre de quince días, un hambre canina, a Leticia le da por comer, por crecer asilvestrada, la cara curtida por el aire y el sol del pueblo la embrutecen, le dan una apariencia saludable y un poco machuna. Su cuerpo se desarrolla admirablemente, encaña como los trigos en primavera y pega el estirón de un día para otro. 

Para desasnarla, deciden que la maestra se pase por casa una hora diaria, de cinco a seis, después del cansancio de la jornada laboral. El proyecto es un fracaso porque Leticia le pone nulo interés. Se las arregla para dedicar la hora a bordar, actividad en la que la maestra es una experta. La adolescente admira la especialización que dan los años de práctica, la maestría de los carpinteros, carniceros o relojeros que hacen cosas con las manos, que a ella le parecen imposible de lo bien rematadas que las dejan. En casa de Luisa se gana el sueldo, ensaya trabajos de electricista, cocinera y decoradora de interiores. 

Doña Luisa aparece por primera vez en la novela como una mujer pluriempleada, una wonderwoman responsable de una lechigada de criaturas que asegura el relevo natural de la raza, cuando en las familias y dentro de las casas había más renuevos humanos que gatos y perros, los perros al corral y los gatos libres, a cazar ratones y expectantes en el tejado para bajar cuando el perro no esté. Doña Luisa aparece en el universo de Leticia justo cuando la atmósfera de su casa está cada día más cargada de electricidad estática. Se insinúan problemas, pero no se nos dice en qué consisten. Es un barrunto de desgracias que amenaza con alguna tragedia por venir. 

 Doña Luisa es una ONG sin ánimo de lucro que considera un desperdicio echar un talento en terreno estéril y un chollo para los padres que pueden delegar el rudo esfuerzo de educar en alguien ajeno al núcleo familiar: “Leticia es mi mejor amiga y yo estoy encantada de tenerla conmigo a todas horas”, confiesa ella a los extrañados por el altruismo. Su marido, Don Daniel, no le causa buena impresión a Leticia; cuando la agarra por el pelo, le parece un rey moro: “Me había dado la impresión de ser un hombre sumamente arbitrario y muy poco amable”. Son los sentimientos primeros de una niña que se asoma al balcón de la adolescencia. 

 Y los recuerdos al aire me besan la cara. 
Sólo recuerdo lo bueno, de lo malo nada. 
Aún queda tiempo p'al viento, vaya donde vaya 
y que me lleve volando, a tocar a otra guitarra.
Celtas Cortos




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

jueves, 7 de abril de 2022

Memorias de Leticia Valle (1) Rosa Chacel. Puedo sentir.

 



"había un misterio, una fuerza mágica en los olores de aquellos días"

Memorias de Leticia Valle (1)
Rosa Chacel 

Rosa Clotilde Chacel Arimón nace en Valladolid el año 1898, el mismo año que Federico García Lorca, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. Su familia, de tradición liberal, no pertenece a la alta burguesía; su madre, sobrina de José Zorrilla. Vive en la calle Núñez de Arce hasta los diez años de edad en que la familia se muda al barrio de Maravillas de Madrid. Rosa Chacel conoce a Timoteo Pérez Rubio (1896-1974) en las clases de escultura de la Escuela de Bellas Artes en 1915, cuenta ella con diecisiete y él diecinueve. Timo llega de Extremadura “con su traje de pana, de pana parda, traje de pastor”, que a ella le parece digno de un modelo de la pasarela Cibeles. Se casan en 1922, hace un siglo. Marchan a Venecia y pasan seis años en Italia con una beca. En 1936 la autora coopera de enfermera voluntaria y Timo se alista en las milicias republicanas. Pronto nombran a Timoteo coordinador de la evacuación de las obras del Museo del Prado, de acá para allá en España hasta acabar en Suiza como Leticia en la novela. Timoteo Pérez demuestra su eficacia como organizador. A toro pasado se puede afirmar que fue un milagro que aquello resultara bien, sólo “La carga de los mamelucos” de Goya es alcanzado por un bombardeo Nacional en Benicarló. El viaje de vuelta en tren por una Europa bombardeada por los alemanes en septiembre de 1939 resulta aún más azaroso. 

Rosa Chacel se exilia en Grecia en 1936, después viaja a Buenos Aires y Brasil donde su relación con Timoteo se deteriora. El regreso a España no es hasta 1971. En 1985 recibe una pensión vitalicia de las instituciones públicas de su ciudad natal para que pueda terminar sus días en España. Muere en 1994 y está enterrada en el Panteón de Personas Ilustres de Valladolid. 

Memorias de Leticia Valle es la primera publicación de Rosa Chacel en el destierro americano, antes había publicado Estación. Ida y vuelta (1931) y Teresa (1941), además de numerosos ensayos y relatos breves publicados en La Gaceta Literaria, órgano de expresión de los autores encuadrados en la Generación del 27. Memorias se publica en 1945, el año de la victoria de las democracias occidentales y el autoritarismo soviético, unidas en sociedad temporal para derrotar un mal mayor, violento e invasor. 


"Don Daniel dio por terminada la lección y yo me fui como si no hubiera pasado nada". 

Memorias de Leticia Valle es una novela breve, pero intensa. No llega a las doscientas páginas que se tardan bastante en leer porque requieren concentración y relectura, soledad y silencio alrededor para penetrar en las entretelas de las reflexiones de esta escritora apasionada que presta su pluma a una protagonista adolescente, que escribe como otros gobiernan, como si cada frase fuese un decreto ley y cada párrafo una epifanía surgida de lo cotidiano, de la observación de algo que pasa todos los días. 

La prosa de Rosa Chacel es sobria, precisa y ajustada, nada superflua, digna de admiración e imitación, por lo tanto clásica. El perfecto castellano que usa es heredado del pueblo que lo habla, sin renunciar en absoluto al tono culto que reviste la belleza de su prosa poética. Los escritores de la Generación del 27 a menudo se consideran deudores del lenguaje del cine, pues nacen con él y son testigos de su evolución. Como ejemplo tomamos la primera vez que Daniel y Leticia se encuentran a solas en el estudio. La minuciosa descripción de la escena es un encuadre cinematográfico a contraluz. Y la pregunta final es pura vanguardia, contraste cervantino para rebajar la tensión. Ella le ve en sol y sombra, la luz penetra en la habitación a través de las hojas de parra y choca contra los ojos llorosos de Leticia llenos de luz. Ese día lo escucha hablar más de una hora y media de Ataúlfo, la escala de Jacob y la guillotina de la Revolución Francesa. Se siente atrapada, como un ratón en una ratonera, por las flechas del amor que le levanta los pies del suelo, como el toro que se pasa al torero de pitón a pitón, y que ella convierte en una revelación, una experiencia mística: 
“él se puso de espaldas a la luz y yo comprendí que acabaría atolondrada si seguía mirando, a través de las hojas de la parra, el sol que daba en el jardín. Para evitarlo, y sobre todo para que él no viera que estaban a punto de saltárseme las lágrimas, me puse a mirar como distraídamente las cosas que había sobre la mesa. Él me preguntó: ¿Te gusta el mono?”[…] “Llegué hasta casa sin poner los pies en el suelo”. 

La luz tiene la fuerza desbocada de una estampida de bisontes en una del oeste. La autora la convierte en un personaje protagonista del relato por la minuciosidad con la que describe y organiza la localización donde sucede la escena. La luz en los momentos culminantes del relato es primordial. La luz cruda sin filtrar que golpea a Luisa armada de espejo y pinzas entresacando las canas y la luz sensual filtrada por la camisa blanca, ahuecada, que marca la parte lateral del torso y las costillas de Daniel. Para quedarse a vivir en el hueco trasparente, abrigado en todas las estaciones. En estos párrafos se desborda una sensualidad salvaje y natural que colocan a Rosa Chacel en lo alto del escalafón de la escritura erótica. Acabo de leer Lolita de Nabokov y no recuerdo ninguna escena con esta fuerza. La verdadera sorpresa es que lo consigue sin escribirlo; el sexo es un tabú, algo de lo que no se habla, le aplica un silencio soterrado cuando trata del amor. Chacel es una profesional del arte de la insinuación, maestra de la elipsis: leer entre líneas, querer decir algo que no está escrito. 

La luz y el sentido del olfato, como no he leído a nadie manejar: La luz brillante que permite desafiar el frío de primavera y que Rosa Chacel mezcla con el olor purísimo de la retama quemada y el olor penetrante que anula todos los demás que “parecía que olía a su mal humor” cuando Leticia va a visitar al hijo recién nacido del jardinero que cuida el jardín de la casa. 

La felicidad y los ratos agradables que Leticia pasa junto a Luisa la conectan con Daniel que es la vara de medir sentimientos: “En aquel momento me di cuenta de que don Daniel no había venido. Pensé: ¡si hubiera venido él, habría dicho algo de esto!”. “Parecía increíble estar respirando el hielo de la calle y entrar a oler las pinas de América y las limas colgadas en grandes guirnaldas por las paredes”.[…] “Había un misterio, había una fuerza mágica en los olores de aquellos días”.[…] “Teníamos las manos húmedas y heladas y los carrillos ardiendo de inclinarnos sobre el fogón, pero estábamos alegres e incansables y cada ráfaga de vapor oloroso que nos pasaba por la cara nos hacía cambiar una mirada”. 


"Los dedos se oxidan enteramente si los abandona uno"

Otra conclusión a la que se puede llegar de la lectura de MDLV es el buen uso del castellano en cuestiones de género gramatical. Como un soplo de aire fresco, hoy choca ver el uso del masculino como género común, seguramente después del tabarrón feminista que quieras o no quieras tenemos que soportar todos los días: he llegado a escuchar: Compañeros y compañeras, los castellano leoneses y las castellana leonesas... Automáticamente, uno se echa la mano a la cartera, alguien te la quiere meter doblada. Tiene poco que decir el que usa tanto circunloquio y palabreo insoportable. Un par de ejemplos cabales de lo contrario: 
“y aunque bien sabía que mi nuevo profesor no había de hacerme nunca esas preguntas bruscas que le ponen a uno en el caso de demostrar que no sabe nada ni nunca lo supo, quise someter yo misma a mi memoria a una prueba parecida”. 
“Es maravilloso llorar en un cuarto donde entra la luz del pasillo por el montante de la puerta y se puede estar viendo una de esas perchas de Vitoria de ganchos retorcidos, o también en las literas del tren, junto al techo, cerca de la lucecita azul, oliendo el humo que entra al pasar los túneles y sintiendo la trepidación que le mece a uno como si el tren fuese un ser muy poderoso que corriese llevándole a uno en brazos”. 

En este último párrafo tenemos también un ejemplo del uso que Rosa Chacel hace de los sentidos al escribir. Cómo se las arregla para engarzar la luz del pasillo que permite ver, el olor a humo, a cuarto cerrado, y el ritmo del traqueteo del tren. La autora nos regala una prueba de su magisterio: la vista, el tacto, el olfato; en definitiva, el festival de sensaciones que envuelve la prosa sensual de Rosa Chacel, en primerísimo plano como en la despedida de doña Luisa de las dos adolescentes después de un día ajetreado de visitas turísticas por Simancas:
“Me rodeó los hombros con el brazo, me apretó con fuerza y me dio un beso. Me besó en la mejilla, junto al ojo; sentía sus labios entre mis pestañas; me retuvo largo rato apretada contra ella. La calle estaba oscura y yo la contemplé en el abrazo que me dio, como los ciegos que leen con el tacto. Me quedó impresa en los hombros la fuerza de su brazo delgadísimo; sentí apretado contra mi mandíbula el hueso que se le dibujaba en el nacimiento del cuello, y al mismo tiempo me pareció tan frágil. No sé si fue el perfume que llevaba o si fue que al sentir el relieve de su pecho me acordé del día aquel que la vi en la tartana al amanecer, con aquella piel transparente llena de venas azules”.


Nos vemos en abril 
Resulta tan difícil esperar 
Qué voy a hacer sin ti, 
Borrar del calendario un día más. 
Aún puedo sentir 
Tus manos por mi boca 
Cómo resistir 
Si el tiempo se equivoca una vez más.
Jose María Granados Serratosa, Juan José Ramos Pinera, Jesús Redondo Gutiérrez/Los Secretos



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 26 de enero de 2022

Insolación (Historia amorosa). Emilia Pardo Bazán.





"-Simplón, monigote,  feo.

-Reina de España." 


Insolación (Historia amorosa) 
Emilia Pardo Bazán 

La primera impresión que uno recibe de la lectura de Insolación es que “Sola y borracha quiero llegar a casa” no está al nivel literario de Los Pazos de Ulloa. No cabe decir que la novela sea un petardo, sólo que mantenerse en la excelencia cuya lectura impacta es más difícil que llegar a ella. A mi juicio la novelilla se salva por el afán innovador de los primeros espadas de la escritura - entre los que se encuentra doña Emilia, por supuesto- que ofrecen al lector algo nuevo en cada proyecto que emprenden. Insolación se publica en 1889, pero lo esencial ya está escrito en 1887, como señala Ermitas Penas Varela en el estudio preliminar que acompaña al ejemplar que tengo entre las manos (Recuérdese que Los Pazos y Madre Naturaleza se publican en 1886 y 1887 respectivamente). 

La acción trascurre en Madrid, durante las fiestas de San Isidro. Los valles hondos y verdes y las montañas brumosas de Galicia contrastan con el retrato del Madrid polvoriento y popular, rebosante de costumbrismo, de la Romería de San Isidro, anunciador de los calores rabiosos de los veranos de la capital. La autora reduce el tiempo de la narración a seis días que empiezan a contar el 14 de mayo, la víspera de San Isidro, narra la evolución del enamoramiento de la pareja y termina con la promesa de boda, en un brindis al sol que hace de testigo, y el anuncio de Diego Pacheco, buen ejemplar de raza española, de asentar la cabeza en la política al presentarse a diputado por Vigo. Antes debe irse al otro lado de España a dar la noticia a la familia… ¡Échale un galgo! 

El tema principal de esta novela que empieza y termina con la protagonista en posición horizontal es la atracción física que Francisca Taboada siente por Diego Pacheco, la lucha encarnizada entre defender la fortaleza de la virtud o entregarla a un don Juan, seductor y calavera que se presenta ante la viuda joven como una forma de romper la anodina vida cotidiana. Las relaciones amorosas vistas desde el punto de vista de Asís, la voz narradora y de Pacheco sostienen la historia. La autora se detiene en estudiar la personalidad de la protagonista sin olvidarse de una visión de la atmosfera densa de Madrid en fiesta, descrito a veces a través de los ojos escrutadores del señorito Gabriel Pardo de la Lage, de moral superior, viejo conocido de Los Pazos de Ulloa y aburrido antitaurino, siempre dispuesto a endosar al personal sus homilías planas sobre la crueldad de la fiesta, extraídas de la cadena de montaje de discursos sobre la corrección y la barbarie del español medio. Crítico con las costumbres del pueblo llano a los que mira por encima del hombro. 

Cuando doña Emilia arma el andamio narrativo no es para dejarlo vacío, sino para meter una liebre que te sorprenda al saltar y que conviene analizar. La voz narradora actúa como voz de la conciencia, severa con la dama. La autora construye la tensión narrativa entre la rigurosa voz de la conciencia que actúa para reprender la actitud de la viuda y lo que piensa Gabriel Pardo sobre la igualdad ante el sexo de hombre y mujer. Al final apoya la decisión final de uncirse en matrimonio como reparación del pecado de la carne. Se establece un debate interno entre la fuerza del deseo propio de entregarse al hombre y la moral de la época que actúa en forma de narrador que con voz inflexible riñe a la marquesa ya en el primer capítulo: “De todos modos, confiesa, Asís, que si no hubieses tomado más que sol... Vamos, a mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos conocemos...” Por esta voz sabemos que la viuda cuenta con 32 años y una hija.

Doña Emilia Pardo Bazán dedica la obra “A José Lázaro Galdiano en prenda de amistad”. 

La técnica narrativa que la autora usa para meternos de hoz y coz en la historia es conocida, la han utilizado muchos autores más tarde para empezar sus escritos, se llama “In media res”. La usan comienzos memorables como: 
 “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo". 
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes”. 

A ellos se puede unir esta de Insolación, a mi juicio la mejor descripción del día después de la noche anterior, una resaca como un piano y su evolución. Lo novedoso es que el malestar afecte a Asís Taboada, una mujer de la alta sociedad que en vez de contar ovejas para dormir, reza y se siente acosada por los resquemazones morales de la confesión, el qué dirán, el padre Urdax, de manga estrechita y duro de pelar. El padre debe ser de la facción radical de la orden, nada que ver con el Santo Padre actual, argentino de pura cepa. Aquí se le perdona malamente que aún no haya puesto el pie desde que es Obispo de Roma, el país que echó de Europa a los infieles, llevó la fe y la cruz con la espada al nuevo mundo y se arruinó por defender en toda Europa su trono de Roma

Perdonen la digresión, a lo que íbamos era a trascribir la manera tan magistral que tiene doña Emilia de contar la convalecencia de una resaca y su evolución: 
“La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fue un dolor como si le barrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo”[…] “El barreno que antes le taladraba la sien, se había vuelto sacacorchos, y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que enganchaba los sesos a fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella”. 

La autora nos emplaza el 16 de mayo, el día de la resaca, como Bailaor y Joselito en la plaza de Talavera, el Rey de los Toreros había toreado en la plaza vieja de Madrid con mala crítica el día anterior, sábado 15 de mayo y ya sabemos cómo desaparecieron del mapa los dos. Cambia la voz narradora, ahora es Asís en primera persona la que nos coloca en la tertulia que se había celebrado en casa de la Duquesa de Sahagún dos días antes, frecuentada también por don Gabriel Pardo de la Lage, el evolucionado, hermano de Nucha de Los pazos de Ulloa. Es la duquesa la que presenta a Pacheco y Asís, los dos personajes principales del relato, a ésta como viuda de Andrade y así nos enteramos los lectores de los antecedentes y pasado de la protagonista. 

La autora hace un esfuerzo por reproducir por escrito la gracia del habla popular gaditana, repleta de ceceos, seseos, yeísmos, acortamientos de palabras y tono característico: 
“No compares chiquiya, no compares…Tonterías que se disen por pasá el rato, pa que se encandilen las mujeres… Contigo… ¡Virgen Santa! Tengo yo una ilusión… ¡Una ilusionasa de volverme loco!". 

Al final se racializa la gallega, nos deja una trascripción del habla gitana: 
“Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto y nadie saspera que susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa satisfasión e toos... Una presoniya está chalaíta por usté...”.


Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



domingo, 28 de noviembre de 2021

Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín (y 2) Federico García Lorca. La balada de la casada infiel.

 


"Sí, sí, Marcolfa, le quiero, le quiero con toda la fuerza de mi carne y de mi alma"


Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín (y 2) 
Federico García Lorca 

CUADRO SEGUNDO 
La habitación de don Perlimplín es un coladero, tiene seis puertas y una cama grande, aristocrática, con dosel rematado por un penacho de plumas. La noche de bodas la casa se “llena de rumores secretos y el agua se entibia ella sola en los vasos”. Signos evidentes de malos presagios en el universo lorquiano. 

 Aparece Belisa, arrolladora de belleza y juventud, vestida para dormir con vestido de encajes que ponen a cavilar al marido, que, medroso, le declara su amor con un “¡Yo te amo!”, tembloroso, sincero y nuevo porque le confiesa que antes no la quería. La belleza robada a través del ojo de la cerradura cuando se viste de novia le provoca un cortocircuito emocional, le hiere la garganta con un lanzazo de amor. 

 A los cinco silbidos se van a dormir y apagan la luz. Aparecen dos duendes que, entre música de flautas, echan una cortina para que no veamos lo que no debe ser visto porque pasan muchas cosas mientras Perlimplín duerme la noche de bodas. Los duendes son unos personajes metateatrales de edad indeterminada, no tienen años de vivos ni de muertos. Hacen la función de las cartelas de los comics reservadas al narrador de la historia. Los duendes se enteran de los secretos de los dos, son entes familiares, como de casa. Conocen a la pareja desde niños, una vez el duende primero fue víctima de los gatos de Belisa, como don Quijote, derrotado por un gato. 

El alma chiquitita y asustada de don Perlimplín se sublima al amanecer, cinco camelias frías se abren en las paredes de la alcoba. Cuando los duendes abren la cortina, vemos a don Perlimplín con grandes cuernos de ciervo sobre la cabeza. Cinco balcones abiertos y cinco sombreros de los borrachitos enamorados que le cantan a las enamoradas. Suenan las campanas y los pájaros de papel negro cruzan de vuelta los balcones. Perlimplín murmura otro “Amor, amor” como respuesta al reclamo erótico de Belisa, impregnado éste de indudable aliento místico y musicalidad, una muestra perfecta de la simbiosis teatral de lo culto y popular del universo teatral de Federico García Lorca: 



Herido de amor. Joan Manuel Serrat


 Amor, amor 
que está herido. 
Herido de amor huido; 
herido, 
muerto de amor. 
Decid a todos 
que ha sido el ruiseñor. 
Bisturí de cuatro filos, 
garganta rota y olvido. 
Cógeme la mano, amor, 
que vengo muy mal herido, 
herido 
de amor huido, 
¡herido! 
¡muerto de amor! 

CUADRO TERCERO 
Perlimplín y Marcolfa vuelven a abrir el cuadro escénico, situados ahora en el comedor de la casa, una mesa de pega, pintada en la pared como una última cena de Leonardo. A partir de aquí la obra presenta un desarrollo más convencional, las intervenciones de los personajes son más largas y no falta ni la manifestación de Cupido en formato de carta que entra por la ventana enrollada a una piedra. Marcolfa llora, no ha sido educada para comprender un matrimonio tan desigual, arrepentida de su contribución a una pareja en la que ella se pone los picos pardos la noche de boda. La farsa se racializa en este momento: cinco amantes pertenecientes a las cinco razas del planeta cuelgan el sombrero en la alcoba nupcial a las cinco en sombra de la noche. 

La obra se reafirma así como una farsa, igual que no hay quien se crea que la zapatera estrangule al zapatero (a menos que uno se crea sus propias mentiras), FGL le pega la vuelta al calcetín: en lugar de que la infidelidad quiebre el status quo de la convivencia, siempre difícil, aquí hace de electroshock: Perlimplín pone en marcha la maquinaria bien engrasada de la imaginación, nutrida de lecturas, a trabajar en su interés. 

Belisa habla sola, usa parlamentos largos cuando su marido está ausente. Cambia los imperativos breves y cortantes como “dame, quita” que se le dirigen a un perro para que obedezca: “Sit, come, up, down” por discursos largos bien hilados. 

Una carta enrollada a una piedra corta el aire, entra por el balcón y la recoge Perlimplín. Belisa le exige que se la dé sin leerla. Pasa de histeria furiosa a implorar. Sólo cuando la ve llorosa, cede y se la entrega. Aquí empieza Perlimplín a saber que podrá domar a la potra salvaje. Es el domador que toma las riendas de la situación. Finge humillación, la quiere como un padre porque ya es viejo: “Yo sé que tú le amas... Ahora te quiero como si fuera tu padre”. La carta dice que la quiere, quiere su cuerpo blanco estremecido y ella quiere conocer al joven que la quiere, pero no se deja ver. Perlimplín, trascendido de amor, se vuelve sublime y misterioso: “Como soy un viejo, quiero sacrificarme por ti. Esto que yo hago no lo hizo nadie jamás. Pero ya estoy fuera del mundo y de la moral ridícula de las gentes”. Cae el telón. 

CUADRO CUARTO 
Los hechos ocurren en el jardín arbolado de la casa de don Perlimplín, en algún lugar meridional porque tiene cipreses y naranjos, símbolos de muerte y amor. El teatro sale al cielo abierto para anunciar algo nuevo, celebrar el triunfo del amor verdadero a través de la inmolación. Perlimplín y Marcolfa abren el cuadro de nuevo, dialogan sobre el recado que tenía de advertir a Belisa que el joven de la capa roja aparecerá en el jardín a las diez de la noche. Belisa se queda besando apasionadamente sus hermosas trenzas de pelo y encendida como un geranio. 

La música vuelve a sonar en uno de los momentos culminantes de la obra. Perlimplín canta como se canta un salmo: 
¡Perlimplín no tiene honor! 
¡No tiene honor! (Cántese como cantan los aficionados al futbol. “Fulanito, échale huevos…” ) Adiós al honor del Siglo de Oro. No estaría mal un Alcalde de Zalamea "El honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios"según FGL

Marcolfa se despide del trabajo, entre lloros, sin pedir el finiquito, incapaz de tolerar que el señor fomente la infidelidad de su mujer de esa manera. No ha sido educada para aguantarlo. 

Perlimplín oye cantar otro reclamo erótico de la fogosa Belisa desde detrás de unos rosales: 

 Por las orillas del río 
se está la noche mojando 
y en los pechos de Belisa 
se mueren de amor los ramos. 
 
Se mueren de amor los ramos. 
 
La noche canta desnuda 
sobre los puentes de marzo. 
Belisa lava su cuerpo 
con agua salobre y nardos. 

Se mueren de amor los ramos. 

 La noche de anís y plata 
relumbra por los tejados. 
Plata de arroyos y espejos. 
Anís de tus muslos blancos. 

Se mueren de amor los ramos.
 
Un coro de voces y el mismo Perlimplín le hacen la segunda voz. Un poema que encaja perfectamente en el Romancero Gitano, usa los símbolos vegetales de los nardos y los ramos que simbolizan y anticipan la tragedia que se avecina y la luna como noche de anís y plata: la muerte abrazada a los pechos de Belisa

El joven esquivo de la capa roja va y viene por el jardín. Perlimplín aparece y le pregunta a su mujer si aún espera al joven, él le asegura que vendrá, su triunfo será que ella lo quiera. Él la ayudará, atravesará el corazón del joven para que nunca la abandone. La amará con el amor infinito de los difuntos y él se liberará de la pesadilla de su cuerpo grandioso. 

Entre los ramos emerge el joven de la capa roja dejando un rastro de sangre en el jardín porque lleva el corazón rajado por un puñal de esmeraldas. Al descubrirse, el hombre malherido es el viejo Perlimplín que acaba de matarlo y al darle muerte se mata a sí mismo porque no puede amar a Belisa, la bella, sino a través de los “músculos jóvenes y labios de ascuas” del joven de rojo. Le pide que ya que tanto le ha querido le deje morir del todo abrazado a su cuerpo, a los pechos de Belisa. Perlimplín es alma y Belisa es cuerpo. Perlimplín, de natural apacible, se da un “mordisco de jabalí”, termina con su doble vida de amante y marido a la vez. Una vez que consigue que su amor sea correspondido, considera que la venganza está consumada. Cae el telón mientras las campanas voltean a resurrección. 

La balada
de la casada infiel,
demasiadas
cosas por aprender,
el portero
de la Puerta del Sol,
el cartero
de tus cartas de amor,
el primero
en sacarte a bailar
un vals.
Fito Paez/Joaquín Sabina





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.